Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
He leído con atención tu carta. Hablas del mar y también de la borrasca
en que te ves, de la incertidumbre y de la vida. Deduzco que eres muy
joven, y hay algo que quisiera contarte sobre eso. Yo tengo 59 años y
amo el mar, pero ya sólo navego por el Mediterráneo. Pasó la edad en que
me seducían otros mares y otras costas. Con canas en la barba y arrugas
en la cara acabé confirmando que mi verdadera patria es ese lugar viejo
y sabio, memoria de velas blancas y naufragios, por donde vinieron los
héroes, los dioses y las antiguas leyendas que me educaron con rumor de
resaca, en playas donde, al fuego hecho con madera de deriva, hombres de
manos encallecidas por remos y redes, piel curtida y ojos quemados de
sal, fumaban tabaco negro, hervían calderos de arroz y asaban sardinas.
Quien no conoce de esas aguas más que las orillas, las cree siempre
apacibles, azules, de mansos amaneceres y rojas puestas de sol. Ignora
que algunos de los más furiosos temporales pueden desatarse en ellas sin
previo aviso: el mar golpeando de manera despiadada, voluble y traidor.
En realidad, ningún mar es mala gente. Es el viento el
que lo hace peligroso y mortal. Pero, a diferencia del Atlántico, donde
los temporales pueden a veces prevenirse en intensidad, trayectoria y
duración, y donde la ola suele ser larga y tendida, más gobernable, el
Mediterráneo desata su furia de improviso, con vientos inesperados y una
ola corta, asesina, que machaca los barcos y agota a quienes los
tripulan. Viví entre marinos desde niño, y me crié con relatos de buques
y mar. Nunca olvidé el respeto con que viejos capitanes, curtidos en
todos los océanos, hablaban de la mar terrible que los temporales del
norte levantan en el golfo de León. Después, con el paso del tiempo, yo
mismo tuve ocasión de comprobar en persona cómo es capaz de golpear el
azul Mediterráneo cuando se torna malhumorado y cabrón. Cuando se pone
barbas grises.
De una de esas situaciones hablé aquí alguna vez: fue a bordo del petrolero Puertollano,
navidad de 1970, y tuvimos una mar horrorosa doblando el cabo Bon,
frente a la costa de Túnez, con olas de diez metros y viento que en la
escala Beaufort se conoce como temporal duro, de fuerza 10. En otras
ocasiones tampoco escapé a los temibles mistrales del golfo de León o a
las noroestadas duras del canal de Cerdeña; con la angustia que supone,
en esos casos, estar al mando de tu propio barco, tomando las
decisiones, y que éste sea un velero con tripulantes de cuyas vidas eres
responsable. Y te aseguro que un mistral de fuerza 8 pegando en la
amura de estribor durante horas, con sólo una trinquetilla arriba, la
mayor reducida al último rizo y el barco -valiente, fiel y marinero,
bendito sea- navegando a ocho nudos escorado hasta el trancanil, dando
pantocazos, macheteando entre rociones y rachas la maldita ola corta
mediterránea, es algo que, por mucho que ames el mar, puede hacerte
renegar de él, de los barcos y de la madre que te parió.
Sin embargo, hay algo bueno en eso. Cuando todo acaba felizmente, si el barco navegó bien gobernado y estás a salvo en aguas
tranquilas, hay algo que caldea tu espíritu con legítimo orgullo:
pasaste la prueba. Llevaste a puerto el barco, a los tripulantes y a ti
mismo. Eres marino. Hiciste las cosas como debías, y ahora estás a
salvo. Librado a tus propias fuerzas, con los dientes apretados, sin
aspavientos, estuviste allá lejos, donde nadie puede decir basta, oigan,
paren esto que me bajo. Y, por mucho título de capitán de yate que
tengas en casa, posees el mejor certificado náutico del mundo: saliste
vivo, con tu barco. Porque si es verdad que el mar, cuando se lo
propone, acaba matando a cualquiera, incluso al mejor marino, también es
cierto que primero liquida a los torpes, a los arrogantes y a los
imbéciles; a quienes carecen de la suficiente experiencia o la humildad
-que allí son sinónimos- para comprender que el mar, reflejo exacto de
la vida, con sus borrascas imprevistas y sus arrecifes acechando en
alguna parte, es lugar peligroso. Y que una saludable y constante
incertidumbre, la desconfianza de quien se sabe siempre en territorio
enemigo, ayuda a mantenerse vivo.
Y, bueno. Eso es todo, o casi. Sólo quería decirte que,
lo mismo que el mar, espejo de la vida, también la tierra firme
-engañosamente firme- tiene borrascas perfectas que discurren por el
corazón del ser humano, probándolo, tanteando su resistencia y su
coraje. Y que no hay mejor adiestramiento y ojo marinero para
enfrentarse a ellas, aparte una saludable incertidumbre, que la lucidez,
la tenacidad y la cultura. Ellas te ayudarán a sobrevivir entre tus
particulares temporales de fuerza 8. Y en el peor de los casos, si no
queda otra, a perderte con tu barco luchando hasta el final, silencioso y
sereno como un buen marino. Con el consuelo de que lo hiciste todo lo
mejor posible.