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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 20/9/2009
Ha palmado Schulberg, o sea, el amigo Budd. El príncipe de
Hollywood chivato y eficaz cuyas novelas he leído varias veces. Me
encontraba a varias millas de la costa más próxima, venturosamente
lejos de los periódicos, la radio y la tele, y por eso tardé en
enterarme. Ahora, al corriente del asunto, bajo a la parte más
subterránea de mi biblioteca, busco en la parte de novela guiri y en la
de cine, y emerjo con tres libros en las manos. A dos tengo que
soplarles el polvo, y a otro no. Uno de los que soplo empieza: «La
primera vez que lo vi no debía de tener más de dieciséis años; era un
muchacho listo y despierto como una ardilla. Se llamaba Sammy Glick. Su
misión era llevar las cuartillas desde la redacción a la imprenta.
Siempre corría. Siempre tenía sed». Un buen comienzo, la verdad. De los
que uno envidia. Ese libro me lo regaló mi amigo el productor de cine
José Vicuña, en la edición de Planeta del año 61. ¿Por qué corre
Sammy?, se llama. No es una obra maestra, pero sí una novela
extraordinaria. Ascenso y caída de un trepa ambicioso y genial. Tan buena que duele. El otro con polvo encima -un polvo simbólico, no
exageremos o se enfadará Conchi, la señora que limpia la casa- es un
libro de memorias. De cine, es el título. Memorias de un príncipe de Hollywood. Decepcionante, éste. Buen retrato de los primeros años del cine,
contados por el hijo de uno de los grandes productores de la Paramount,
pero incapaz de ir más allá. Recuerdo que, cuando lo leí, pensé que, si
lo hubiera firmado otro, no volvería a pensar en él. Me fastidió, sobre
todo, que el autor pasara de largo, sin detenerse, por la gran mancha
puerca y negra de su vida: cuando en 1951, asustado por la caza de
brujas en Hollywood, delató a sus compañeros comunistas ante el
siniestro Comité de Actividades Antiamericanas.
Pero, bueno. Cada uno es como es, y una cosa no quita la otra. O no debe. También Louis Ferdinand Celine o el barón Corvo -ese Adriano VII de editorial Siruela nunca reeditado, maldita sea-, por citar un par de
ejemplos a voleo, entre millones, eran dos pájaros de cuenta. Sería
como no reconocer que Madrid de corte a checa, de Agustín de
Foxá, es una novela muy bien escrita, argumentando que su autor era más
de derechas que una boda de Celia Gámez. O insinuar que los turbios
medros políticos del joven Cela empañan la perfección cainita y
carpetovetónica de La familia de Pascual Duarte. Chorradas.
Cuando uno lee, lo que quiere es talento. Un talento, por volver a
nuestro asunto, que Budd Schulberg desvió también, para desgracia de
lectores y alegría de cinéfilos -váyase una cosa por la otra-, hacia
guiones de películas como Más dura será la caída o el Óscar al mejor
guión de 1954 La ley del silencio.
Pero quería hablarles del libro que no tiene polvo. Se titula El desencantado, lo he leído dos veces y media -hay una tarjeta de embarque de avión
Florencia-Madrid en el punto donde abandoné la última lectura-, y dudo
que ninguna otra novela, excepto la inconclusa El último magnate, de Scott Fitzgerald, cuente, la mitad de bien que lo cuenta ésta, el
decadente final de una época extraordinaria en la historia de los
Estados Unidos, del cine y de la literatura: los míticos años veinte y
su glamour. A Budd Schulberg, en la vida real, le cupo el singular privilegio de trabajar en un guión infame, titulado Amor y hielo, en compañía precisamente de Scott Fitzgerald, cuando el escritor daba
las últimas boqueadas arruinado por el alcohol y la disparatada
convivencia con Zelda, su conflictiva mujer. E igual que el mismo
Fitzgerald se inspiró en su propia historia para escribir la obra
maestra Suave es la noche -novela que tampoco tiene polvo en mi
biblioteca-, Schulberg recurrió a su experiencia junto a él para
escribir la historia de Shep, el joven guionista encargado de trabajar
con quien hasta entonces fue su ídolo, Manley Halliday: un escritor
icono de su generación que ahora, intentando recuperarse de una vida
desastrada y un alcoholismo crónico, es la sombra patética de lo que
fue. Y con ese desencanto, la caída del mito y la certeza paralela del
extraordinario talento que con él se extingue sin remedio, Budd
Schulberg, mediante el personaje interpuesto del joven narrador que
cuida del escritor en otro tiempo grande y ahora borracho y acabado,
construye un retrato asombroso de la época en que, como apuntó Anthony
Burgess -Poderes terrenales, otra novelaza-, tanto el cine como la
literatura produjeron algunas de las obras de arte más asombrosas de
todos los tiempos. El desencantado está en la estela de esas
grandes obras; y si es verdad que no las iguala, tampoco desmerece de
ellas, pues sobre su huella nace y mucho nos acerca. Gracias a tan
soberbia novela, hoy puedo lamentar que haya muerto un magnífico
escritor, en lugar de alegrarme porque desaparezca un miserable chivato.