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Textos del escritor aparecidos en diversas publicaciones. El cementerio de los barcos sin nombre.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | Tarifa - 28/9/1995
Todo empezó en una comida con el productor de cine Antonio Cardenal y
su machaca ejecutiva Marta Murube, que son mis amigos desde que Antonio
se jugó el patrimonio para meterle mano con Pedro Olea a El maestro de esgrima.
Antonio es un tipo grandullón, feo, entrañable y valiente, que tiene la
extraña fijación patológica de adquirir, a poco que me descuido -otros
coleccionan llaveros-, la mayor parte de los derechos cinematográficos
de mis novelas. Acababa de contratarme El club Dumas y habíamos estado manteniendo reuniones con el guionista Anthony Shaffer -aquel de Sommersby y La huella de Mankievicz-,
para ver cómo se planteaba el asunto en términos cinematográficos.
Shaffer es un inglés encantador pero minucioso, y además no habla una
palabra de español; así que después de dos sesiones en el hotel
Villamagna de Madrid estábamos hechos polvo, y nos fuimos los tres a
reponernos comiendo algo.
Fue a los postres cuando se me ocurrió la cosa.
Antonio, a quien le encanta complicarse la vida, acababa de decirme que
tenía ganas de producir una película de mediano presupuesto, con acción
y jóvenes y música y cosas así, y mientras él hablaba y yo le daba
vueltas a un tocino de cielo y un cortado vi de pronto la historia
mirándome allí, sobre el mantel: un fulano en un camión, hacia el sur,
con camiseta y tejanos, y un yogurcito joven de ojos grandes, a su
lado. Bares de carretera y faros de automóviles, una persecución, y una
playa con el viento agitando el cabello de ella. Antonio seguía
contándome no se qué, pero yo no lo escuchaba. Se me había ido la olla
junto al camionero y la niña, y acababa de agregarles tres malos muy de
caricatura, que los perseguían para darle emoción a la cosa. Muchas
peripecias, peleas, entradas y salidas, la niña tierna que era sabia
como todas las mujeres lo son, por instinto; y el chico duro que en el
fondo era un infeliz buscándose la ruina. Algo así como érase una vez
un yogurcito dulce por fuera y un camionero tierno por dentro que se
enamora de ella y se la lleva -o en realidad la sigue-, hasta el final,
sabiendo de antemano que el precio va a ser condenadamente alto. Una
historia de amor, de carretera. Y de soledad, y ternura. Y de valor, y
de coraje, y de muerte. Pero con final feliz.
"Era la más linda Ceniciente que vi nunca...", pensé.
Y de pronto miré a Antonio y le dije que iba a escribirle una película.
Un relato corto para que alguien le hiciera un guión y lo llevara a la
pantalla. Y me puse a improvisar. Recuerdo muy bien la cara de Antonio
y Marta cuando empecé a contarles la historia, construyéndola a medida
que lo hacía. Al terminar, Antonio me miró a través de sus gafas
siempre torcidas y dijo, muy serio:
-Escríbemela ahora mismo, cabrón.
Y
me puse a ello, dispuesto a hacer por primera vez en mi vida algo
directamente destinado al cine. Se daba la feliz casualidad de que por
aquellas fechas Juan Cruz, mi editor de Alfaguara, quería un relato
corto, por entregas, para publicar en agosto en el diario El País. El año anterior ya nos habíamos estrenado con La sombra del águila, y Juan estaba dispuesto a repetir folletín, con intención de sacar después la historia en forma de libro. La experiencia de La sombra del águila,
con sus pobres desertores españoles oficiando de héroes a la fuerza en
la campaña napoleónica de Rusia, había resultado una experiencia
divertida, y no me dolía repetir. Pero acababa de empezar La piel del tambor,
y le calculaba unas quinientas páginas por término medio. Así que,
consciente de que acababa de autosentenciarme a dos años de galeras, le
daba largas a mi editor. Lo malo es que cuando a Juan se le mete algo
en la cabeza no te lo despegas ni con agua caliente, y el maldito me
despertaba de noche fingiendo voces, enviaba anónimos amenazantes y me
acorralaba en callejones oscuros. Así que terminé por claudicar, y un
día que me desperté más espabilado que otros resolví matar ambos
pájaros de un tiro. La historia del camionero se publicaría por
entregas, y luego servíría de base para el guión de la película. De ese
modo cobraba dos veces por el mismo trabajo, y todos contentos. Así que
me puse a trabajar.
Fue una semana de tecla. La historia salió de un
tirón, sin más dificultades que las normales, y elegí un tono que
permitía escribirla de modo coloquial, rápido, sin detenerse mucho en
correcciones ni florituras. La idea era que el papel de Manolo, el
protagonista, encajara con Javier Bardem, a quien Antonio Cardenal
quería en el papel de camionero. María, el yogurcito, sería una chica
joven, de casting. En cuanto al malo, la posibilidad de que el papel
recayera sobre Joaquin Almeida -el magnífico marqués de los Alumbres de
El maestro de esgrima-
me sugirió la idea de convertirlo en el Portugués Almeida, con diente
de oro incluido. Antonio estaba dispuesto a que la película la
dirigiera Imanol Uribe, que por aquellas fechas acababa de terminar el
rodaje de Días contados con adaptación libre de la novela de
Juan Madrid. Así que a la hora de describir el personaje de Nati lo
dejé abierto para una eventual interpretación a cargo de María
Barranco. En lo demás me olvidé por completo del cine y escribí la
historia disfrutando muchísimo con ella, y convirtiéndola, de modo ya
más personal, en un pequeño homenaje al lenguaje y el mundo carcelario,
marginal y cutre, de los amigos y compañeros -macarras, lumis,
presidiarios, trileros y prendas varias- que durante cinco años me
habían acompañado cada noche de viernes en el programa de RNE La ley de la calle.
La trama la planteé desde el principio como una especie de cuento de
hadas de la Cenicienta y el Caballero de Limpio Corazón, con bruja
mala, dragón y final feliz. Lo del final feliz era importante, porque
Antonio Cardenal me había hecho jurarle por mis muertos más frescos que
la gente saldría sonriendo del cine, en plan oye qué bien. Sin embargo,
a medida que tecleaba el asunto iba cobrando vida propia; y ocurrió lo
que pasa a menudo con este tipo de cosas: algo que te planteas como una
simple diversión superficial va encarnándose en otro plano más
profundo, y terminas por implicarte a fondo. De ese modo, y sin
pretenderlo, el relato se fue llenando de ángulos menos evidentes y de
ese humor desgarrado y amargo que ya figuraba en La sombra del aguila.
Y Manolo Jarales Campos, un personaje plano al servicio de la idea de
una película, se transformó poco a poco en la encarnación de muchas
otras cosas a medida que su autor le iba dejando, en riguroso préstamo,
ciertos personales puntos de vista sobre el mundo, la mujer, el
Destino, y lo que Manolo habría definido como puta vida.
El cuanto a los malos, quise salvar un poco al
portugués Almeida. Los cinco años en permanente contacto semanal con
chorizos de variopinto pelaje me enseñaron un par de cosas sobre ellos,
así que decidí dotarlo de un retorcido sentido del honor, en forma de
ese peculiar código que a veces tienen ciertos malandrines. Y en
homenaje, sobre todo, a uno de mis mejores amigos: Angel Ejarque Calvo,
ex boxeador, ex delincuente profesional, trilero y estafador callejero
a base de arte y labia, que se dejó la calle hace seis o siete años y
fue, tanto en su vida choricil como en la honrada que lleva desde
entonces, uno de los hombres más cabales y cumplidores que he conocido
nunca. De ese modo, lo que cuenta en el relato para el Portugués
Almeida no es ya tanto el dinero o la virginidad de la niña -el tesoro
que codician los piratas- sino ajustar cuentas con su honor mancillado
por la pareja fugitiva. El honor del portugués, el honor del camionero,
la honra de la niña. El título estaba claro: Un asunto de honor.
Pero, mientras le daba a la tecla, lo del final feliz cada vez lo veía
menos claro. Tampoco es que a esas alturas de la historia me preocupara
mucho, así que me consolaba diciendo que a la hora de hacer el guión ya
se las apañarían otros para que la cosa resultara. Yo tenía clarísimo
el final en la playa, Manolo y la niña, la navaja, y la ruina patatera
que le había caído encima a mi protagonista. Andaba ya en las últimas
líneas, buscando que se me perfilara el toro para rematar. Sin tener
muy claro si mi héroe se cargaba al Portugués Almeida e iba al talego,
o si el pobre Manolo palmaba allí, en la playa, defendiendo a Trocito y
a esa cierta idea de la vida y de sí mismo que había descubierto
gracias a ella. De pronto, cuando llegué al momento de la arrancada, me
dije: para, muchacho. Has llegado al final. Ahí está. Ya no hay nada
más que decir, y lo que cuentes a partir de ahora importa un carajo. Y
pensé bueno, pues vale, pues me alegro. Que lo guionistas se las
arreglen como puedan.
Se publicó el relato. Entusiasmado con la historia,
con ese calor que pone en todo cuanto se le mete entre ceja y ceja,
Antonio Cardenal se la pasó a Imanol Uribe para que éste hiciera el
guión, y me desentendí del asunto, decidido a mantenerme al margen.
Todavía tuvimos una comida Imanol, otro guionista y yo, en El Escorial,
para discutir un poco el asunto e intercambiar ideas. Si hay algo que
aprendí en el rodaje de El maestro de esgrima es que los autores sólo servimos para incordiar en los rodajes, salvo
que seas expresamente requerido para resolver tal o cual situación.
Hasta tal punto llega la desconfianza de los directores respecto al
padre de la criatura, que algunos incluso ven con malos ojos que sus
actores lean el texto original; prefieren que se limiten a la visión de
la historia que viene en el guión, a salvo de perniciosas influencias
exteriores. No fue ese el caso de Pedro Olea cuando el rodaje de las
andanzas de Jaime Astarloa (Omero Antonutti) y Adela de Otero (Assumpta
Serna), guión que me fue sometido y en cuya redacción final participé
gustoso; pero sí el del productor Ricky Posner y el director Jim
MacBride, que rodaron La tabla de Flandes con un guión de
Michael Hirst que convertía la segunda mitad de la historia de mi
restauradora de arte, el anticuario Cesar y el ajedrecista Muñoz, en un
tebeo barato con una trama infantil propia de un telefilme de sobremesa
norteamericano. De todas formas, como suelo decir siempre, uno corre
esos riesgos cuando le vende una historia al cine. Y cuando vas de
remilgado y estrecho, siempre queda el digno recurso de no dejar que
nadie haga películas con ella. Así nadie te macula la cosa.
En el caso de Imanol Uribe, procuré no mezclarme para
nada, limitándome a discutir las posibilidades de ampliación de de los
personajes y de la estructura. Antonio Cardenal y él estaban de acuerdo
en que la trama venía definida, y sólo quedaba ampliarla para cubrir la
hora y media necesaria para la película. Así que me dediqué a otros
asuntos. Al cabo de un tiempo, Antonio me dijo que el título Un asunto de honor era poco cinematográfico, y yo sugerí Trocito. Por fin la cosa quedó en Cachito a instancias de Imanol, por aquello de la canción. Me pareció un buen título.
Pasaron varios meses, y el productor me llamó un día para decirme que
el guión estaba listo, pero que había un problema. El problema me lo
contaron Imanol y él durante una comida en el restaurante La Ancha de
Madrid. Tras el éxito de Días Contados, Uribe acariciaba el proyecto de Sí, Bwana: una película sobre el racismo que pensaba rodar con Andrés Pajares y María Barranco.
-Ahora me apetece mantener una línea como de más seriedad -dijo-, a tono con Días contados. Quizá Cachito tenga un tono de acción, de thriller, demasiado ligero para mí, en este momento.
Antonio Cardenal me miraba sin decir palabra, angustiado, pues Imanol
había estado con el guión varios meses antes de comunicarle su cambio
de intenciones, y el tiempo se nos echaba encima.
-Pues ten cuidado con el cine trascendente -le dije a
Uribe-. Cierto cine demasiado trascendente del que se hace en España
suele ser más peligroso que el frívolo. Sobre todo en taquilla.
Imanol aseguró que eso no significaba que él se fuese
del proyecto. Iba a seguir trabajando en el guión, cuya primera versión
ya estaba lista. Y proponía un nombre para hacerse cargo de la
historia: Enrique Urbizu. Un director vasco, joven, que había rodado la
excelente Todo por la pasta y después un par de encargos sobre las historias de Carmen Rico Godoy.
A Antonio, que a tales alturas se le echaban las fechas encima, le
pareció una buena opción. Y a mí también. Así quedaron las cosas.
A los dos días recibí la primera versión del guión,
que venía firmada por Imanol Uribe y otros dos guionistas. Lo leí muy
despacio, página a página, y me quedé estupefacto. Nada de aquello
tenía que ver con la historia que yo había escrito. La tierna historia
de amor del camionero y su yogurcito se convertía allí en una sórdida y
confusa historia de racismo y puterío, de hijas ocultas, de abuelas y
de madres, con fantasmas incluidos, que terminaba con un camión
cayéndose -lo juro- desde lo alto del peñón de Gibraltar. Para más
inri, la tierna Trocito se había convertido en una pequeña zorra
maliciosa con muy mala leche, y en el guión de Imanol, mi ingenuo héroe
Manolo no sólo no era ingenuo, sino que estaba a punto de casarse con
una novia a la que tenía preñada, y no contento con eso, se calzaba a
la niña protagonista la noche antes de su boda, y además borracho.
Leí el texto por segunda vez, porque tal vez me había
equivocado y no sabía captar la esencia cinematográfica del evento.
Luego cerré el guión y cogí el teléfono para hablar con Antonio
Cardenal:
-Ahora ya sé por qué Imanol no quiere hacer la película -dije-. Ha intentado convertir Cachito en una cosa seria, grave, trascendente, con mucho mensaje, y se ha
cargado la historia. No tiene nada que ver con la que escribí para ti.
El pobre Antonio estaba hecho polvo.
-¿Y qué hacemos? -preguntó (luego supe que mientras hablábamos
intentaba autoestrangularse con el cable del teléfono, sin éxito).
-Pues no sé -dije-. Igual a Imanol le sale una
película buenísima, que no lo dudo. Pero para ésto no me necesitabais a
mí. De la historia original no ha quedado ni rastro.
Tiene que arreglarse, decía Antonio. Una reunión.
Discutir el asunto. Cuéntales lo que no te gusta. El rodaje empieza
dentro de tres meses y nos pilla el toro.
Se celebró la reunión en la productora Origen, con
asistencia de Imanol, sus dos coguionistas, Antonio Cardenal y sus
asesores, y Carmen Dominguez, ex colega de TVE en representación ahora
de Antena 3, que coproducía en una pequeña parte y compraba los
derechos de antena. Yo expuse mis razones sobre el guión, precisé los
puntos en que la historia podía, a mi juicio, recuperar parte de lo
perdido, y el equipo de Antonio y los de Antena 3 estuvieron de
acuerdo. Imanol y sus guionistas tomaron nota de todo y juraron tenerlo
en cuenta. Dos semanas después enviaban otro guión absolutamente
idéntico al anterior. Estaba claro que a Imanol, ya pendiente de su
otra película, Cachito lo traía al fresco. Entonces me cabreé, y mucho.
-Paso del tema -le dije a Antonio-. La película es vuestra, así que
rodad con este guión lo que os de la gana, pero yo no quiero saber nada
de ella. Y os prohíbo que utilicéis mi nombre ni siquiera en los
créditos. No tiene nada que ver conmigo. Así que agur. Que os vayan
dando.
Antonio, siempre fiel y buen amigo, hizo un último
intento. Enrique Urbizu, a quien yo aún no conocía, estaba dispuesto a
reescribir él sólo todo el guión, y un encuentro entre ambos podía,
quizás, enderezar el asunto. Me mandó la cinta de Todo por la pasta, que aún no había visto. La vi y llamé a Antonio:
-Oye, ese Urbizu sabe mover la cámara en escenas de acción como muy
poca gente en España. Y en este país, donde a menudo se emplean veinte
minutos para contar lo que un director norteamericano resuelve en
cuarenta y cinco segundos, la acción no es precisamente estrella de las
pantallas.
-Qué me vas a contar a mí -se lamentaba Antonio-. Qué me vas a contar.
Coincidía conmigo en que Urbizu había visto mucho cine norteamericano y
lo había visto bien, pero al mismo tiempo era muy español. Así que me
picó la curiosidad, fuimos a cenar juntos a un restaurante de Chamberí,
y desde el primer momento congenié con aquel joven de pelo recogido en
una coleta y botas tejanas, que tenía muy claro el cine que le gustaba
hacer y, habiendo leído la historia original, me explicó detalladamente
sus proyectos sobre Cachito.
Para alivio de Antonio Cardenal, que andaba poniéndole velas a la
Virgen y rezando novenas a Santa Gema para salir del punto muerto
-habíamos perdido a Javier Bardem con tanto retraso y malentendidos, y
sospecho que también porque le hicieron llegar el guión en su primera o
segunda versión-, Enrique Urbizu y yo salimos del restaurante tan de
acuerdo que al día siguiente emprendíamos en plan Pili y Mili un viaje
de tres días en mi coche, para que se ambientara en la historia antes
de reescribir el guión maldito.
En realidad, la película Cachito surgió de aquel viaje. Durante mil quinientos kilómetros, basándonos de nuevo en el texto original de Un asunto de honor,
recorrimos carreteras, bares de camioneros, puticlubs extremeños,
hablamos con los guardias de Tráfico, comimos caña de lomo, tomamos
copas a lo largo de la geografía andaluza, y nos lo pasamos, como
hubiera dicho Manolo Jarales Campos, de cojón de pato. Un día llegamos
a las playas de Tarifa y comprendimos que era allí donde iban a
amanecer Cachito y Manolo para que ella viera el mar. Y Enrique, que no
conocía Tarifa, se enamoró de aquella ciudad y la metió, por el morro,
en su película.
Pocos viajes han dado tanto de sí. De ese salieron
escenas, ideas, situaciones cómicas que a veces nos hacían estallar en
carcajadas y nos obligaban a detener el coche para no estamparnos
contra un camión. La idea del Correcaminos y el
Coyote-Portugués-Rafael, el "Ahí estáis, cabrones" del radar de la
Guardia Civil, la escena de Rafael con el picoleto de la pantera rosa,
el desguace de Lucas, Tarifa de noche, el Mercedes hecho polvo, los
muertos más frescos y el clavel y la campana, la impagable escena del
señor escuchimizado de la barra poniéndole al malo el pistolón en el
careto... Cuando en el amanecer del cuarto día arrié a Enrique en un
semáforo de Madrid, supe que Cachito se había salvado.
La prueba me llegó a los pocos días, en el guión magnífico que, tomando
como partida el de Uribe, pero manejando todos los ingredientes y
recursos presentes en el texto de Un asunto de honor,
Enrique Urbizu escribió en un tiempo récord. Antonio Cardenal me envió
el tocho y corrió a rezarle al Cristo de Medinaceli, supongo, mientras
yo lo leía. Apenas lo hube terminado, lo telefoneé:
-Hay una cosa -dije-. Un chorizo que ha estado en la
cárcel no diría nunca "me cago en la sota de oros", sino "me cago en la
puta de oros".
-¿Y lo demás? -preguntó Antonio, con un hilo de voz.
-Lo demás es buenísimo. Nunca había leído un guión tan estupendo en mi vida.
Y era cierto. No sentí necesidad de tocar ni una sola coma del texto
conseguido por Enrique. Una historia que te enganchaba tanto como una
road movie norteamericana bien planteada, pero al mismo tiempo
profundamente española, con un humor oportuno, soberbio. Incluso había
tenido momentos, durante su lectura, en que la interrumpí riéndome a
carcajadas en escenas que eran hallazgos exclusivos de Enrique, como la
cocaína en la olla de sopa o cuando el guardia civil lo detiene y
empieza a pedirle papeles en plena persecución. Uno de esos guiones que
le habría gustado escribir a uno. Y firmarlos.
Después de aquello, el equipo de Origen se lanzó a una
frenética actividad para poner en marcha la película: ocho semanas y
media de rodaje en Madrid y el sur de Cádiz y un presupuesto de 250
millones, con dos tercios de la película en exteriores. El casting
decidido entre Antonio y Enrique resultó excelente: Jorge Perugorría,
que arrasaba con Fresa y chocolate y a punto de estrenarse Guantanamera,
encarnaría a Manolo en lugar de Bardem. Trocito-Cachito salió de una
ardua selección realizada por Enrique hasta dar con los ojazos gitanos
de Amara Carmona, que llenaban la pantalla en las pruebas -contar cómo
se pactaron las escenas eróticas, bajo estricta supervisión familiar,
sería suficiente para escribir una novela-, y daba el aspecto de
yogurcito, o petisuis, como quieran, apropiado para la historia. El
papel de Nati, para quien Enrique había pensado en Kity Manver (Todo por la pasta),
no pudo ser encomendada a ésta porque se hallaba rodando una serie para
televisión, pero encontró una extraordinaria intérprete en Elvira
Minguez, de quien yo le había hablado con entusiasmo a Cardenal tras
verla bordar su papel de etarra en Días contados, y que en Cachito supo dar un contenido perfecto con su personaje hastiado, bronco, a la
parte femenina del triángulo de malvados. Un Trío Calaveras
maravilloso, que Enrique completó con Aitor Mazo como Porky, y con el
que a mi juicio es el hallazgo más genial de la película: Sancho Gracia
en el papel tragicómico, violento, estremecedor, hilarante, desaforado,
esperpéntico, del Portugués Almeida transformado en Rafael.
Hay que decir en honor de Sancho -y de Enrique Urbizu-
que, en cuanto leyó el guión, aceptó hacer el personaje del
Portugués-Rafael. La decisión no era baladí, pues Curro Gimenez no
había hecho nunca de malo en la pantalla, salvo en la aparición
televisiva de El Jarabo. Pero según me contó más tarde, la fuerza del
personaje, sus contradicciones, la solidez y el humor del guión lo
decidieron a aceptar el desafío.
-Es que este hijoputa de Urbizu -contaba- lo tiene muy claro.
Enrique y él se entendieron de maravilla, lo que no deja de ser
singular en un actor veterano con más conchas que la tortuga D'Artagnan
y un director que aún no ha cumplido los treinta años. En cuanto a
Enrique, con mucho cine clasico de acción norteamericano visto y
asimilado de modo impecable, y con una intensa admiración por los
también clásicos de la pantalla española, rescatar a Curro Gimenez para
el personaje de Rafael en una historia como Cachito le permitía bordear -de ese modo peligroso y entrañable que tanto le
gusta- la épica cinematográfica, la acción, el humor, el guiño al
espectador, la amalgama de todos los matices y homenajes a nuetro cine
de todas las épocas, refundidas y relanzadas en una lectura inteligente
que de nada reniega y de todo aprende. No es casual que en esa línea
pensara en Sancho para el papel, encomendase a Luis Cuenca el de
vigilante del puticlub de Tarifa, o rescatase a la bella y magnífica
Sara Mora del cine erótico de los setenta para convertirla, con una
cicatriz en la cara, en madre de Cachito veinte años después.
No asistí mucho al rodaje, fiel a mi propósito de autor que debe
mantenerse a prudente distancia. Acudí alguna vez al estudio donde Luis
Valle, el director artístico que realizó para Pedro Olea los
maravillosos interiores de El maestro de esgrima,
había construido el burdel donde transcurre la primera parte de la
película. Luis, alias Koldo, no era el único miembro del equipo de El maestro que repetía historia mía, y también tuve el placer de encontrar a
Alfredo Mayo como director de fotografía, y a Antonio Guillén como
machaca de producción sobre el terreno, siempre al borde del
agotamiento nervioso. En cuanto a Jorge Perugorría, simpatizamos en
seguida cuando lo conocí en plan camionero, encantador, profesional,
paseándose con el tatuaje de Cachito en el brazo, como recién
salido de las páginas de mi relato, con ese acento cubano que Enrique
Urbizu resuelve en la película con una sola frase de Cachito,
de modo genial. Y recuerdo la timidez de Amara Carmona cuando me
contaba lo impresionada que estaba el primer día que tuvo que rodar una
escena con Sancho Gracia:
-Me puse nerviosísima, imagínate... ¡Tenía delante de mí a Curro Giménez!
Antonio Cardenal iba y venía, disfrutando de todo aquello como disfruta
en cada película en la que se mete: como un crío con videoconsola
nueva. A fin de cuentas, quien pagaba toda aquella maravillosa locura
era él. El rodaje prosiguió en una presa de la sierra de Madrid, donde
Sancho, colgado del un abismo tras negarse a ser doblado por un
especialista, se empeñó en interrumpir una escena para llamarme a su
lado y recitarme, sobre el vacío, una escena del Don Juan Tenorio que
tenía previsto estrenar el primero de noviembre en un teatro de Madrid:
-No es verdad, ángel de amor...
La
última semana transcurrió en Tarifa, rodando de noche, donde la gente
acudía en masa a ver a Curro Giménez -los niños le preguntaban dónde
estaban los caballos-, y Antxón, el ayudante de dirección, se veía
obligado a rogar continuamente al público con un megáfono que no
aplaudiesen a Sancho después de cada escena hasta que el director
dijese "corten".
Por fin, una mañana en que el viento levantaba espuma
a las olas, vi a Jorge Perugorría y a Amara Carmona amanecer en la
cabina del camión, en una playa del sur. Y ella abrió esos ojos grandes
y negros que tiene y dijo: "el mar". Y Manolo Jarales Campos la miraba
con la misma ternura que en el texto que yo había escrito año y medio
antes, imaginando esa misma mirada. Y Trocito sonreía con una sonrisa
idéntica a la que yo había puesto en sus labios. Y me dije que sí, que
el cine te gasta a menudo bromas pesadas. Pero a veces una mujer, una
actriz, una mirada, un amanecer filmado por un equipo de gente
silenciosa tras una cámara, pueden encarnar con absoluta precisión, con
fidelidad, el momento mágico, fugaz, de la historia que una vez
soñaste.