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Textos del escritor aparecidos en diversas publicaciones. El cementerio de los barcos sin nombre.
ARTURO PÉREZ-REVERTE - 31/1/2000
Pues nada. Resulta que en Buenos Aires, interrogado sobre el Borges omnipresente en mi novela La tabla de Flandes,
que además se abre, a modo de epígrafe, con sus versos sobre el jugador
de ajedrez, estuve hablando un rato de la obra del escritor argentino.
Era inmenso y enorme, dije, reconociendo así mi deuda literaria. Salió
luego, a pregunta de un amigo, el Borges más personal: sus filias y
fobias, lo cruelmente que trató a otros escritores, su manifiesto,
público y casi constante desprecio a la lengua falta de recursos en la
que, según afirmaba, no había tenido otro remedio que resignarse a
escribir. Su autobiografía dictada, donde apunta que, tras leerlo
primero en inglés, El Quijote en castellano le pareció "una
mala traducción". El hecho de que hasta que le fue concedido el premio
Cervantes no tuviera una sola palabra amable para lo español. Que
lamentase no haber sido un escritor en lengua inglesa, y que durante
casi toda su vida negase la indiscutible, y felicísima, influencia que
los autores en lengua española, como Quevedo -en su árida prosa- y el
mismo Cervantes tuvieron en su obra, y que escribiera: "los galicismos
son el único aporte serio de España a la cultura occidental". En vista
de lo cual, dije -y lo sostengo- a mí esas actitudes me parecen propias
de un snob. Que en España es una de las variantes que asocio con la
palabra gilipollas.
En Argentina, donde la declaraciones fueron por lo general
recogidas en su contexto, y donde además todo el mundo conoce a Borges
perfectamente, casi nadie se rasgó las vestiduras. A Borges ya lo
habían llamado otras cosas peores, y lo que hubo fue cierta polémica,
unos a favor, y otros en contra; pero sin conmociones y sin ruido
excesivo. Hubo quien dijo que el gilipollas era yo, y también quien
sostuvo que por fin alguien se atrevía a decir en voz alta lo que
muchos argentinos piensan al respecto. Incluso alguien llegó a escribir
que lo mío podía considerarse una boutade borgiana que el propio Borges
podía haber suscrito; y que donde las dan, las toman. Nada de
particular, ninguna crisis. Todos entendieron que mi comentario no
pretendía restar un ápice a la talla literaria del viejo genial y
malvado. Al fin y al cabo, sus ojos se cerraron y el mundo sigue
andando.
En España, sin embargo -aquí todos somos más borgianos
que Borges y más faulknerianos que Faulkner-, la cosa fue diferente. Mi
paisano Jaime Campmany me dio un cariñoso y paternal tirón de orejas.
Otros, los autoerigidos en guardianes de la memoria borgiana -cosa que
uno jamás sospecharía cuando lee lo que escriben- pusieron el grito en
el cielo. Luis Antonio de Villena, por ejemplo, escritor
imprescindible, en pleno soponcio emocional, le pidió prestado el
frasco de las sales al no menos imprescindible Vicente Molina Foix. Y
Francisco Umbral, guardián de todos los centenos sembrados por los
grandes de la literatura -preferiblemente muertos, que se dejan plagiar
sin decir ni pío- me hizo el honor de dedicarme una doble página de
revista, aprovechando la coyuntura para hablar de su autor favorito,
que es él mismo. El planteamiento era previsible: Pérez-Reverte ataca a
Borges. Borges y nosotros estamos en el mismo nivel, Maribel. Luego
Pérez-Reverte nos ataca a nosotros. A las perlas del estilo, a los
artífices de la prosa pura y exquisita. A los herederos de Valle,
Borges, Ramón y Proust. A nosotros, que nos queremos tanto.
Pensaba ahorrarme esta página porque suelo ir a lo
mío, no tomo copas en bares de escritores y lo literariamente correcto
me trae al fresco. Pero ver entrar en danza a Francisco Umbral me ha
hecho, lo confieso, gotear gozosamente el colmillo. Ya tenía yo ganas
de que se me arrancara ese victorino. "Pérez-Reverte -escribe el fino
estilista- ha elegido a Borges como chivo emisario para atacar a todos
los escritores de prosa pura, de creación verbal". Aparte del galicismo
de "chivo emisario" por "chivo expiatorio", comprensible en un borgiano
que desayuna cada mañana leyendo un tomo de Proust -en francés,
supongo-, y de citar mal a Borges al atribuirle después, en una
presunta cita del escritor argentino, un leísmo que Borges -que los
detestaba- no usa pero Umbral sí, amén de "noche mutua" en vez de
"unánime noche" (Ficciones: Las ruinas circulares),
Francisco Umbral mezcla las churras con las merinas para ir donde
pretende y le duele: que la literatura "de asunto" es el cáncer de la
verdadera literatura; y que la verdadera literatura, la novela como
Dios manda, es la farfolla muy bien escrita pero sin nada dentro. El
estilo, chaval. La escultura léxica. O sea.
Uno se hace cargo. Comprendo que debe de ser muy duro
ganarse la vida haciendo magníficos artículos de folio y medio cuando
lo que a uno le gustaría es ser novelista, y vender muchos libros, y
aparecer en las listas de más vendidos. Uno comprende que debe criar
muy mala sangre encontrarse en posesión de una prosa excelente, a veces
perfecta, y sin embargo no ser reconocido como novelista de pata negra;
que por alguna extraña razón, es lo que a la larga da prestigio y da
pasta. Es lógico que cuando Francisco Umbral califica de
"angloaburridos" a novelistas "de asunto" y luego va a firmar a la
Feria del Libro y se encuentra que Javier Marías está firmando con una
cola de cincuenta señoras encantadas y otros tantos caballeros -lo de
las señoras es lo que más mortifica-, y el propio Umbral sólo tiene
seis que pasaban por allí, eso genera muy mala leche. Como que su
antiguo protegido Juan Manuel de Prada, que sí tiene buen estilo y
además cosas que contar, haya escrito Las máscaras del héroe,
que es tal vez la mejor novela española de los últimos veinte años, y
también la novela exacta que Francisco Umbral siempre quiso escribir, y
nunca pudo, o supo. O que a su edad uno tenga que hacerse fotos en
pelotas para promocionar un libro sobre el viagra, y encima no se coma
una rosca. O que esa reciente novela suya medio social y medio
policíaca, descomunal, inmensa, extraordinaria, imperecedera según el
coro de palmeros finos patroneado por Miguel García-Posada y sus
cacheteros, cuyo título -lo juro por mi madre- no consigo recordar en
este momento, y que iba a acabar con todas las novelas publicadas y por
publicar, haya pasado, como puede atestiguar cualquier librero español
-fuera de España nadie sabe quién es Francisco Umbral- por las
librerías, incluídas las más selectas, sin pena ni gloria. Como todas
las demás.
Uno comprende todo eso, porque tal y como están las
cosas, los botines blancos de Valle Inclán, y la sombra de Ramón, y el
bastón de Borges no bastan para saciar a quienes, además de maestros de
periodistas, ambicionan ser considerados, también, maestros de
novelistas. Ahí es donde duele, y lo siento; porque la verdad es que
aquí cabemos todos, y es el lector -que está lejos de ser el imbécil
que Francisco Umbral supone- quien al final decide. Pero ocurre que una
novela es algo muy serio y complejo, que exige largo trabajo,
estructura, esfuerzo y humildad profesional, y no se solventa con un
bello estilo, dos frivolidades y cuatro asuntos expoliados a otros
entre dos columnas en la prensa, una fiesta social y la presentación de
un libro escrito y jaleado por los amiguetes de la Sociedad de Bombos
Mutuos. Y por cierto, ya que tocamos lo del expolio, Francisco Umbral
confiesa que mis novelas, como las de muchos otros, le parecen
aburridas. A mí, sin embargo, las novelas de Francisco Umbral me
parecen divertidísimas, pues paso muy buenos ratos subrayando en ellas
párrafos y asuntos ajenos, de los que tal vez, si me anima, y en este
estilo tosco que me caracteriza, podríamos hablar despacio otro día.
Maestro.