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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 29/5/2005
De ese centenario se ha hablado poco, pues nadie puede hacerse fotos a su costa. Hace setecientos años
justos, además de salvar el imperio bizantino del avance turco, los
almogávares arrasaron Grecia. Fue un episodio sólo comparable a la
conquista de América por bandas de aventureros sin nada que perder
salvo el pellejo -que se cotizaba a la baja- y con todo por ganar si
salían vivos. Pero en esta España donde los libros escolares no los
determina la memoria, sino el pesebre donde trinca tanto sinvergüenza
periférico y central, esas historias han sido eliminadas, o manipuladas
en beneficio de los golfos que organizan el negocio en plazos de cuatro
años: los que van de una urna a otra. El resto importa un carajo. De
los almogávares, como de lo demás, no se acuerda casi nadie. Eran
políticamente incorrectos.
Madrugando el siglo XIV, el emperador de Bizancio pidió ayuda para frenar el avance de los turcos, y la corona de Aragón
envió sus temibles Compañías Catalanas. Lo hizo para quitárselas de
encima. Estaban integradas por almogávares: mercenarios endurecidos en
las guerras de la Reconquista y en el sur de Italia. Sus oficiales, de
mayoría catalana, eran también aragoneses, navarros, valencianos y
mallorquines. En cuanto a la tropa, el núcleo principal procedía de las
montañas de Aragón y Cataluña; pero las relaciones mencionan apellidos
de Granada, Navarra, Asturias y Galicia. Feroces y rápidos, armados con
equipo ligero, combatían a pie en orden abierto, con extrema crueldad,
y entraban en combate bajo la señera cuatribarrada de Aragón. Sus
gritos de guerra eran Aragón, Aragón, y el terrible, legendario, Desperta, ferro.
La historia es larga, tremenda, difícil de resumir. Seis mil quinientos almogávares recién desembarcados en Grecia
destrozaron a fuerzas turcas muy superiores, matando en la primera
batalla a trece mil enemigos, sin dejar con vida -eran tiempos ajenos
al talante, al buen rollito y al diálogo entre civilizaciones- a ningún
varón mayor de diez años. En la segunda vuelta, de veinte mil turcos
sólo escaparon mil quinientos. Y, tras escaramuzas menores, en una
tercera escabechina los almogávares se cepillaron a dieciocho mil más.
Eran letales como guadañas. Además, entre batalla y batalla -españoles
a fin de cuentas- pasaban el rato apuñalándose entre sí por disputas
internas, o despachando a terceros en plan chulito, como los tres mil
genoveses a los que por un quítame allá esas pajas acuchillaron en
Constantinopla, durante una especie de botellón que terminó como el
rosario de la aurora.
A esas alturas, claro, el emperador Andrónico II se preguntaba, con los huevos por corbata, si había hecho bien
contratando a semejantes bestias. Así que su hijo Miguel invitó a cenar
a Roger de Flor, que era el jefe, y a los postres hizo que mercenarios
alanos los degollaran a él y a un centenar largo de oficiales. Fue el 4
de abril de 1305. Después de aquello los griegos creyeron que la tropa
almogávar, sin jefes, pediría cuartel. Pero eso era desconocer al
personal. Cuando apareció el inmenso ejército bizantino para
someterlos, aquellos matarifes oyeron misa y comulgaron. Luego
gritaron: Desperta ferro, Aragón, Aragón, y se lanzaron contra
el enemigo, pasándose por la piedra a veintiséis mil bizantinos en un
abrir y cerrar de ojos. Lo cuenta Ramón Muntaner, que estuvo allí: no se alzaba mano para herir que no diera en carne.
No quedó sólo en eso. Enterados los almogávares de que nueve mil mercenarios alanos -los que aliñaron a Roger de Flor-
volvían a su tierra licenciados y con familia, les salieron al paso,
hicieron picadillo a ocho mil setecientos y se quedaron con sus
mujeres. Después, durante una larga temporada y pese a estar rodeados
de enemigos, se pasearon por Grecia saqueando y arrasando, por la
patilla, cuanto se les puso por delante. Fue la famosa venganza catalana. Y cuando no quedó nada por robar o quemar, fundaron los ducados de
Atenas y Neopatría: estados catalano-aragoneses leales al rey de
Aragón, que aguantaron durante tres generaciones hasta que con el
tiempo, el sedentarismo y el confort, se fueron amariconando -hijo
caballero, nieto pordiosero- y quedaron engullidos, como el resto de
Grecia, por la creciente marea turca que había de culminar con la caída
de Constantinopla.
Y ésa, colorín colorado, es la historia de los almogávares. Admitan que es una buena historia. Vive Dios.