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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 12/3/2006
Han pasado un par de semanas, pero no lo olvido. Memoriae duplex virtus, etcétera, como decía uno de aquellos fascistas -nacido en Calahorra,
por cierto- que en elsiglo I, antes de tanto derecho pseudohistórico y
tanta cutrez provinciana, llamaban ya Hispania a esta casa de putas. Me
refiero a la pintoresca declaración institucional con la que, en el
aniversario del 23-F, nos obsequió el Congreso. Es digno de recuerdo el
párrafo donde nuestros hombres públicos, en un ejercicio de fastuoso
onanismo político, atribuyen el fracaso del golpe de Estado, por este
orden, al comportamiento responsable de los partidos políticos y los
sindicatos, en primer lugar, y luego a la Corona y a las instituciones
gubernamentales, parlamentarias y municipales. Como saben ustedes, el
párrafo resultó de una modificación del texto original, donde se
reconocía el papel decisivo del rey como jefe de las fuerzas armadas,
al ponerlas del lado de la democracia con su discurso por la tele. Pero
por presiones de dos partidos minoritarios, uno catalán y otro vasco,
el Congreso decidió rebajar el papel monárquico y meter a todo cristo
en el baile, afirmando que el mérito no fue del rey, sino del conjunto.
O sea. De los políticos españoles, valerosos demócratas aquel día,
unidos como un solo hombre y -hoy no me llamarán machista esas perras-
como una sola mujer.
Habría sido precioso, de ser cierto. Comprendo que nuestra infame clase política, acostumbrada a reinventar
España según cada coyuntura de su oportunismo y su desfachatez, quiera
pasar a la Historia con esa tierna milonga de la liberté, la egalité y
la fraternité defendida el 23-F como gato panza arriba. Pero están mal
acostumbrados. Esto no es tan fácil como inventarse reinos y naciones
que nunca existieron, o independencias ancestrales de ayer por la
tarde, ocultando por otra parte realidades ciertas como la España
romana, o la visigoda. Cuando deformas la memoria histórica, el truco
puede funcionar con los tontos, los ignorantes y los que no quieren
problemas. La gente ya no se acuerda, o no sabe. Pero otra cosa es
manipular hechos que todos hemos vivido y recordamos perfectamente. Y
eso es lo insultante. Que sólo veinticinco años después, esta gentuza
nos considere tan olvidadizos y tan estúpidos.
Aquel día, la democracia y la libertad sólo las defendieron una cámara de televisión encendida, los periodistas que cumplieron con
su obligación -fueron tan torpes los malos que sólo silenciaron TVE y
Radio Nacional-, unos pocos representantes gubernamentales que estaban
fuera del Parlamento, y sobre todo el rey de España, que, por razones
que a mí no me corresponde establecer, se negó a encabezar el golpe de
Estado que se le ofrecía, ordenó a los militares someterse al orden
constitucional y devolvió los tanques a sus cuarteles. El resto de
fuerzas políticas y sindicales, autonómicas y municipales, salvo
singulares y extraordinarias excepciones, se metieron en un agujero,
cagadas hasta las trancas, y no asomaron la cabeza hasta que pasó el
nublado. Quienes velamos esa noche ante el palacio de las Cortes
sabemos que, aparte de ciudadanos anónimos, negociadores
gubernamentales y periodistas que cumplían con su obligación, nadie se
echó a la calle para defender nada hasta el día siguiente, cuando ya
había pasado todo -lanzada a moro muerto, se llama eso-. Y respecto a
los sindicatos, su único papel fue el de los carnets rotos con que
atrancaron los retretes de toda España. En cuanto a la digna integridad
constitucional que ahora se atribuye el Congreso, lo que pudo ver todo
el mundo por la tele, y eso no hay chanchullo que lo borre, fue a los
ministros y diputados tirándose en plancha debajo de sus escaños para
quedarse allí hasta que se les permitió levantarse de nuevo -aún
entonces siguieron mudos y aterrados-, con tres magníficas excepciones:
Santiago Carrillo, que fumaba cada pitillo creyendo que era el último,
el presidente Suárez y el anciano general Gutiérrez Mellado. Y cuando
éste, fiel a lo que era, se enfrentó forcejeando a los guardias
civiles, y el miserable Tejero, pistola en mano, intentó, sin éxito,
tirarlo al suelo con una zancadilla, el único hombre valiente entre
todos aquellos cobardes que se levantó para socorrerlo, fue Adolfo
Suárez. A quien, por supuesto, España pagó y paga como suele.
Así que menos flores, caperucitas. En lo que a mí se refiere, nuestra heroica clase política puede meterse
la poco elegante declaración institucional del otro día donde le quepa.
Que imagino dónde le cabe.