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Textos de Pérez-Reverte

Textos del escritor aparecidos en diversas publicaciones. El cementerio de los barcos sin nombre.

Cómo "Un asunto de honor" se convirtió en "Cachito"

ARTURO PÉREZ-REVERTE | Tarifa - 28/9/1995

Todo empezó en una comida con el productor de cine Antonio Cardenal y su machaca ejecutiva Marta Murube, que son mis amigos desde que Antonio se jugó el patrimonio para meterle mano con Pedro Olea a El maestro de esgrima. Antonio es un tipo grandullón, feo, entrañable y valiente, que tiene la extraña fijación patológica de adquirir, a poco que me descuido -otros coleccionan llaveros-, la mayor parte de los derechos cinematográficos de mis novelas. Acababa de contratarme El club Dumas y habíamos estado manteniendo reuniones con el guionista Anthony Shaffer -aquel de Sommersby y La huella de Mankievicz-, para ver cómo se planteaba el asunto en términos cinematográficos. Shaffer es un inglés encantador pero minucioso, y además no habla una palabra de español; así que después de dos sesiones en el hotel Villamagna de Madrid estábamos hechos polvo, y nos fuimos los tres a reponernos comiendo algo.

Fue a los postres cuando se me ocurrió la cosa. Antonio, a quien le encanta complicarse la vida, acababa de decirme que tenía ganas de producir una película de mediano presupuesto, con acción y jóvenes y música y cosas así, y mientras él hablaba y yo le daba vueltas a un tocino de cielo y un cortado vi de pronto la historia mirándome allí, sobre el mantel: un fulano en un camión, hacia el sur, con camiseta y tejanos, y un yogurcito joven de ojos grandes, a su lado. Bares de carretera y faros de automóviles, una persecución, y una playa con el viento agitando el cabello de ella. Antonio seguía contándome no se qué, pero yo no lo escuchaba. Se me había ido la olla junto al camionero y la niña, y acababa de agregarles tres malos muy de caricatura, que los perseguían para darle emoción a la cosa. Muchas peripecias, peleas, entradas y salidas, la niña tierna que era sabia como todas las mujeres lo son, por instinto; y el chico duro que en el fondo era un infeliz buscándose la ruina. Algo así como érase una vez un yogurcito dulce por fuera y un camionero tierno por dentro que se enamora de ella y se la lleva -o en realidad la sigue-, hasta el final, sabiendo de antemano que el precio va a ser condenadamente alto. Una historia de amor, de carretera. Y de soledad, y ternura. Y de valor, y de coraje, y de muerte. Pero con final feliz.

"Era la más linda Ceniciente que vi nunca...", pensé. Y de pronto miré a Antonio y le dije que iba a escribirle una película. Un relato corto para que alguien le hiciera un guión y lo llevara a la pantalla. Y me puse a improvisar. Recuerdo muy bien la cara de Antonio y Marta cuando empecé a contarles la historia, construyéndola a medida que lo hacía. Al terminar, Antonio me miró a través de sus gafas siempre torcidas y dijo, muy serio:

-Escríbemela ahora mismo, cabrón.

Y me puse a ello, dispuesto a hacer por primera vez en mi vida algo directamente destinado al cine. Se daba la feliz casualidad de que por aquellas fechas Juan Cruz, mi editor de Alfaguara, quería un relato corto, por entregas, para publicar en agosto en el diario El País. El año anterior ya nos habíamos estrenado con La sombra del águila, y Juan estaba dispuesto a repetir folletín, con intención de sacar después la historia en forma de libro. La experiencia de La sombra del águila, con sus pobres desertores españoles oficiando de héroes a la fuerza en la campaña napoleónica de Rusia, había resultado una experiencia divertida, y no me dolía repetir. Pero acababa de empezar La piel del tambor, y le calculaba unas quinientas páginas por término medio. Así que, consciente de que acababa de autosentenciarme a dos años de galeras, le daba largas a mi editor. Lo malo es que cuando a Juan se le mete algo en la cabeza no te lo despegas ni con agua caliente, y el maldito me despertaba de noche fingiendo voces, enviaba anónimos amenazantes y me acorralaba en callejones oscuros. Así que terminé por claudicar, y un día que me desperté más espabilado que otros resolví matar ambos pájaros de un tiro. La historia del camionero se publicaría por entregas, y luego servíría de base para el guión de la película. De ese modo cobraba dos veces por el mismo trabajo, y todos contentos. Así que me puse a trabajar.

Fue una semana de tecla. La historia salió de un tirón, sin más dificultades que las normales, y elegí un tono que permitía escribirla de modo coloquial, rápido, sin detenerse mucho en correcciones ni florituras. La idea era que el papel de Manolo, el protagonista, encajara con Javier Bardem, a quien Antonio Cardenal quería en el papel de camionero. María, el yogurcito, sería una chica joven, de casting. En cuanto al malo, la posibilidad de que el papel recayera sobre Joaquin Almeida -el magnífico marqués de los Alumbres de El maestro de esgrima- me sugirió la idea de convertirlo en el Portugués Almeida, con diente de oro incluido. Antonio estaba dispuesto a que la película la dirigiera Imanol Uribe, que por aquellas fechas acababa de terminar el rodaje de Días contados con adaptación libre de la novela de Juan Madrid. Así que a la hora de describir el personaje de Nati lo dejé abierto para una eventual interpretación a cargo de María Barranco. En lo demás me olvidé por completo del cine y escribí la historia disfrutando muchísimo con ella, y convirtiéndola, de modo ya más personal, en un pequeño homenaje al lenguaje y el mundo carcelario, marginal y cutre, de los amigos y compañeros -macarras, lumis, presidiarios, trileros y prendas varias- que durante cinco años me habían acompañado cada noche de viernes en el programa de RNE La ley de la calle.

La trama la planteé desde el principio como una especie de cuento de hadas de la Cenicienta y el Caballero de Limpio Corazón, con bruja mala, dragón y final feliz. Lo del final feliz era importante, porque Antonio Cardenal me había hecho jurarle por mis muertos más frescos que la gente saldría sonriendo del cine, en plan oye qué bien. Sin embargo, a medida que tecleaba el asunto iba cobrando vida propia; y ocurrió lo que pasa a menudo con este tipo de cosas: algo que te planteas como una simple diversión superficial va encarnándose en otro plano más profundo, y terminas por implicarte a fondo. De ese modo, y sin pretenderlo, el relato se fue llenando de ángulos menos evidentes y de ese humor desgarrado y amargo que ya figuraba en La sombra del aguila. Y Manolo Jarales Campos, un personaje plano al servicio de la idea de una película, se transformó poco a poco en la encarnación de muchas otras cosas a medida que su autor le iba dejando, en riguroso préstamo, ciertos personales puntos de vista sobre el mundo, la mujer, el Destino, y lo que Manolo habría definido como puta vida.

El cuanto a los malos, quise salvar un poco al portugués Almeida. Los cinco años en permanente contacto semanal con chorizos de variopinto pelaje me enseñaron un par de cosas sobre ellos, así que decidí dotarlo de un retorcido sentido del honor, en forma de ese peculiar código que a veces tienen ciertos malandrines. Y en homenaje, sobre todo, a uno de mis mejores amigos: Angel Ejarque Calvo, ex boxeador, ex delincuente profesional, trilero y estafador callejero a base de arte y labia, que se dejó la calle hace seis o siete años y fue, tanto en su vida choricil como en la honrada que lleva desde entonces, uno de los hombres más cabales y cumplidores que he conocido nunca. De ese modo, lo que cuenta en el relato para el Portugués Almeida no es ya tanto el dinero o la virginidad de la niña -el tesoro que codician los piratas- sino ajustar cuentas con su honor mancillado por la pareja fugitiva. El honor del portugués, el honor del camionero, la honra de la niña. El título estaba claro: Un asunto de honor.

Pero, mientras le daba a la tecla, lo del final feliz cada vez lo veía menos claro. Tampoco es que a esas alturas de la historia me preocupara mucho, así que me consolaba diciendo que a la hora de hacer el guión ya se las apañarían otros para que la cosa resultara. Yo tenía clarísimo el final en la playa, Manolo y la niña, la navaja, y la ruina patatera que le había caído encima a mi protagonista. Andaba ya en las últimas líneas, buscando que se me perfilara el toro para rematar. Sin tener muy claro si mi héroe se cargaba al Portugués Almeida e iba al talego, o si el pobre Manolo palmaba allí, en la playa, defendiendo a Trocito y a esa cierta idea de la vida y de sí mismo que había descubierto gracias a ella. De pronto, cuando llegué al momento de la arrancada, me dije: para, muchacho. Has llegado al final. Ahí está. Ya no hay nada más que decir, y lo que cuentes a partir de ahora importa un carajo. Y pensé bueno, pues vale, pues me alegro. Que lo guionistas se las arreglen como puedan.

Se publicó el relato. Entusiasmado con la historia, con ese calor que pone en todo cuanto se le mete entre ceja y ceja, Antonio Cardenal se la pasó a Imanol Uribe para que éste hiciera el guión, y me desentendí del asunto, decidido a mantenerme al margen. Todavía tuvimos una comida Imanol, otro guionista y yo, en El Escorial, para discutir un poco el asunto e intercambiar ideas. Si hay algo que aprendí en el rodaje de El maestro de esgrima es que los autores sólo servimos para incordiar en los rodajes, salvo que seas expresamente requerido para resolver tal o cual situación. Hasta tal punto llega la desconfianza de los directores respecto al padre de la criatura, que algunos incluso ven con malos ojos que sus actores lean el texto original; prefieren que se limiten a la visión de la historia que viene en el guión, a salvo de perniciosas influencias exteriores. No fue ese el caso de Pedro Olea cuando el rodaje de las andanzas de Jaime Astarloa (Omero Antonutti) y Adela de Otero (Assumpta Serna), guión que me fue sometido y en cuya redacción final participé gustoso; pero sí el del productor Ricky Posner y el director Jim MacBride, que rodaron La tabla de Flandes con un guión de Michael Hirst que convertía la segunda mitad de la historia de mi restauradora de arte, el anticuario Cesar y el ajedrecista Muñoz, en un tebeo barato con una trama infantil propia de un telefilme de sobremesa norteamericano. De todas formas, como suelo decir siempre, uno corre esos riesgos cuando le vende una historia al cine. Y cuando vas de remilgado y estrecho, siempre queda el digno recurso de no dejar que nadie haga películas con ella. Así nadie te macula la cosa.

En el caso de Imanol Uribe, procuré no mezclarme para nada, limitándome a discutir las posibilidades de ampliación de de los personajes y de la estructura. Antonio Cardenal y él estaban de acuerdo en que la trama venía definida, y sólo quedaba ampliarla para cubrir la hora y media necesaria para la película. Así que me dediqué a otros asuntos. Al cabo de un tiempo, Antonio me dijo que el título Un asunto de honor era poco cinematográfico, y yo sugerí Trocito. Por fin la cosa quedó en Cachito a instancias de Imanol, por aquello de la canción. Me pareció un buen título.

Pasaron varios meses, y el productor me llamó un día para decirme que el guión estaba listo, pero que había un problema. El problema me lo contaron Imanol y él durante una comida en el restaurante La Ancha de Madrid. Tras el éxito de Días Contados, Uribe acariciaba el proyecto de Sí, Bwana: una película sobre el racismo que pensaba rodar con Andrés Pajares y María Barranco.

-Ahora me apetece mantener una línea como de más seriedad -dijo-, a tono con Días contados. Quizá Cachito tenga un tono de acción, de thriller, demasiado ligero para mí, en este momento.

Antonio Cardenal me miraba sin decir palabra, angustiado, pues Imanol había estado con el guión varios meses antes de comunicarle su cambio de intenciones, y el tiempo se nos echaba encima.

-Pues ten cuidado con el cine trascendente -le dije a Uribe-. Cierto cine demasiado trascendente del que se hace en España suele ser más peligroso que el frívolo. Sobre todo en taquilla.

Imanol aseguró que eso no significaba que él se fuese del proyecto. Iba a seguir trabajando en el guión, cuya primera versión ya estaba lista. Y proponía un nombre para hacerse cargo de la historia: Enrique Urbizu. Un director vasco, joven, que había rodado la excelente Todo por la pasta y después un par de encargos sobre las historias de Carmen Rico Godoy. A Antonio, que a tales alturas se le echaban las fechas encima, le pareció una buena opción. Y a mí también. Así quedaron las cosas.

A los dos días recibí la primera versión del guión, que venía firmada por Imanol Uribe y otros dos guionistas. Lo leí muy despacio, página a página, y me quedé estupefacto. Nada de aquello tenía que ver con la historia que yo había escrito. La tierna historia de amor del camionero y su yogurcito se convertía allí en una sórdida y confusa historia de racismo y puterío, de hijas ocultas, de abuelas y de madres, con fantasmas incluidos, que terminaba con un camión cayéndose -lo juro- desde lo alto del peñón de Gibraltar. Para más inri, la tierna Trocito se había convertido en una pequeña zorra maliciosa con muy mala leche, y en el guión de Imanol, mi ingenuo héroe Manolo no sólo no era ingenuo, sino que estaba a punto de casarse con una novia a la que tenía preñada, y no contento con eso, se calzaba a la niña protagonista la noche antes de su boda, y además borracho.

Leí el texto por segunda vez, porque tal vez me había equivocado y no sabía captar la esencia cinematográfica del evento. Luego cerré el guión y cogí el teléfono para hablar con Antonio Cardenal:

-Ahora ya sé por qué Imanol no quiere hacer la película -dije-. Ha intentado convertir Cachito en una cosa seria, grave, trascendente, con mucho mensaje, y se ha cargado la historia. No tiene nada que ver con la que escribí para ti.

El pobre Antonio estaba hecho polvo.

-¿Y qué hacemos? -preguntó (luego supe que mientras hablábamos intentaba autoestrangularse con el cable del teléfono, sin éxito).

-Pues no sé -dije-. Igual a Imanol le sale una película buenísima, que no lo dudo. Pero para ésto no me necesitabais a mí. De la historia original no ha quedado ni rastro.

Tiene que arreglarse, decía Antonio. Una reunión. Discutir el asunto. Cuéntales lo que no te gusta. El rodaje empieza dentro de tres meses y nos pilla el toro.

Se celebró la reunión en la productora Origen, con asistencia de Imanol, sus dos coguionistas, Antonio Cardenal y sus asesores, y Carmen Dominguez, ex colega de TVE en representación ahora de Antena 3, que coproducía en una pequeña parte y compraba los derechos de antena. Yo expuse mis razones sobre el guión, precisé los puntos en que la historia podía, a mi juicio, recuperar parte de lo perdido, y el equipo de Antonio y los de Antena 3 estuvieron de acuerdo. Imanol y sus guionistas tomaron nota de todo y juraron tenerlo en cuenta. Dos semanas después enviaban otro guión absolutamente idéntico al anterior. Estaba claro que a Imanol, ya pendiente de su otra película, Cachito lo traía al fresco. Entonces me cabreé, y mucho.

-Paso del tema -le dije a Antonio-. La película es vuestra, así que rodad con este guión lo que os de la gana, pero yo no quiero saber nada de ella. Y os prohíbo que utilicéis mi nombre ni siquiera en los créditos. No tiene nada que ver conmigo. Así que agur. Que os vayan dando.

Antonio, siempre fiel y buen amigo, hizo un último intento. Enrique Urbizu, a quien yo aún no conocía, estaba dispuesto a reescribir él sólo todo el guión, y un encuentro entre ambos podía, quizás, enderezar el asunto. Me mandó la cinta de Todo por la pasta, que aún no había visto. La vi y llamé a Antonio:

-Oye, ese Urbizu sabe mover la cámara en escenas de acción como muy poca gente en España. Y en este país, donde a menudo se emplean veinte minutos para contar lo que un director norteamericano resuelve en cuarenta y cinco segundos, la acción no es precisamente estrella de las pantallas.

-Qué me vas a contar a mí -se lamentaba Antonio-. Qué me vas a contar.

Coincidía conmigo en que Urbizu había visto mucho cine norteamericano y lo había visto bien, pero al mismo tiempo era muy español. Así que me picó la curiosidad, fuimos a cenar juntos a un restaurante de Chamberí, y desde el primer momento congenié con aquel joven de pelo recogido en una coleta y botas tejanas, que tenía muy claro el cine que le gustaba hacer y, habiendo leído la historia original, me explicó detalladamente sus proyectos sobre Cachito. Para alivio de Antonio Cardenal, que andaba poniéndole velas a la Virgen y rezando novenas a Santa Gema para salir del punto muerto -habíamos perdido a Javier Bardem con tanto retraso y malentendidos, y sospecho que también porque le hicieron llegar el guión en su primera o segunda versión-, Enrique Urbizu y yo salimos del restaurante tan de acuerdo que al día siguiente emprendíamos en plan Pili y Mili un viaje de tres días en mi coche, para que se ambientara en la historia antes de reescribir el guión maldito.

En realidad, la película Cachito surgió de aquel viaje. Durante mil quinientos kilómetros, basándonos de nuevo en el texto original de Un asunto de honor, recorrimos carreteras, bares de camioneros, puticlubs extremeños, hablamos con los guardias de Tráfico, comimos caña de lomo, tomamos copas a lo largo de la geografía andaluza, y nos lo pasamos, como hubiera dicho Manolo Jarales Campos, de cojón de pato. Un día llegamos a las playas de Tarifa y comprendimos que era allí donde iban a amanecer Cachito y Manolo para que ella viera el mar. Y Enrique, que no conocía Tarifa, se enamoró de aquella ciudad y la metió, por el morro, en su película.

Pocos viajes han dado tanto de sí. De ese salieron escenas, ideas, situaciones cómicas que a veces nos hacían estallar en carcajadas y nos obligaban a detener el coche para no estamparnos contra un camión. La idea del Correcaminos y el Coyote-Portugués-Rafael, el "Ahí estáis, cabrones" del radar de la Guardia Civil, la escena de Rafael con el picoleto de la pantera rosa, el desguace de Lucas, Tarifa de noche, el Mercedes hecho polvo, los muertos más frescos y el clavel y la campana, la impagable escena del señor escuchimizado de la barra poniéndole al malo el pistolón en el careto... Cuando en el amanecer del cuarto día arrié a Enrique en un semáforo de Madrid, supe que Cachito se había salvado.

La prueba me llegó a los pocos días, en el guión magnífico que, tomando como partida el de Uribe, pero manejando todos los ingredientes y recursos presentes en el texto de Un asunto de honor, Enrique Urbizu escribió en un tiempo récord. Antonio Cardenal me envió el tocho y corrió a rezarle al Cristo de Medinaceli, supongo, mientras yo lo leía. Apenas lo hube terminado, lo telefoneé:

-Hay una cosa -dije-. Un chorizo que ha estado en la cárcel no diría nunca "me cago en la sota de oros", sino "me cago en la puta de oros".

-¿Y lo demás? -preguntó Antonio, con un hilo de voz.

-Lo demás es buenísimo. Nunca había leído un guión tan estupendo en mi vida.

Y era cierto. No sentí necesidad de tocar ni una sola coma del texto conseguido por Enrique. Una historia que te enganchaba tanto como una road movie norteamericana bien planteada, pero al mismo tiempo profundamente española, con un humor oportuno, soberbio. Incluso había tenido momentos, durante su lectura, en que la interrumpí riéndome a carcajadas en escenas que eran hallazgos exclusivos de Enrique, como la cocaína en la olla de sopa o cuando el guardia civil lo detiene y empieza a pedirle papeles en plena persecución. Uno de esos guiones que le habría gustado escribir a uno. Y firmarlos.

Después de aquello, el equipo de Origen se lanzó a una frenética actividad para poner en marcha la película: ocho semanas y media de rodaje en Madrid y el sur de Cádiz y un presupuesto de 250 millones, con dos tercios de la película en exteriores. El casting decidido entre Antonio y Enrique resultó excelente: Jorge Perugorría, que arrasaba con Fresa y chocolate y a punto de estrenarse Guantanamera, encarnaría a Manolo en lugar de Bardem. Trocito-Cachito salió de una ardua selección realizada por Enrique hasta dar con los ojazos gitanos de Amara Carmona, que llenaban la pantalla en las pruebas -contar cómo se pactaron las escenas eróticas, bajo estricta supervisión familiar, sería suficiente para escribir una novela-, y daba el aspecto de yogurcito, o petisuis, como quieran, apropiado para la historia. El papel de Nati, para quien Enrique había pensado en Kity Manver (Todo por la pasta), no pudo ser encomendada a ésta porque se hallaba rodando una serie para televisión, pero encontró una extraordinaria intérprete en Elvira Minguez, de quien yo le había hablado con entusiasmo a Cardenal tras verla bordar su papel de etarra en Días contados, y que en Cachito supo dar un contenido perfecto con su personaje hastiado, bronco, a la parte femenina del triángulo de malvados. Un Trío Calaveras maravilloso, que Enrique completó con Aitor Mazo como Porky, y con el que a mi juicio es el hallazgo más genial de la película: Sancho Gracia en el papel tragicómico, violento, estremecedor, hilarante, desaforado, esperpéntico, del Portugués Almeida transformado en Rafael.

Hay que decir en honor de Sancho -y de Enrique Urbizu- que, en cuanto leyó el guión, aceptó hacer el personaje del Portugués-Rafael. La decisión no era baladí, pues Curro Gimenez no había hecho nunca de malo en la pantalla, salvo en la aparición televisiva de El Jarabo. Pero según me contó más tarde, la fuerza del personaje, sus contradicciones, la solidez y el humor del guión lo decidieron a aceptar el desafío.

-Es que este hijoputa de Urbizu -contaba- lo tiene muy claro.

Enrique y él se entendieron de maravilla, lo que no deja de ser singular en un actor veterano con más conchas que la tortuga D'Artagnan y un director que aún no ha cumplido los treinta años. En cuanto a Enrique, con mucho cine clasico de acción norteamericano visto y asimilado de modo impecable, y con una intensa admiración por los también clásicos de la pantalla española, rescatar a Curro Gimenez para el personaje de Rafael en una historia como Cachito le permitía bordear -de ese modo peligroso y entrañable que tanto le gusta- la épica cinematográfica, la acción, el humor, el guiño al espectador, la amalgama de todos los matices y homenajes a nuetro cine de todas las épocas, refundidas y relanzadas en una lectura inteligente que de nada reniega y de todo aprende. No es casual que en esa línea pensara en Sancho para el papel, encomendase a Luis Cuenca el de vigilante del puticlub de Tarifa, o rescatase a la bella y magnífica Sara Mora del cine erótico de los setenta para convertirla, con una cicatriz en la cara, en madre de Cachito veinte años después.

No asistí mucho al rodaje, fiel a mi propósito de autor que debe mantenerse a prudente distancia. Acudí alguna vez al estudio donde Luis Valle, el director artístico que realizó para Pedro Olea los maravillosos interiores de El maestro de esgrima, había construido el burdel donde transcurre la primera parte de la película. Luis, alias Koldo, no era el único miembro del equipo de El maestro que repetía historia mía, y también tuve el placer de encontrar a Alfredo Mayo como director de fotografía, y a Antonio Guillén como machaca de producción sobre el terreno, siempre al borde del agotamiento nervioso. En cuanto a Jorge Perugorría, simpatizamos en seguida cuando lo conocí en plan camionero, encantador, profesional, paseándose con el tatuaje de Cachito en el brazo, como recién salido de las páginas de mi relato, con ese acento cubano que Enrique Urbizu resuelve en la película con una sola frase de Cachito, de modo genial. Y recuerdo la timidez de Amara Carmona cuando me contaba lo impresionada que estaba el primer día que tuvo que rodar una escena con Sancho Gracia:

-Me puse nerviosísima, imagínate... ¡Tenía delante de mí a Curro Giménez!

Antonio Cardenal iba y venía, disfrutando de todo aquello como disfruta en cada película en la que se mete: como un crío con videoconsola nueva. A fin de cuentas, quien pagaba toda aquella maravillosa locura era él. El rodaje prosiguió en una presa de la sierra de Madrid, donde Sancho, colgado del un abismo tras negarse a ser doblado por un especialista, se empeñó en interrumpir una escena para llamarme a su lado y recitarme, sobre el vacío, una escena del Don Juan Tenorio que tenía previsto estrenar el primero de noviembre en un teatro de Madrid:

-No es verdad, ángel de amor...

La última semana transcurrió en Tarifa, rodando de noche, donde la gente acudía en masa a ver a Curro Giménez -los niños le preguntaban dónde estaban los caballos-, y Antxón, el ayudante de dirección, se veía obligado a rogar continuamente al público con un megáfono que no aplaudiesen a Sancho después de cada escena hasta que el director dijese "corten".

Por fin, una mañana en que el viento levantaba espuma a las olas, vi a Jorge Perugorría y a Amara Carmona amanecer en la cabina del camión, en una playa del sur. Y ella abrió esos ojos grandes y negros que tiene y dijo: "el mar". Y Manolo Jarales Campos la miraba con la misma ternura que en el texto que yo había escrito año y medio antes, imaginando esa misma mirada. Y Trocito sonreía con una sonrisa idéntica a la que yo había puesto en sus labios. Y me dije que sí, que el cine te gasta a menudo bromas pesadas. Pero a veces una mujer, una actriz, una mirada, un amanecer filmado por un equipo de gente silenciosa tras una cámara, pueden encarnar con absoluta precisión, con fidelidad, el momento mágico, fugaz, de la historia que una vez soñaste.