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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 13/2/2005
Acabo de recibir el primer aceite del año, que me envían los
amigos: aceite de oliva virgen, decantado y limpio tras su recolección
hace un mes o dos. Siempre me llegan por estas fechas algunos litros
embotellados y enlatados que atesoro en la bodega, y que irán cayendo
poco a poco, durante los próximos meses, con mucha mesura y respeto. Y
tiene gracia. Soy todo lo contrario a un gourmet. Como y bebo lo justo.
Pero antes, con la juventud y las prisas del oficio y esas cosas,
todavía le daba menos valor a la cosa gastronómica. Tomaba aceite con
tostadas, o echándolo a la ensalada, o con huevos fritos, sin reparar
demasiado en ello. Quienes, como yo, comen casi de pie, ya saben a qué
me refiero. Lo que pasa es que luego, poco a poco, con el tiempo y la
calma, cuando la mirada en torno y hacia atrás suele ser de más
provecho, empecé a advertir ciertos matices. A valorar cosas de las que
antes pasaba por completo. En lo del aceite de oliva resultó decisivo
mi amigo y compadre Juan Eslava Galán, que es autoridad aceitil -en el
buen sentido de la palabra-. Y no es que me haya vuelto un experto;
pero es verdad que ahora, cuando abro una botella o una lata y echo un
chorrito de ese líquido aromático, dorado y transparente, sé muy bien
lo que tengo delante. Y me encanta.
No se trata de aceite nada más, ni de comida, ni de cocina. El aceite de oliva forma parte no sólo de nuestra mesa, sino de la
memoria, de la cultura y hasta de la verdadera patria, si entendemos
así ese lugar viejo, sabio, generoso, llamado Mediterráneo: esa
bulliciosa plaza pública donde nació todo, en torno a las aguas azules
por las que ya viajaban, hace diez mil años, naves negras con un ojo
pintado en la proa. Hablo del lago interior que nos trajo dioses,
héroes, palabra, razón y democracia. Del mar de atardeceres color de
vino y de orillas salpicadas de templos y olivos, donde se fundieron,
para alumbrar Europa y lo mejor del pensamiento de Occidente, las
lenguas griega, latina y árabe. Un crisol de donde saldría el español
que hoy hablan cuatrocientos millones de personas en el mundo. Hablo
del mar propio, nuestro, que nunca fue obstáculo, sino camino por donde
se extendieron, fundiéndose para hacernos lo que somos, Talmud,
Cristianismo e Islam. No es casual que todavía hoy los pueblos bárbaros
-filósofos, escritores y científicos no alteran el concepto histórico,
pues nunca lo habrían sido sin la madre nutricia- sigan friendo con
grasa y manteca.
Creo que quienes califican, sin matices, el acto de comer de acto cultural equiparable a visitar un museo, son
unos tarugos y unos simples. Sobre todo si observas a ciertos
comensales: su conversación, sus maneras y hasta su forma de
repantigarse en la silla. La cultura nada tiene que ver con ellos,
tanto si engullen solomillo como si mastican una página de los diálogos
de Platón. Pero es verdad que algunos aspectos de la gastronomía sí
tienen mucho que ver con la cultura. Salud y cocina aparte, consumir
aceite no es un acto banal. Es, también, participar de un rito y una
tradición seculares, hermosos. El currículum de ese bello líquido
dorado es impresionante: zumo del fruto del olivo -la seitún árabe- y
del trabajo honrado y antiguo del hombre, ya era parte de los diezmos
que el Libro de los Números recomendaba reservar a Dios. También se
utilizaba en la consagración de los sacerdotes y los reyes de Israel, y
más tarde ungió a los emperadores del Sacro Imperio y a los monarcas
europeos antes de su coronación. Y en sociedades de origen cristiano,
como la nuestra, el aceite estuvo presente durante siglos, tanto en la
unción del nacimiento como en la extrema unción de la muerte. La costa
mediterránea está jalonada por ánforas olearias de innumerables
naufragios, y los viejos textos abundan en alusiones: el Deuteronomio
llama a Palestina tierra de aceite y miel, Homero menciona el aceite en
la Ilíada y en la Odisea, Aristóteles detalla su precio
en Atenas, y Marcial, que era romano e hispano -esa Hispania que
algunos imbéciles niegan que haya existido nunca-, pone por las nubes
el aceite de la Bética. Y todo eso, de algún modo, se contiene en cada
chorrito de aceite que ponemos sobre una humilde tostada. Así que, por
una vez, permítanme un consejo: si quieren disfrutar más del aceite de
oliva de cada día, piensen un instante, cuando lo utilicen, en todo lo
que significa y lo que es. Luego viértanlo con cuidado y mucho respeto,
procurando no derramar una gota. Sería malversar nuestra propia
historia.