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Textos del escritor aparecidos en diversas publicaciones. El cementerio de los barcos sin nombre.
Los ojos de la guerra, editado en 2001 en memoria de Miguel Gil Moreno. - 05/9/2018
Eran las siete de la mañana y Jose Luis Márquez telefoneaba desde Israel: "Tío, acaban de cargarse a Miguel en Sierra Leona". Le respondí que sí, que ya lo sabía. Que acababa de decirlo la radio, y que yo me había levantado a echarme agua por la cara y luego estuve mirándome el careto mojado, de hito en hito, como para asegurarme de que estaba, maldita sea, despierto del todo. Nadie había contado pormenores todavía, pero Márquez y yo mismo y todos los del oficio, jubilados o en activo, podíamos imaginar sin problemas los detalles. Procedimiento habitual: una emboscada en pleno territorio comanche, en esa inmensa y enloquecida casa de putas que son las guerras en África. Miguel y Kurt Schork -buenos días, buenas noches, préstame un par de pilas para la linterna, Holiday Inn de Sarajevo, agencia Reuter, dos puertas más allá en el mismo pasillo, aquella intérprete bosnia y morena que más de uno le envidiábamos-, buscando lo que buscas siempre: una historia, una imagen. Todo eso en plena y literal merienda de negros. Ni un ruido, ni un alma, y Miguel y el otro intentando llegar a alguna parte mientras se ganan el jornal. Y de pronto, tacatacatá. Achicharrados los dos sin decir esta boca es mía. Por suerte, apuntaba Márquez, los pillaron así y no vivos. Se tarda mucho más en morir macheteado, comentó con su voz de carraca vieja. Ya sabes: chas, chas, y mientras tanto dices muchas veces ay. Luego Márquez se despidió -a él acababan de abrirle la cabeza de un ladrillazo en plena intifada, donde tenía la desgracia de seguir currando con la Niña Rodicio- y yo me quedé pensando lo que pienso a menudo: que Márquez sólo es duro por fuera, y que esa mañana se le notaba muy requetejodido por Miguel. Por nuestro Miguelito. Han rescatado el cuerpo, dijo antes de colgar. Así que cuando lo devuelvan a Barcelona, mándale una corona tuya y mía. O mejor ve al entierro. Contesté sí, claro que iré. Pero la verdad es que no pensaba ir. No me consideraba con los suficientes cojones para ponerme delante de Pato, su madre. Aunque luego, claro, al final fui. En realidad lo que de verdad no tuve fueron cojones para no ir.
Recuerdo eso. Que al colgar el teléfono después de hablar con Márquez
me quedé con la cara mojada mirándome al espejo, las arrugas y las
canas que ya me asoman. Qué cosas, me dije. Veintiún años de lo mismo, y
tú aquí, jubilado, y él allí donde está ahora, con todo por vivir y ya
ves. Nunca llegará a mirarse estas arrugas y estas canas. Y estuve así
un rato largo, el grifo abierto, muy callado y muy quieto, recordando al
tipo alto, muy educado, que se nos acercó una noche a Márquez y a mí en
un bar de Split pidiendo que lo dejáramos acompañarnos en su moto a la
guerra, porque estaba harto de coger el autobús para ir a trabajar como
abogado en Barcelona. Eso dijo. Harto. No dijo hasta los huevos porque
siempre fue un chico educado, hasta el final. Eso formaba parte de su
encanto: un caballero en un mundo de asesinos, de zumbados y de
canallas. Dijo harto, y sonreía al decirlo como luego supimos que
sonreía siempre, enseñando el agujero de un diente que le faltaba, con
una mueca que le daba el aire de un monje ascético o un soldado viejo.
Era como esos veteranos que lo son antes de que les peguen el primer
tiro, tal vez porque llevan -a lo mejor es fácil decirlo ahora, a toro
pasado- algo así como su destino impreso en la cara, o en los ojos, o en
la sonrisa. Quiero decir que en las guerras, entre periodistas, a veces
te tropiezas con tipos que piensas que a lo mejor un día los pueden
matar o no, y con otros a los que desde el primer momento sabes que a
esos no los van a matar nunca. Pasa como con ciertos toreros. Y Miguel
era de los primeros. De los que pueden matar o no matar, según salgan
las cartas que te da la vida, y que luego a veces resulta que los matan.
Como Márquez, o Gerva, o Julio Fuentes (*), o Alfonso Rojo, o tantos
otros a los que todavía no ha matado nadie. Me refiero a los que están
vivos simplemente porque no salió su número, no porque cuenten la guerra
desde los bares de los hoteles o desde los campos de refugiados como
hacen los que miran, o sonríen, o se callan de manera diferente.
Miguel
Gil Moreno. Un tipo que tres días más tarde había tenido su bautismo de
fuego y era nuestro ahijado y nuestro amigo, y a quien -él llegó cuando
yo casi me iba- describí así en Territorio comanche, pocos meses después:«Miguel
era un abogado de Barcelona que había cambiado la toga por el
periodismo, y se paseaba de un lado para otro, por la guerra, en una
moto de trial de 650 cc. Era su primer conflicto bélico y se lo tomaba
todo muy a pecho porque aún vivía esa edad en que un periodista cree en
buenos y malos y se enamora de las causas perdidas, las mujeres y las
guerras. Era valiente, orgulloso y cortés: nunca le pedía nada a nadie,
hablaba a todo el mundo de usted y era muy cuidadoso con el lenguaje.
Miguel había conseguido, nadie supo cómo, una acreditación de prensa con
una carta de la revista Solo Moto, y ahora mandaba excelentes crónicas desde la primera línea a El Mundo y a diarios de provincias, utilizando el teléfono satélite del Cuarto
Cuerpo de la Armija. Mientras otros periodistas contaban la guerra desde
hoteles, él vivía casi todo el tiempo en Mostar, y cada vez salía y
regresaba con medicinas para los niños. Se lo encontraban entre los
escombros, con un pañuelo verde en torno a la frente, alto, flaco y sin
afeitar, con los ojos enrojecidos y esa mirada inconfundible que se les
pone a quienes recorren los mil metros más largos de su vida: mil metros
que ya siempre los mantendrán lejos de aquellos a quienes nunca les ha
disparado nadie. Lo apodaban El Muyahidín porque con su pelo negro y su
nariz aquilina parecía más musulmán que los propios bosnios. Después,
cuando se quedaba sin un duro y le ofrecían el Intersat de TVE para
llamar a casa, su madre le daba unas broncas espantosas».
Ahora releo esas líneas y me quedo absorto, con una incómoda congoja dentro, y pienso que ya han pasado ocho años desde que Miguel Gil Moreno se presentó aquella noche en Split, y que su carrera fue como él quiso que fuera: dura, rápida, brillante y peligrosa. A veces, cuando me vienen los jovencitos diciendo que qué hay que hacer para ser reporteros de guerra, antes de mandarlos a hacer puñetas les digo que se busquen la vida como se la buscó Miguel, que no andaba por ahí preguntándoselo a nadie. Luego, si vales para eso, o te matan o te haces una reputación, aunque también puede ocurrir que te hagas una reputación y además te maten. Miguel ya tenía esa reputación cuando lo mataron. Empezó como chófer de periodistas, luego cogió una cámara para ir a sitios donde nadie se atrevía a ir, y al fin la reputación se hizo leyenda asumiendo riesgos enormes en zonas muy difíciles, trabajando por cuatro duros para las televisiones inglesas. Tuvo lo que quería tener, y lo tuvo rápida e intensamente: amistad, amor, aventura. Tuvo muchos amigos que lo envidiaron, muchos que lo quisieron, y un par de mujeres bellas que lo amaron. Una de ellas, Elida -dos veces viuda en un año, por cierto, pues acaban de matar en Kosovo a su segundo hombre, el reportero Kerem Lawson-, estaba en su entierro, enlutada y llorando, el día que lo bajaron la fosa dentro de una caja. Camarógrafo de guerra de la Associated Press TV, a Miguel le gustaba trabajar solo, le dieron en premio Rory Peck por sus imágenes de Kosovo, le rompieron dos costillas y le abrieron la cabeza en el Congo, y dejó boquiabierta a la tribu de zánganos que transmitía la guerra desde el quinto coño -ahora todo cristo se especializa en crónicas desde campos de refugiados- cuando fue el único periodista español que, al cuarto o quinto intento, logró meterse en Grozni a base de perseverancia y de huevos. Y hay algo que casi nadie sabía entonces, salvo Márquez y yo, y también Paco Nistal, el páter, capellán de los cascos azules: Miguel era católico creyente, y siempre que podía se confesaba antes de entrar en combate.
Murió, cuentan los colegas que estaban allí, porque se la jugaba como cámara de agencia para darles material a otras televisiones oficiales cuyos cámaras no tenían agallas para asomar siquiera el hocico por la ventana. Aquel día, dicen, salió porque le presionaban sus jefes, presionados a su vez por parásitos que nunca se la juegan y cobran sueldos millonarios. Iba siempre tieso, con lo justo, en un oficio donde nadie se hace rico salvo los golfos. Entraba en fuego muchas veces solo, sin ni siquiera un ayudante de sonido, porque era más rentable que trabajara así para sus jefes. Según afirma su familia, no llevaba ni seguros de vida, ni empleo fijo, ni nada de nada. Un sueldo y su pellejo como única garantía. Estuvo siete años debiéndome cien marcos que le presté un día que andaba tieso, como de costumbre, y siempre bromeábamos sobre esa eterna deuda, que me negaba a cobrarle si no era en forma de bayoneta de Kalashnikov, que él siempre juraba traerme en el siguiente viaje. Sólo tengo dos fotos suyas: una con Carmelo Gómez e Imanol Arias, el día que estuvimos juntos por última vez en zona de guerra, cuando a punto de rodar aquella película lo acompañamos a ver cómo filmaba a los serbios que incendiaban las afueras de Sarajevo al retirarse. La otra es en Mostar, en una trinchera, con su chaleco de reportero y el pañuelo en la cabeza que daba aire de muyahidín islámico a su perfil de halcón flaco. Hablé con él tres semanas antes de que lo mataran, cuando me llamó desde Londres para que le diese una entrevista a una periodista amiga suya. Me dijo que ya tenía treinta y dos tacos, y que a veces estaba cansado. Poco dinero y mucho riesgo, añadió. Será malo envejecer así, y quizá deba buscarme algo por ahí. A ver si me lo monto como tú, reía. Cabrón. Ahora recuerdo esa conversación, y me parece verlo reírse por el agujero del diente que le faltaba. También lo veo cruzando con su moto a través de la guerra y de la vida, veloz, impasible y valiente, del mismo modo que entró en Sarajevo cruzando el monte Ingman, con aquel par de huevos que tenía blindados de acero. Y sé que me he quedado sin la bayoneta de Kalashnikov, y que el tiempo pasa, y que cada vez tengo menos amigos y más canas. Unas canas que Miguel no tendrá nunca.
* A Julio Fuentes lo mataron poco después en Afganistán.