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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 24/7/2005
Conocí a Viggo Mortensen en un restaurante de El Escorial: un
danés rubio y flaco, callado, de aire tímido, que hablaba un excelente
español con acento argentino. Iba a interpretar al capitán Alatriste,
pero yo sabía poco de él. Lo había visto en algunas películas y
recordaba sobre todo sus ojos claros, su mirada de hielo mientras
atormentaba a Demi Moore en La teniente O'Neil. Me gustaba su careto
flaco y duro, su talento como actor, su interés por el personaje y el
proyecto. Durante aquella comida hablamos de fotografía, de literatura
y de España. Dos días más tarde vino a mi casa, y mientras tomábamos
café rodeados de libros relacionados con la época y el personaje, me
regaló varias cosas editadas por él, entre ellas un magnífico álbum de
fotografías suyas sobre caballos. En correspondencia, le di un tratado
de equitación del siglo XVIII.
No nos vimos mucho durante la intensa preparación de la película, y sólo en tres ocasiones
durante los largos meses de rodaje. Me llamó alguna vez para comentar
aspectos del personaje y de la historia, como el lugar de nacimiento de
Alatriste. Nunca lo detallé en ninguna de las cinco novelas publicadas
hasta ahora, pero a Viggo le interesaba el dato. La vieja Castilla,
respondí. ¿Puede ser León?, preguntó tras pensarlo mucho. Puede,
respondí. Así que se fue a León y lo pateó de punta a punta,
deteniéndose en cada pueblo, en cada bar, hablando con quien se le puso
delante. En efecto, concluyó al fin, Alatriste es leonés. Y lo dijo tan
convencido que a estas alturas ni yo mismo cuestiono ya el asunto. De
ese modo, viajando, leyendo, mirando, Viggo se llenó de España; de
nuestra historia, de la luz y la sombra que nos hicieron como somos. Y
así, en un proceso asombroso de asimilación, terminó haciéndose español
hasta la médula: lo estudió todo, trabajó hasta perder el acento
argentino, y hasta frecuentó a toreros para aprender ciertas maneras,
cierto sentido de respeto por el enemigo, cierta actitud de resignado
estoicismo ante la vida y ante la muerte.
Hace unos días estuve en la llanura de Uclés, convertida cinematográficamente en el campo de batalla de Rocroi: allí
donde, en 1643, los temibles tercios españoles fueros destrozados por
la artillería y la caballería francesas. Se rodaba la secuencia final
de la película, porque en Rocroi, en el último cuadro formado por los
veteranos del tercio viejo de Cartagena, termina la historia del
capitán Alatriste. Estuve detrás de las cámaras, espectador
privilegiado, viendo a un centenar de jinetes cargar una y otra vez
contra la fiel infantería española, y a Viggo en primera línea, cabeza
descubierta y espada en mano, vendiendo cara su piel y la de sus
camaradas. Se cree de verdad que es Diego Alatriste, me comentó el
director, Agustín Díaz-Yanes, entre toma y toma. Los actores son todos
unos tíos raros, añadió, pero éste es un caso especial. Lo cree por
completo. Se ha metido tan dentro del personaje que parece más español
que nadie. Observa esa desesperación y esa mala leche. Hasta los días
en los que no tiene que rodar, se viste y se queda aparte, con su
espada entre las manos, pensando. Y así está, el cabrón. Inmenso. Que
se sale.
Después, en una pausa del rodaje, estreché
la mano de Viggo, manchada de sangre cinematográfica. Charlamos un rato
y nos fuimos a comer bajo la carpa que nos protegía del sol, mientras
yo observaba su mostacho soldadesco, sus cicatrices, el coleto cubierto
de polvo y sangre, los ojos claros y absortos que miraban como sólo
miran los veteranos, más allá de la vida y de la muerte. No era un
actor, pensé de pronto. Era la imagen rigurosa del héroe cansado. El
resumen vivo de todos aquellos hombres arrogantes, valientes, crueles,
que sostuvieron con su espada y con su sangre un imperio agonizante, y
luego, olvidados por reyes imbéciles y por una patria ingrata y
miserable, terminaron como perros callejeros, mendigos, enfermos,
mutilados, ahorcados por la justicia o acuchillados en un campo de
batalla. Y allí, sentado bajo la carpa frente a mi personaje, cada uno
con su gazpacho, su merluza y su agua mineral en la bandeja del
catering, comprendí que nunca podré pagarle a Viggo Mortensen la deuda
que durante esta larga y compleja aventura cinematográfica contraje con
él. Por encarnar con perfección absoluta lo que Sebastián Copons, fiel
compañero de Alatriste, le dice al joven Íñigo Balboa antes de la
última carga de la caballería enemiga: «Si sales de ésta, cuenta lo que
fuimos».