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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 08/1/2006
Es uno de mis más antiguos y tristes recuerdos. Tenía cinco años
cuando lo vi en el escaparate de la juguetería junto al equipo de
sheriff, el mecano, los juegos reunidos Geyper, el autobús de hojalata
con pasajeros pintados en las ventanillas: juguetes que a menudo
exigían complicidad y esfuerzo, y de los que no te despegabas hasta los
reyes siguientes. Incluso para los niños afortunados -quince años
después de la guerra civil no todos lo eran- había sólo uno o dos
regalos por cabeza. Y si te portabas mal, carbón. Por lo demás, con
imaginación, madera, alambre y latas vacías de conservas se
improvisaban los mejores juguetes del mundo. En aquel tiempo, a las
criaturas todavía no nos habían vuelto los adultos pequeños gilipollas
cibernéticos. Todavía nos dejaban ser niños. Los enanos varones leíamos
Hazañas Bélicas, matábamos comanches feroces y utilizábamos porteadores
negros en los safaris sin ningún complejo, mientras las niñas eran
felices jugando con muñecas, cocinitas y cuentos de la colección
Azucena. Tal vez porque los adultos eran más socialmente incorrectos
que ahora. Y en algún caso, menos imbéciles.
Pero les hablaba del caballo. En esa época, para un crío de cinco años, un caballo de cartón suponía
la gloria. Aquél era un soberbio ejemplar con silla y bridas, las
cuatro patas sobre un rectángulo de madera con ruedas; tan hermoso que
me quedé pegado al cristal sin que mis abuelos, con quienes paseaba,
lograran arrancarme de allí. Me fascinaban sus ojos grandes y oscuros,
la boca abierta de la que salía el bocado de madera y tela, la crin y
la cola pintadas de un color más claro, los estribos cromados. Era casi
tan grande como los caballitos de la feria que cada Navidad se
instalaba en el paseo del muelle, frente al puerto. Parecía que era de
verdad, y que me esperaba. Cuando consiguieron alejarme del escaparate,
corrí a casa y, con la letra experimental de quien llevaba un año
haciendo palotes, escribí mi primera carta a los reyes magos.
Yo pertenecía al grupo de los niños con suerte: la madrugada del 6 de enero, el caballo apareció en el balcón. Esa
mañana, en la glorieta, monté mi caballo de cartón ante las miradas,
que yo creía asombradas, de otros niños que jugaban con sus regalos:
triciclos, patinetes, espadas medievales, cascos de marciano,
cochecitos con muñeco dentro, o la modesta muñeca de trapo y la más
modesta pistola de madera y hojalata con corcho atado con un hilo.
Ahora sé que algunas de esas miradas de niños y padres también eran
tristes, pero eso entonces no podía imaginarlo; mi caballo era
espléndido y en él cabalgaba yo, orgulloso, pistola de vaquero al
cinto. Ni cuando, en otros reyes, tuve mi primera caja de soldados, la
espada metálica del Cisne Negro, el casco de sargento de marines, la
cantimplora de plástico y la ametralladora Thompson, fui tan feliz como
aquella mañana apretando las piernas en los flancos de mi hermoso
caballo de cartón.
Sólo pude disfrutarlo un día. Por la
tarde jugué con él hasta el anochecer, en el balcón, y lo dejé allí,
soñando con cabalgarlo de nuevo al día siguiente. Pero aquella noche
llovió a cántaros, nadie se acordó del pobre caballo, y por la mañana,
cuando abrí los postigos, encontré un amasijo de cartón mojado. Según
me contaron más tarde, no lloré: estaba demasiado abrumado para eso.
Permanecí inmóvil mirando los restos durante un rato largo, y luego di
media vuelta en silencio y volví a mi habitación, donde me tumbé boca
abajo en la cama. La verdad es que no recuerdo lágrimas, pero sí una
angustiosa certeza de desolación, de desastre irrevocable, de tristeza
infinita ante toda aquella felicidad arrebatada por el azar, por la
mala suerte, por la imprevisión, por el Destino. Después con los años,
he tenido unas cosas y he perdido otras. También, sin importar cuánto
gane ahora o cuánto pierda, sé que perderé más, de golpe o poco a poco,
hasta que un día acabe perdiéndolo todo. No me hago ilusiones: ya sé
que son las reglas. Tengo canas en la barba y fantasmas en la memoria,
he visto arder ciudades y bibliotecas, desvanecerse innumerables
caballos de cartón propios y ajenos; y en cada ocasión me consoló el
recuerdo de aquel despojo mojado. Quizá, después de todo, el niño tuvo
mucha suerte esa mañana del 7 de enero de 1956, cuando aprendió,
demasiado pronto, que vivimos bajo la lluvia y que los caballos de
cartón no son eternos.