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Textos sobre Pérez-Reverte

Textos sobre el escritor y su obra. Revertianos.

Valores de verdad

JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOS - 30/10/2003

Mis dos favoritas, dentro del amplio abanico de novelas de Arturo Pérez-Reverte, son El maestro de esgrima (1988) y La reina del Sur (2002). En estas elecciones y juicios suelen influir factores subjetivos, del gusto, o de nuestra propia historia como lectores. Todo lector tiene el derecho a preferir unas novelas a otras, y a no tener siquiera que justificarlo. Aunque si abandonamos por un momento la zona de la subjetividad -en un Prólogo hay que hacerlo- e intentamos -es lo que justifica un Prólogo- invitar a la lectura de esa novela a otros lectores que todavía no la conocen, vemos que en esas elecciones suelen jugarse algunas partidas de más amplio calado que los gustos personales. Y es en el ascenso a ese otro nivel cuando podré afirmar que El maestro de esgrima figura entre mis novelas favoritas porque la considero entre las mejores que Pérez-Reverte ha escrito. «Favoritas» y «mejores» son adjetivos que se mueven en dos niveles muy distintos de valoración y que comprometen dos esferas diferentes del juicio crítico. Y un ejercicio muy interesante que apenas hacemos (y que debería ser de obligado cumplimiento a quienes ejercemos la crítica) es el de explicar los juicios, intentando en todo caso no justificarse como crítico, sino hablar desde la novela, indicar al lector por qué esta novela que va a leer cuenta entre las mejores de Arturo Pérez-Reverte.

Lo primero que quiero decirles es que se van a encontrar con don Jaime Astarloa, un gran personaje. Es quizá el personaje masculino más representativo de la estética y ética de personajes que pueblan el mundo novelístico de Pérez-Reverte. Este autor tiene como una de sus notas distintivas haber cuidado mucho el dibujo de sus héroes y comprometer en ese dibujo muy diferentes virtudes de su habilidad como creador de ficciones. Se ha situado así, con voluntad consciente, y cuando no era la moda predominante, en la estela de Miguel Delibes y Juan Marsé, otros dos novelistas que nunca olvidaron que una buena novela tiene que tener personajes bien trazados. Aplicando el ejercicio que antes les proponía, el de explicar los juicios, me pregunto si en la selección de mis favoritas no ha ocurrido que me he dejado subyugar por los que entiendo los dos personajes mejor trazados de su narrativa, porque si Jaime Astarloa lo es como héroe lo es como héroe masculino, Teresa Mendoza, la protagonista de La Reina del Sur, emerge soberbia como heroína proveniente de múltiples guerras perdidas, según he tenido ocasión de explicar en otro lugar.

Habrán observado los lectores que he comenzado hablando de «personajes», y de inmediato que he desplazado a otro vocablo de la tradición crítica mucho más comprometido: «héroes», «heroínas». No todos los personajes de la novela pueden recibir el calificativo de «héroe/heroína». Para que se produzca este deslizamiento semántica, tiene que darse en las consistencias que sostienen los atributos de un personaje alguna clase de «representatividad heroica», de reconocimiento, en un carácter determinado, de una suma de atributos que le pertenecen al personaje pero que en cierta medida le preceden. Jaime Astarloa o Teresa Mendoza son ellos mismos, claro está, pero pertenecen a una especie, por cierto en trance de extinción, a una familia de otros personajes con quienes comparten una suerte de destino, de determinación más fuerte que ellos y a la que sirven. Ya ha aparecido la palabra «destino». La otra gran palabra asociada a la esencia misma de la literatura, que es la que convierte el arquetipo en tipo literario, el sentido trágico en fábula, y el mito en épica o en novela. Volveré luego sobre el «destino» de Jaime Astarloa y Adela de Otero.

¿Qué es un héroe? ¿Por qué Jaime Astarloa lo es? Para explicarlo podremos entrar en dos referencias que hace la propia novela, y que no me parecen en absoluto casuales. La casualidad nunca crea buena literatura, y Pérez-Reverte es uno de los escritores más alejados de la casualidad que he conocido, porque mide y estudia todo hasta los últimos detalles. De las muchas referencias literarias que esta novela contiene, algunas son hechas de pasada a modo de homenaje, pero otras pertenecen a la urdimbre básica de su composición. Es el caso de La Odisea y La Eneida y del Quijote. Jaime Astarloa y Adela de Otero. Es un diálogo situado además justo antes de que la novela se convierta en una peripecia de intrigas, cuando todavía es solamente un ajustado pentagrama de la lucha entre dos personajes, él y ella, midiéndose en sus movimientos, en sus estrategias, en sus gestos, en sus silencios y en ese formidable ballet que componen sus asedios mutuos, psicológicos y eróticos, de vencimiento y de conquista, que cuenta sin duda entre lo mejor que ha escrito su autor.

El dialogo al que me refería comienza así:

«-Es hermoso no resignarse a olvidar- dijo la joven al cabo de unos instantes.
Hizo él un gesto de impotencia, dando a entender que no podía escoger sus propios recuerdos.
-No estoy seguro de que hermoso sea la palabra exacta -dijo, señalando las paredes cubiertas de objetos y libros-. A veces creo hallarme en un cementerio... La sensación es muy parecida: símbolos y silencio
-meditó sobre lo que acababa de decir y sonrió con tristeza-. El silencio de todos los fantasma que uno va dejando tras de sí, como Eneas al huir de Troya...».

El diálogo continúa. Adela de Otero habla de sombras que ha ido dejando atrás e, inmediatamente, se vindica a sí misma como heroína también, incluso con la referencia del narrador a esa cicatriz (que puede ser un guiño a la de Odisea) y que tiene detrás «una Troya ardiendo a sus espaldas». Luego, Adela Otero marca un rasgo fundamental en la entidad del héroe homérico, del héroe cansado:

«Sin embargo no hay en usted amargura, don Jaime. Ni rencor. Me gustaría saber de donde saca la fuerza suficiente para mantenerse intacto; para no caer de rodillas y pedir misericordia...».

Jaime Astarloa lo atribuye a sus casi sesenta años... pero el lector sabe que su fisonomía de héroe íntegro no le viene sólo de la edad, sino de pertenecer a un mundo antiguo, a un mundo donde los valores y la dignidad prevalecen sobre cualesquiera otras consideraciones. Y eso lo sabemos también los lectores porque hemos visto en las páginas precedentes de la novela que Jaime Astarloa posee muchos atributos del héroe anacrónico, del héroe situado en la estela del otro gran modelo, don Quijote, citado poco antes por Adela de Otero, en ese mismo capítulo, como modelo que ve reencarnado en los valores de honor, justicia y dignidad que Jaime Astarloa asimismo defiende, un mundo que desde el primer momento la novela ha situado como anacrónico.

La novela en efecto va contando en sus primeros dos capítulos cómo la esgrima va siendo ladeada en los hábitos sociales de la nobleza, cómo se ha convertido en sport, los jóvenes discípulos quieren ya otra cosa, y ello porque ya no se dan apenas duelos de honor... Toda la primera parte de la novela ha ido dibujando esa soledad de Jaime Astarloa, como adalid último de la estirpe de caballeros en extinción que el progreso va paulatinamente arrumbando. Es además un héroe que sueña, como único futuro y empresa que le queda por realizar, en la quimera última de hallar un Grial: la estocada definitiva, en cuyo estudio pasa desvelado noches enteras. No es detalle menor, porque va a tener un rendimiento narrativo enorme, la edad de Jaime Astarloa: 58 años (la edad de don Quijote) y una melancolía compatible en todo caso con una «serena dignidad». El rendimiento narrativo lo proporcionará el desliz que comete este héroe, Jaime Astarloa: enamorarse de aquella con la que se bate. Un fallo que lo hace débil, y por el que tendrá que pagar riesgos que anudan la segunda parte de la novela, pero que se explica para que el personaje busca para sí mismo, cuando ya va de regreso de toda una vida sin ganancias.

Si nos fijamos bien, Adela de Otero, la otra protagonista, tiene vocación de heroína, y en cierta medida juega a serlo, y casi lo logra, aunque el autor le niegue finalmente ese destino. Adela de Otero no es simplemente una mujer atractiva que pugna con Jaime Astarloa. Es en cierto modo su envés, otra cara de la moneda. Tiene los atributos básicos de los héroes de Pérez-Reverte: ser idealista, es decir moverse por intereses no materiales, pertenecer esos ideales a unos códigos de honor (en este caso la gratitud debida a quien la salvó) y sacrificar su destino a esos ideales. Es el complemento narrativo perfecto para que la novela fluya en la dualidad de estos dos buenos personajes en su lucha de titanes de la inteligencia, así como en el buen hacer de la esgrima, arte a la vez antiguo y basado todo él en un honor que ambos comparten. Por faltar a él y portarse trapaceramente en el duelo final, Adela de Otero pierde la dimensión de heroína, desciende de nivel. Es una pena que Arturo Pérez-Reverte no la salve en la misma dimensión, como luego hará con Teresa Mendoza, pero la novela, iremos a ello enseguida, tiene también exigencias de estructura, que dirimen incluso el destino último de sus héroes y personajes.

En realidad la primera parte de la novela, situándonos ya en su estructura, presenta su mejor momento en el lento fluir de los movimientos de ballet psicológico -y de formidables ejecutores de la esgrima- de ambos (hasta ese detalle de dejar Adela de Otero entreabierta la puerta mientras se muda de ropa, lo que no hará más tarde con Luis de Ayala). Ese inteligente ballet en que los dos protagonistas se estudian, se escrutan, se seducen, cada uno con sus armas más valederas, ya he dicho que compone una de las mejores zonas literarias creadas por Pérez-Reverte, maestro aquí de la sutileza, de la gradación, de la hábil metamorfosis de un movimiento físico en trasunto de un movimiento psicológico, que es la esgrima de los buenos novelistas.

Antes de que esto ocurra hemos asistido a una caracterización más «externa», menos psicológica, pero que será fundamental para que la novela discurra en su segunda mitad: un Madrid galdosiano, recorrido con minuciosa precisión en sus principales escenarios callejeros, está asistiendo al fin del viejo orden (el de la Monarquía que representan los Borbones) por una anunciada revuelta que debería traer la libertad y un nuevo orden, el de la Revolución burguesa y republicana. Estamos pues en 1868, en el verano previo a la crisis que arrancó del trono a Isabel II. Es una época de tránsito, convulsa, movimiento que Pérez-Reverte narra de dos modos. Por un lado en la contraposición entre la nobleza de espíritu y de los valores de Jaime Astarloa (que procede de una familia de héroes pero no noble) y la decadencia de Luis de Ayala, marqués de los Alumbres, ejemplo de la nobleza puramente nominal y de comportamiento nada edificante. Declina la esgrima y emergen formas sociales en la misma nobleza que ve la decadencia de su sentido.

El otro modo en que asistimos a la transición de órdenes políticos y sociales es la tertulia del Progreso y el enfrentamiento, algo caricaturesco, que se vive allí entre Agapito Cárceles y Lucas de Rioseco, que escenifica la dialéctica entre liberales y conservadores como escenario histórico de una dialéctica que Pérez-Reverte ofrece a sus lectores de modo muy pedagógico a través de las pullas de los dos contertulios.

Esta estructura externa primera sirve a dos intereses básicos de la novela: por un lado la esgrima misma pertenece a un orden antiguo, que es el que está declinando, aunque Pérez-Reverte tiene el cuidado de no asimilar a Jaime de Astarloa con el viejo Régimen. Al contrario. Para ello ha trazado la oposición Jaime Astarloa/Luis de Ayala, el marqués de Alumbres, señorito holgazán, mujeriego, y que no ha leído un libro pero conoce hasta el nombre del último caballo de las carreras. Astarloa es la contrafaz de esa nobleza decadente, es un gran lector de literatura francesa romántica y realista, de autores de aventuras, y de los clásicos, entre ellos Homero. Guarda fidelidad a su maestro y el flash back o retrospectiva que transcurre en París es digno de una novela de Dumas: el fiel discípulo del gran Montespan, en la Academia de París, guardián de los ideales de aquella época ya ida.

Ese viejo orden que debería ser el del honor, ha sido prostituido por una nobleza hija del dinero y de las trampas, iletrada, y en un tema que va a ser recurrente en toda la obra de Pérez-Reverte, unos políticos envilecidos y sujetos a pelotazos mineros y concesiones administrativas arbitrarias, a favor de sus propias luchas e intereses que nada tienen que ver con los del pueblo que los elige. Éstos son los dos mundos que la primera parte de la novela pone en contradicción y que la segunda parte convierte en base de su intriga.

A partir de la mitad, en efecto, el lector va a ver que la novela se acelera. De una novela histórica, con ciertos ribetes de romanticismo, en que los dos héroes han dibujado sus propios perfiles de adalides de la esgrima antigua, vamos a pasar a otro género: la intriga policíaca. La novela gana mucho ritmo narrativo cuando Pérez-Reverte decide ir a una trama de intriga político-policíaca de la que sólo había ofrecido un breve anticipo en el capítulo que sirve de Prólogo, y que transcurría dos años antes. No tengo que decir a ningún lector que lo haya sido antes de Pérez-Reverte cuánta habilidad muestra en el trazado de buenas tramas y cuánta eficacia tienen sus entramados constructivos para que valore el modo en que se desenvuelve esta segunda mitad de la novela.

A la trama, pues, de novela con trasfondo histórico, muy habitual en él (no olvidemos que la serie de Alatriste ha podido tener un anticipo en este Jaime Artarloa, pero tampoco olvidemos El club Dumas, La tabla de Flandes o La piel del tambor, se une entonces ese otro género de la intriga policíaca, que es género muy apto para las dotes de inteligencia narrativa que posee su autor. En primer lugar por la lógica a que toda buena narración criminal debe someterse. Pérez-Reverte ha querido que cada movimiento de la novela, y cada capítulo de ella, se vea precedido por una cita en que se van desarrollando movimientos del lance de la esgrima. De ese modo el narrador acompasa el desarrollo de una contienda o duelo entre dos personajes (Jaime Astarloa y Adela de Otero), que ocupaba la primera parte, a una intriga urdida por Adela de Otero y su desconocido cómplice, y en la que Jaime Astarloa sucumbe en la segunda parte (a partir del capítulo quinto).

Un Prólogo no puede cometer la descortesía con su lector de revelarle nada fundamental de la trama, por lo que no puedo adentrarme más en los detalles de esta intriga que, además, desarrolla dos o tres cambios de fortuna o anagnórisis muy notables, hijas de los buenos folletines románticos. Cuando todo parecía resuelto, Pérez-Reverte da otro giro a la intriga e introduce una variación notabilísima. Lo único que puedo anunciar al lector de este Prólogo y de la novela es que tales variaciones del rumbo, tales golpes de timón, mantendrán su atención en suspenso hasta el desenlace, que no puedo revelar.

Sí quisiera decirles algo sobre el significado profundo del «fallo» cometido por Jaime Astarloa, porque es el que conecta los dos niveles de su constitución como héroe, y las dos partes en que se ha desarrollado la novela. Hablé antes de «destino» y esta categoría servirá para medir el sentido mismo de la metamorfosis de Adela de Otero, que no puede tener destino de heroína, según dije, porque ha de tenerlo Astarloa. Sólo uno de los dos puede ganar en el lance de la esgrima, cuando ya no hay bola protectora. Pero también la novela sucumbe a la necesidad de que ese sacrificio de Adela de Otero como heroína se produzca a favor del triunfo último de Jaime Astarloa, que halla su Grial en la muerte de la única persona a la que últimamente amó y con la que compartía códigos de conducta. Jaime Astarloa produce ese desenlace porque no puede ser, al final de la novela, sino fiel a sí mismo: un buen esgrimista.

Y ello porque la esgrima no es un juego. Lo ha dicho repetidas veces el personaje, y será esta sentencia la que gobierne la estructura de la novela y su desenlace. Compromete y arriesga el destino de quienes eligen ser héroes. Jaime Astarloa tiene que elegir entre salvarse, salvar a Adela de Otero, sucumbir, perderse u obtener su última oportunidad de gloria. En la esgrima, como en la vida, se elige. Se gana y se pierde. Y no se negocia. Todo el desarrollo de la segunda parte de esta novela va cumpliendo de esa forma el programa de su código de honor, ese mundo de valores de verdad que rige la esgrima antigua, y será ese código el que obligará al personaje (como ha obligado a su oponente Adela de Otero) a pagar con su destino, a pechar con él.

Es el tributo último a un mundo noble en aquella edad de los héroes.

JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOS
CATEDRÁTICO DE LA UNIVERSIDAD DE MURCIA