Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Estoy de acuerdo, señora mía. Fui injusto cuando dije que madame Bovary era idiota. O cuando lo dijo uno de mis personajes; que
es lo mismo, aunque no del todo. Se lo dijo Makarova, la lesbiana dueña
de un bar, al cazador de libros Lucas Corso, en El club Dumas. Y
como digo, tal vez sea verdad lo de injusto. O cruel. Puede que mi
capacidad de compasión disminuya con los años y con el espectáculo
-grotesco, inagotable- de la nunca sorprendente estupidez humana,
incluida la mía. Y es cierto. Quizá sea injusto enternecerse con don
Quijote y despreciar a Emma Bovary. A los dos se les fue la olla
creyendo que la vida podía ser como en las novelas baratas; y es verdad
que late el mismo idealismo trágico en salir a deshacer entuertos que a
buscar una pasión amorosa en un pueblecito de provincias. Hasta ahí,
estamos de acuerdo.
Sin duda la peor idiotez de madame Bovary fue el dinero. Entramparse hasta el corsé. Si hubiera tenido sentido común, o recursos
económicos, otro habría sido su destino. Pero ni el estatus social ni el
momento eran adecuados para una pobre soñadora provinciana. Cuanto tuvo
en su vida fueron dos imbéciles y medio: sus dos amantes y el marido. Y
por supuesto: si hubieran sido treinta los hombres de su vida, habrían
sido treinta imbéciles. También reconozco que es difícil arreglárselas
cuando no sólo la satisfacción sexual, sino las posibilidades de
sentirse amada y acompañada, dependen de un mundo de hombres que te
acusan de puta si lo intentas y de idiota si fracasas. Hay poco espacio
ahí para los héroes, en efecto. Para las heroínas. Y resulta una
soberbia injusticia pedir a todas las mujeres que se curtan para
sobrevivir. Que sean hembras fatales o chicas duras. Que sean Tánger
Soto, Lolita Palma o Macarena Bruner; o la Reina del Sur después de
haber sido Teresita Mendoza en Culiacán. Es injusto, desde luego, sentir
simpatía por Homer Simpson, o por cualquier Manolo de barriga
cervecera, y despreciar a doña Maruja por no ser capaz de escupir a la
cara y hacerse matar -o matarlo ella a él- por un varón miserable que no
le llega ni a la altura del chichi.
Pero ojo. Tampoco admiro a Penélope. Su absurda fidelidad -veinte años de abstinencia y mojama entre las piernas- me saca de
quicio; y también me repatea el hígado ese palacio lleno de cortejadores
gorrones y abúlicos que ni la violan, ni saquean la casa, ni hacen otra
cosa que tumbarse a la bartola mientras ella deshoja la margarita.
Creyendo esperar a que la presunta viuda escoja, los cretinos, cuando en
realidad lo que hacen es dar tiempo a que Ulises llegue, lo reconozca
su perro y tense el arco. Y ella, mientras, tejiendo y destejiendo en
plan melindres calientapollas, en vez de llevarse al más guapo o al más
rico al catre, o agarrar una escopeta con posta lobera, o lo que usaran
en el siglo VIII antes de Cristo, y correrlos a todos a fogonazos hasta
la orilla del mar color de vino. Hay muchas cosas notables que se han
perdido en la historia de la Humanidad porque las mujeres que habrían
podido hacerlas, crearlas, se negaron a acostarse con hombres que les
daban asco. Pero también, gracias a esas mujeres que no transigieron
-vaya una cosa por la otra-, se han evitado muchas infamias y muchos
prescindibles hijos de puta.
Sin duda soy injusto con Penélope, como lo fui con Emma Bovary. Sólo soy un hombre torpe que mira, y que escribe sobre eso. Que tantea
intentando comprender, haciendo frente a su estupidez y sus
remordimientos de varón con los personajes femeninos que, mejor o peor
logrados, habitan el mundo que narro. Pero de algo estoy seguro. A la
hora de escoger héroes para mis novelas, prefiero ser injusto a
complaciente. Quiero lobas y no ovejas. En tal sentido, estoy seguro de
que la mujer lúcida es el único personaje literario apasionante que nos
queda, el único héroe posible en el siglo XXI: soldado perdido en un
territorio enemigo, de reglas hechas por los hombres. Mujeres intentando
sobrevivir, llegar al mar y volver a casa. O encontrarla, al fin. Una
casa propia, una vida normal. Heroínas a su pesar, luchando por el
derecho, luego, a ser vulgares. Creo que la capacidad de sorpresa que
ofrece el héroe masculino está agotada tras veintinueve siglos de
literatura. El hombre se repite a sí mismo, o lo que resta de él,
mientras que la mujer entró en esta centuria haciendo frente a desafíos
nuevos, todavía no escritos. Arriesgándose como los exploradores que
antaño se adentraban por la tierra incógnita dibujada en los espacios en
blanco de los mapas. Por eso no son tiempos, los míos, de compasión
literaria ni de justicia narrativa. A estas alturas, madame Bovary me
importa un carajo. Existe, sin duda. Con sus tres o sus treinta
imbéciles. Y seguirá existiendo. Pero no pienso escribir sobre ella. Que
la compadezcan otros.