Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Sí, lo sé. Mañana se cumple el
bicentenario de la Constitución de Cádiz, y podría ocuparme de eso.
Dedicar esta página pecadora a la bonita efemérides del 19 de marzo de
1812. Pero no me apetece nada. Primero, porque a estas alturas del
telediario estarán ustedes hasta arriba de artículos de prensa y
reportajes mencionando el asunto. Empachados de doceañismo hasta la
glotis. Segundo, porque hace un par de años escribí una novela gorda
contando aquello, o intentándolo. O sea, que ya hice mi parte. Y en
tercer lugar, porque si hoy hablase de la Pepa, también tendría que
hablar de quienes se la cargaron en pocos días: los políticos
visionarios, meapilas o incompetentes, los curas fanáticos, los animales
con sable, los reyes infames y los súbditos analfabetos que, entonces
como ahora, aplauden constituciones y gritan vivan las caenas al
día siguiente, según sople, con esa habilidad asombrosa que tenemos los
españoles para triturar cartas magnas, monarquías, repúblicas,
democracias y lo que nos pongan a tiro. Lo que nunca nos cargamos son
las tiranías, de la clase que sean. Qué curioso. Ésas son de duralex.
Irrompibles. Aquí, los dictadores, los reyes felones y los hijos de puta
suelen durar más que el resto, y palman tranquilamente en la cama. O
jubilados con sueldo oficial.
Así que, como unas cosas suelen llevar a otras,
voy a hablarles de algo que no tiene que ver directamente con la Pepa,
pero en el fondo sí tiene que ver. O eso creo. Y disculpen si arranco de
una circunstancia personal. De vez en cuando, los responsables de
alguna biblioteca o centro escolar, gente bien intencionada que tiene la
amabilidad de leer con indulgencia mis novelas o mis teclazos
dominicales, me hace el honor de proponer mi nombre para bautizar el
asunto. Biblioteca Tal, colegio Cual. Suena desmesurado, lo sé. Pero soy
inocente. Hasta hay quien, en arrebato de fervor inmerecido por mi
parte, propone mi nombre para una calle. Un par de ellas ya me han sido
adjudicadas a traición, y precisamente estos días circula una iniciativa
semejante por Cartagena; que, pese a la generosidad de mis paisanos,
confío en que la descarte el sentido común. Sobre todo, para no
obligarme a cumplir una vieja promesa: si ponen mi nombre a una calle en
mi ciudad, es probable que acuda con un spray grafitero a tacharlo, en
plan Banksy. Quedaría ingrato. Y feo, si me pilla un guardia.
No se trata de modestia, y a eso voy.
Se trata sólo de prudencia. Uno es lobo viejo, con algún colmillo flojo
y el rabo pelado. Y esto es España, o sea. El sitio del que hablaba en
el primer párrafo. El de la Pepa. Aquí tu nombre en una calle, salvo
raras excepciones, sólo sirve para dos cosas: para que la peña te tenga
más ganas, o te las tenga si no te las tenía, y para que, a la menor
oportunidad, lo cambien por otro nombre. Te pongan al día por el
artículo catorce. En menos de un siglo, una calle española puede
llamarse sucesivamente calle Real, de la Constitución, de la
Restauración, de la República, del general Fulano, de la Libertad, del
General Mengano, del payaso Fofó, de la Madre Que Nos Parió... Esto es
España, insisto. Y eso de los nombres volátiles vale para calles,
colegios, bibliotecas y lo que ustedes quieran poner en una placa.
Aliñado, naturalmente, con la estupidez y la mala leche propias de este
putiferio. Por poner un ejemplo reciente y calentito, ahí está, sin ir
más lejos que a Basauri, el noble empeño de un par de consejos escolares
de allí, decididos -supongo que por estas fechas estará hecho, o a
punto de nieve-, con el no menos digno apoyo del alcalde local,
vasquísimamente apellidado Busquet, a rebautizar como Bizkotxalde y
Soloarte dos colegios públicos llamados Lope de Vega y Velázquez: esos
dos conspicuos franquistas.
Así que yo de ustedes me andaría con tiento cuando les propongan homenajes, porque las placas de las calles las
carga el diablo. Y permítanme un consejo práctico. Cuando sus vecinos,
amigos o clientes vayan, con ingenua buena fe, a proponer su nombre para
algo, digan lo de aquel personaje de Melville, el escribiente Bartleby:
prefería no hacerlo. O que no lo hagan. Porfa. Nunca sabe uno lo que
puede durar. Lo que tardarán los queridos paisanos, que con tan sincero
fervor le dedican a uno la calle, el colegio o la biblioteca, en cambiar
de opinión, quitar la placa, poner otro nombre y arrastrar al antiguo
titular, simbólica o físicamente, camino de la farola más próxima, el
exilio, la cárcel o el paredón. Si creen que exagero, hagan memoria. La
historia de los nombres de calles arrancados es la historia de España,
desde Istolacio, Indortes y Orisón -que igual también tuvieron calle-
hasta hace medio minuto. Nuestra puerca historia.