Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 20/11/2005
Acabo de calzarme en una tarde Manteca colorá, de Montero Glez, antes Roberto del Sur, de quien tengo el gusto de llamarme amigo aunque hace tiempo que no lo
veo, o lo frecuento, porque se arrimó al moro, con su pava, y allí
sigue, dándole a la tecla y comiéndose la vida a puñados, y a Madrid
sube de uvas a peras. Se trata de una novela corta, obscena y muy
salvaje, de interés teóricamente limitado, pues la acción transcurre en
Conil de la Frontera, un lugar del Estrecho con viento y mar, allá muy
debajo de lo más abajo, entre traficantes y chusma bajuna, y en tono
adecuado a las circunstancias: jerga costumbrista y local, poco
exportable y, por supuesto, imposible de traducir al guiri. Y la verdad
es que, en cuanto a asunto, estructura y personajes, la cosa no es
deslumbrante: un contrabandista de hachís, una hembra de bar, unos
cuantos malos. Por ahí no deben ustedes esperar maravillas, a menos que
sean aficionados al género, o a las escenas de sexo duro que Montero Glez, como de costumbre, borda con la artesanía perfecta y la mala leche de quien sabe bien de qué está hablando. «Y
fue entonces que la Sole se aupó sobre él y que él sintió el calor
nutritivo de la entrepierna y dijo que no, Sole, que no, que esta noche
salgo a la mar. Y apretó los ojos hasta contener el desbordamiento y
renunció a seguir, que no, Sole, que no, abandonándola al antojo de las
tormentas.» Por ejemplo.
Porque lo que de verdad importa en Manteca colorá, y a eso voy, es el lenguaje. El estilo literario, que dirían algunos críticos soplacirios. La manera de contar, o sea. El modo en que Montero Glez,
al que la primera vez que le pones la vista encima, y lo oyes, y te
tomas una caña con él, y concluyes que está muy para allá
-equivocándote, pues en realidad el jambo está muchísimo más para acá
de lo que parece-, narra las cosas, con esa forma de escribir que
podríamos situar, sin pasarnos ningún pueblo, entre el Cela magistral y
lamentablemente único, o casi, del Pascual Duarte y el Valle-Inclán del Ruedo Ibérico, aliñado todo con miles de horas de lectura humilde, sabia y bien
aprovechada. Una vida lectora guiada por la fiebre de contar a su
manera, por la certeza de la misión literaria personal, intransferible
y fanática, que desde que tiene uso de razón -hay más libros robados
que comprados en la biblioteca de su memoria- lleva a ese asendereado
personaje, flaco, chupado, tierno a ratos, violento y bronca que te
rilas, leal como un doberman y peligroso como un rotweiler majara, a
través de la literatura como forma de vida, como aire para respirar,
como angustia y como éxtasis. A ver, si no, cómo pueden tenerse los
huevos de escribir aquellas líneas inmortales, el inicio glorioso de Sed de Champán, que ya cité en esta misma página hace tiempo: «El Charolito sólo se fiaba de su polla. Era la única que nunca le daría por culo».
Le envidio la prosa a ese hijo de puta. Lo juro. Lo dije alguna vez y lo repito. Soy académico de la Real y me gano bien la vida, pero lo cierto es que hay párrafos de Montero Glez que dejan sin aliento. Que me obligan a volver atrás despacio, casi
cabreado, para estudiar palabra a palabra el mecanismo genial que las
articula y dispone. Páginas contundentes como un puñetazo o un golpe de
navaja en la entrepierna. Me ocurre eso desde hace muchos años, cuando
nos conocimos en el quiosco de tabaco de Alfonso, en el Gijón, y leí
unos folios que me pusieron la piel de gallina. Después se lo conté a
Raquel, mi agente, y a Daniel Fernández, el editor de Edhasa, un
buenazo que publicó Sed de Champán; pero la cosa terminó como el rosario de la Aurora porque Montero Glez,
fiel a su estilo, les montó una serie de pajarracas, amenazas de posta
lobera incluidas, que todos quedaron aliviadísimos cuando se largó con
su contrato a otra parte. Eso me tuvo un tiempo sin dirigirle la
palabra, me has dejado fatal, cabrón, etcétera. Pero las cosas pasan, y
cada cual es cada cual, y me llama de vez en cuando, y esta vez publica
con Mario Muchnik, y todo va como una malva, y en la dedicatoria
manuscrita del último libro, el fulano ha tenido el detalle de poner: «Para A.P-R, que me indultó». Pero a ver cómo no indulta uno, díganmelo ustedes, a alguien capaz de escribir: «El
Roque se conocía al dedillo el idioma de las porquerizas de la vida y
bien sabía lo que para un cerdo con las hechuras del coronel
significaban las noches de luna negra y viento de la mar: bellota».