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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 09/10/2005
Siempre he dicho que, en un incendio, salvaría a Mordaunt, mi perro, y la colección completa de las aventuras de Tintín: todos los volúmenes
en su antiguo formato, con tapa dura y lomos de tela. Alguno de los más
viejos aún tiene pegada la etiqueta con su precio original: 60 pesetas.
Caían en mis manos dos o tres veces al año -juntaba cien pesetas el día
de mi santo y cincuenta cada cumpleaños-, cuando, sonándome las monedas
en el bolsillo de los pantalones cortos, me paraba ante el mostrador de
madera donde el librero, el señor Escarabajal, me mostraba los
ejemplares para que eligiese uno, antes de salir a la calle con él en
las manos, aspirando el olor maravilloso a buen papel y a tinta fresca
que, desde aquellos primeros años -editorial Juventud, Mateu, Bruguera,
Molino-, asocié siempre con el viaje y la aventura. Y viceversa: más
tarde, cuando aterrizaba en lugares lejanos o desembarcaba en puertos
exóticos, a menudo los vinculé con aquel olor a papel y aquellas
páginas. No es extraño, después de todo, que para un reportero
tintinófilo contumaz, el primer viaje profesional fuese al País del Oro
Negro, y que la primera vez que puse pie en los Balcanes, el
pensamiento inicial fuese que había llegado, por fin, a Syldavia.
Aún los hojeo de vez en cuando, sobre todo mi favorito: Stock de coque.
Me gusta mucho ese volumen porque lo considero el más equilibrado y
perfecto, pero sobre todo porque su protagonista principal es el mar, y
porque además de Piotr Pst -ametrallador con babero- y viejos amigos
como el general Alcázar, Abdallah, Muller, el malvado Rastapopoulos y
el comerciante Oliveira de Figueira, aparece todo el tiempo el capitán
Haddock. Y les juro a ustedes que una de las razones por las que me
eché una mochila a la espalda y puse un pie delante del otro, fue
porque iba en busca de un amigo como ése. Porque quería conocer al
Haddock que la vida podía tenerme destinado en alguna parte.
Lo encontré, desde luego. Varias veces tuve ese privilegio. Unos se le parecieron mucho y otros menos. Unos siguen vivos y otros
no. Unos le pegaban al Loch Lomond y otros manejaban con soltura los
epítetos de sajú, vendedor de alfombras, paranoico e imbécil. Cada cual
tuvo su registro. Pero en todos ellos, en cada compañero fiel que la
vida me deparó en mi juventud, cada vez que alguien estuvo junto a mí,
hombro con hombro, cuando un avión Mosquito del Jemed viraba sobre la
popa de un sambuk para ametrallarnos en el mar Rojo -¡cuántas veces no
me sentí dentro de esa viñeta inolvidable!-, pude reconocer al marino
gruñón y barbudo que acompañó tantas horas felices y tantos sueños de
mi infancia, desde el día decisivo y magnífico en que lo conocí a bordo
del Karaboudjan, buscando luego el aerolito misterioso en el puente del navío polar Aurora, acompañándolo después -o quizá me acompañó él a mí- tras el rastro del Unicornio al mando del Sirius de su amigo el capitán Chester, esquivando en otra ocasión los torpedos
del submarino pirata, marcha adelante y marcha atrás, con el telégrafo
de órdenes del Ramona, o repeinado con raya en medio y uniforme
de gala en la sala de marina del castillo de Moulinsart, allí donde
Bianca Castafiore -el ruiseñor milanés- estuvo a pique de llevárselo al
huerto, según reportaje de Paris Flash, con fotos de Walter Rizotto y texto de Jean-Loup de la Battelerie.
El otro día ocurrió algo extraño. Recibí una carta de un joven lector, asegurando que a veces, en algunos de estos artículos, cuando
despotrico sobre zuavos, bachibuzuks y coloquintos, le recuerdo al
capitán Haddock. Con barba y todo, añadía el amigo. Y me dejó pensando.
Después fui a la biblioteca, saqué Stock de coque y lo hojeé un
rato. Dios mío, pensé de pronto. El capitán, al que siempre vi como un
hombre mayor, viejo y curtido por el mar y la vida, ya es más joven que
yo. Él sigue ahí, en los libros de Tintín, sin envejecer nunca, con su
barba y su pelo negros, su gorra y su jersey de cuello vuelto con el
ancla en el pecho; mientras que la imagen que me devuelve el espejo, la
mía, tiene más arrugas, y canas en el pelo y en la barba. Canas que
Archibald Haddock, capitán de la marina mercante, no tendrá jamás. Soy
yo quien envejece, no él. Ya no soy Tintín, ni volveré a serlo nunca.
Soy yo quien ha pasado, con el tiempo, al otro lado de las viñetas que
acompañaban mi infancia. Y mientras devuelvo el álbum a su estantería,
me sube a la garganta una risa desesperada y melancólica. Mil millones
de mil naufragios.