Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
También están ellos. Y ellas, como diría algún ministro imbécil. Los
que no fueron a buscar nuevos campos de batalla para sus empresas. La
pobre y maltrecha infantería que no es fiel sino a sí misma; y eso sólo
cuando puede. Los mercenarios en busca de un amo que les dé de comer,
sea quien sea: cualquiera que asegure dos mil euros al mes y un futuro a
corto o medio plazo. Los que no se van con ademán heroico sino por la
puerta pequeña, discretamente, dejando atrás a padres, madres y novios
que los echan de menos. Alejándose para mucho tiempo de la gente
querida, a la que, muy de vez en cuando, visitan en vacaciones cada vez
más cortas, sabiendo que no podrán estar con ellos cuando vayan al
hospital, o mueran; y a los que, si alguien avisa con tiempo, quizá
lleguen a acompañar en su entierro. Aunque también puede ocurrir que
haya suerte, y los padres, o el perro que acompañó su vida durante diez o
doce años, esperen a morirse cuando están en casa, de vacaciones.
Se llaman María, Noemí, Héctor, Manolo. Tienen cerca de cuarenta
años, se fueron de España hace tres o cuatro, y no salen en los
dominicales de los diarios: en esos patéticos reportajes dedicados a
convencernos de lo orgullosos que debemos sentirnos de que el mundo esté
salpicado de jóvenes españoles que se buscan la vida fuera. A su edad
no son tan fotogénicos. No lucen posando con bata de laboratorio en
Oslo, con gorro de cocinero en Berlín, con camiseta de baloncesto en
Nueva York. Ni siquiera valen para la foto en EPS o XLSemanal de camarero guapo y veinteañero que friega platos, sólo de momento, en
un local de moda de Londres o Nueva York; entre otras cosas porque ni
son veinteañeros ni guapos, y cuando friegan platos o sirven mesas, a su
edad, puede ser para toda la vida. Son seres vencidos sin segunda
oportunidad, que saben lo seguirán siendo, sin remisión. Sin otro anhelo
que no ir a peor. No ir a menos.
Por ahí afuera andan, a miles. Su generación ni siquiera es la de los aeropuertos, el ordenador portátil y el hotel barato, a la caza de
mercados aunque sean modestos. La suya es la del billete de ida, de las
hipotecas imposibles de pagar. La generación engañada por el espejismo y
la irresponsabilidad de quienes pudieron hacer un país culto,
trabajador y decente, y no lo hicieron. De quienes, respaldados en las
urnas por ilusiones y sueños de futuro, tenían la obligación de encauzar
esto y no supieron, o les importó una mierda; y ahora siguen ahí,
impasibles, cobrando el sueldo del partido, trincando los favores hechos
a compadres. Sin que nadie les diga fue por tu culpa, cabrón. Sin que
nadie, al cruzárselos cuando salen del restaurante de lujo o de dar
conferencias, con esa cara de cerdos que les han puesto los años, la
pasta, el estatus y el coche con chófer que nunca perdieron, les parta
la cara.
Sus víctimas se fueron, eso es todo. Sin hacer ruido, como digo. Fueron cuarenta en clase del instituto y doscientos en el aula de la
facultad, y todo para conseguir un título universitario que a nadie
importa un carajo. Que nadie les dijo que no sacaran. Los sentenciaron a
la cola del paro y les preguntaron mil veces, cuando eran mujeres, si
estaban embarazadas o tenían hijos, en grotescos simulacros de
entrevistas de trabajo. Por su edad les habría correspondido agachar la
cabeza, aceptar mil euros al mes, cerrar la boca, poner el culo -o el
coño- y desangrarse con la hipoteca del piso y las letras del coche,
como todo cristo. Tragar y sobrevivir once meses soñando con el
duodécimo de vacaciones baratas en Cancún. Se trataba de eso, o de tener
el coraje, la desesperación, de organizarse con sus iguales para
incendiar esta España de mierda. Para conseguir, al menos, que los
culpables tuviesen miedo o lo pagasen caro. Pero eso resulta más fácil
escribirlo que hacerlo; así que optaron por lo razonable: largarse de
aquí. Alejarse, sacudiendo de los zapatos el polvo de este paraje
ingrato, envidioso y miserable, históricamente enfermo. De esta ruin
madrastra y sus turbios, desvergonzados, impunes secuaces. Por eso están
fuera, y no volverán si pueden evitarlo. Hicieron lo más difícil, que
fue saltar al vacío, echarse el macuto al hombro, internarse en
territorio hostil, desconocido. Se buscaron la vida lo mejor que
supieron, y así sobreviven, comen caliente, rehacen como pueden sus
maltrechas vidas. Ni siquiera pretenden ya reconciliarse con esta triste
España que los echó a patadas. Si van a morirse lejos, tan solos como
viven, por ellos puede pudrirse esta mala perra.