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Textos del escritor aparecidos en diversas publicaciones. El cementerio de los barcos sin nombre.
ARTURO PÉREZ-REVERTE / ELPAÍS.COM - 26/1/2012
La noche del 14 de abril de 1912, 99 años y nueve meses antes de que el Costa Concordia se abriese el casco en un escollo de la isla toscana del Giglio, el Titanic se hundió en el Atlántico Norte llevándose a 1.503 personas. El abandono del barco fue desastroso. El capitán Edward Smith,
que pese a 34 años de experiencia profesional se comportó más como
torpe gerente de un hotel de lujo que como marino, tardó 25 minutos en
lanzar el primer SOS. Además, retrasó la orden de abandonar el barco,
disimulando esta de modo que la mayor parte de los pasajeros no
advirtió el peligro hasta que fue demasiado tarde. Después, la falta de
botes salvavidas, el mar bajo cero y los 25 minutos perdidos en la
llegada del primer barco que acudió en su auxilio, remataron la
tragedia.
Cuatro semanas más tarde, en un artículo memorable publicado en The English Rewiew, Joseph Conrad confrontaba el final del Titanic con el hundimiento, reciente en aquellas fechas, del Douro: un barco más pequeño pero con proporción similar de pasajeros. El Titanic se había hundido despacio, entre el desconcierto y la incompetencia de capitán y tripulantes, mientras que en el Douro, que se fue a pique en pocos minutos, la dotación completa de capitán a
mayordomo, menos el oficial al mando de los botes salvavidas y dos
marineros para gobernar cada uno, se hundió con el barco, sin rechistar,
después de poner a salvo a todo el pasaje. Pero es que el Douro, concluía Conrad, era un barco de verdad, tripulado por marinos
profesionales y bien mandados que no perdieron la humanidad ni la sangre
fría. No un monstruoso hotel flotante lanzado a 21 nudos de velocidad
por un mar con icebergs, atendido por seis centenares de pobres diablos
entre mozos, doncellas, músicos, animadores, cocineros y camareros.
Escrito hace un siglo, el comentario conradiano podría aplicarse casi de modo literal al desastre del Costa Concordia. Pese al tiempo y los avances técnicos que median entre uno y otro
barco, muchas son las lecciones no aprendidas, las arrogancias culpables
y las incompetencias evidentes para cualquier marino, aunque no siempre
para los armadores e ingenieros navales: desmesura en los grandes
cruceros, escasa preparación de tripulaciones, fe ciega y suicida en la
tecnología, o competencia profesional de los capitanes y oficiales al
mando. En este último aspecto, ciertos detalles en el comportamiento del
capitán del Costa Concordia, Francesco Schettino, quizá merezcan considerarse.
Todo
capitán de barco tiene dos deberes inexcusables: gobernar su nave con
seguridad y destreza y, en caso de incidente o naufragio, procurar el
salvamento de pasaje, tripulación, carga y, a ser posible, del barco
mismo. Esa es la razón de que, en otros tiempos, un capitán pundonoroso
se hundiese a veces con el barco, pues su presencia a bordo era garantía
de que todo se había procurado hasta el último instante. Y así, a un
capitán capaz de gobernar bien un barco y asegurar en caso de incidente o
tragedia la mayor parte posible de vidas y bienes, se le considera, hoy
como ayer, un marino competente.
En la varada del Costa Concordia, en mi opinión, el concepto de incompetencia se ha manejado con cierta
ligereza. No creo que el capitán Schettino fuese un incompetente.
Treinta años de experiencia y una óptima calificación profesional lo
llevaron al puente del crucero. Hacía una ruta conocida, y la maniobra
de acercarse a tierra es común en esa clase de viajes. Además, una vez
producida la vía de agua casi en la aleta de babor -lo que significaría
que ya estaban metiendo a estribor para evitar el peligro-, la maniobra
de largar anclas a fin de que, con las máquinas anegadas y fuera de
servicio, el barco bornease 180º con su último impulso para acercar el
costado a tierra y no hundirse en aguas profundas, parece impecablemente
marinera y propia de buenos reflejos. El exceso de confianza, una
mirada superficial a los instrumentos, pulsar dos veces una tecla en
lugar de hacerlo tres, pudieron bastar, a 16 nudos y en tan poca sonda,
con una mole de 17 pisos y 114.500 toneladas, para que del error al
desastre transcurriesen pocos segundos. Ningún marino veterano puede
afirmar que jamás cometió un error de navegación o maniobra; aunque este
no tuviera consecuencias, o estas no sean las mismas en aguas libres de
peligros que en un paso estrecho, en la noche, la niebla o el mal
tiempo, con una piedra o una restinga cerca; o, como en el caso del Costa Concordia, a solo un cable de la costa.
En
los casos mencionados, incluso aplicando al capitán de una nave todo el
rigor legal que merezca su error, es posible comprender la tragedia del
marino. Simpatizar con él pese a su desgracia. Pero lo que sitúa a
cualquier capitán lejos de cualquier simpatía posible es su
incompetencia o cobardía a la hora de afrontar las consecuencias del
error o la mala suerte. Una desgracia puede ser azar, pero no encararla
con dignidad es vileza. Si un capitán está para algo, es sobre todo para
cuando las cosas van mal a bordo. Ahí un marino es, o no es. Y
Francesco Schettino demostró que no lo era. Escapar a su deber y su
conciencia fue una cobardía inexcusable, que en tiempos menos
políticamente correctos, frente a un tribunal naval de los de antes, lo
habría llevado a la soga de una horca.
Tengo una impresión
personal sobre eso. Con el auge de las comunicaciones fáciles vía
Internet y telefonía móvil, la responsabilidad de un marino se diluye en
aspectos ajenos al mar y sus problemas inmediatos. El oficial del Costa Concordia que fue a comprobar cuánta agua entraba en la sala de máquinas informó
repetidas veces al puente, y no obtuvo respuesta porque el capitán
estaba ocupado con el teléfono. De hecho, buena parte de los 45 minutos
transcurridos entre el momento de la varada (21.58), las mentiras a la
autoridad marítima de Livorno (22.10) y la confesión final de que había
una vía de agua (22.43), así como el cuarto de hora siguiente, hasta que
sonaron las siete pitadas cortas y una larga para abandonar el buque
(22.58), Schettino los pasó hablando por teléfono con el director
marítimo de Costa Crociere. Dicho de otra forma: en vez de ocuparse del
salvamento de pasajeros y tripulantes, el capitán del Costa Concordia estuvo con el móvil pegado a la oreja, pidiendo instrucciones a su empresa.
Mi
conclusión es que el capitán Schettino no ejercía el mando de su barco
aquella noche. Cuando llamó a su armador dejó de ser un capitán y se
convirtió en un pobre hombre que pedía instrucciones. Y es que las
modernas comunicaciones hacen ya imposible la iniciativa de quienes
están sobre el terreno, incluso en cuestiones de urgencia. Ni siquiera
un militar que tenga en el punto de mira a un talibán que le dispara, o a
un pirata somalí con rehenes, se atreverá a apretar el gatillo hasta
que no reciba el visto bueno de un ministro de Defensa que está en un
despacho a miles de kilómetros. El capitán Schettino era patéticamente
consciente aquella noche de que el tiempo de los marinos que tomaban
decisiones y asumían la responsabilidad se extinguió hace mucho, y de
que las cosas no dependían de él sino de innumerables cautelas
empresariales: cuidado con no alarmar al pasaje, ojo con la reacción de
las aseguradoras, con el departamento de relaciones públicas, con el
director o el consejero ilocalizables esa noche. Mientras tanto, seguía
entrando agua, y lo que en hombres de otro temple habría sido un
"váyanse al diablo, voy a ocuparme de mi barco", en el caso del capitán
sumiso, propio de estos tiempos hipercomunicados y protocolarizados, no
fue sino indecisión y vileza. Además de porque era un cobarde, Schettino
abandonó su barco porque ya no era suyo. Porque, en realidad, no lo
había sido nunca.
Sé que puede hacerse una objeción comparativa a esta hipótesis, y que precisamente es de índole histórica: el capitán del Titanic también se comportó con extrema incompetencia en el abandono de la
nave, y su pasividad tuvo relación directa con la muerte de millar y
medio de pasajeros; sin embargo, Edward Smith no tenía teléfono móvil.
En 1912 solo había telegrafía de punto-raya en los barcos. Eso
permitiría suponer que, en ese caso, las decisiones erróneas sí fueron
suyas. Quizá lo fueran, desde luego; nada es simple en el mar ni en la
tierra. Pero no por falta de comunicación directa con sus armadores de
la White Star. La noche del iceberg y la tragedia, a bordo del Titanic viajaba el presidente de la compañía naviera. Que estuvo en el puente y sobrevivió ocupando un lugar libre en los botes.