Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 31/5/2009
Eché los dientes profesionales al principio de los setenta, dando tumbos entre lugares revueltos y un periódico de los de antes;
cuando no existían gabinetes de comunicación, correo electrónico ni
ruedas de prensa sin preguntas. En aquel periódico, los reporteros
buscaban noticias como lobos hambrientos, y se rompían los cuernos por
firmar en primera página. Se llamaba Pueblo, era el más leído
de España, y en él se daba la mayor concentración imaginable de golfos,
burlangas, caimanes y buscavidas por metro cuadrado. Era una pintoresca
peña de tipos resabiados, sin escrúpulos, capaces de matar a su madre o
prostituir a su hermana por una exclusiva, sin que les temblara el
pulso. Y que a pesar de eso -o tal vez por eso- eran los mejores
periodistas del mundo.
Nunca aprendí tanto, ni me reí tanto, como en aquel garito de la calle Huertas de Madrid, que incluía todos los bares en
quinientos metros a la redonda. Algo que no olvidé nunca es que los
periodistas -los buenos reporteros, sobre todo- corren juntos la
carrera, ayudándose entre sí, y sólo se fastidian unos a otros en el
esprint. Ahí, a la hora de hacerse con la noticia y enviarla antes que
nadie, la norma era -supongo que todavía lo es- no darle cuartel ni a
tu padre. Eso no excluía el buen rollo, ni echar una mano a los
colegas. Los directores y propietarios de radios y periódicos tenían
sus ajustes de cuentas entre ellos, pero a la infantería esa murga
empresarial se la traía bastante floja. Hasta con los del ultrafacha
diario El Alcázar nos llevábamos bien, y cuando estábamos aburridos en la redacción y telefoneábamos diciendo «¿El Alcázar? Somos los rojos. Si no os rendís, fusilamos a vuestro hijo», reconocían nuestra voz y se limitaban a llamarnos hijos de la gran puta.
Eran otros tiempos. Y nosotros, a tono con ellos, éramos cazadores de noticias de primera página, conscientes de que la vida nos había llevado a Pueblo como podía habernos llevado a La Vanguardia, Ya, Arriba, Diario 16 o -ignoro si había uno- el Eco de Calahorra. Sabíamos incluso que un día u otro, por azares de la vida, podíamos ir
a parar a cualquiera de ellos. Cada cual tenía sus ideas particulares,
por supuesto; pero estamos hablando de periodismo. De pan de cada día y
de reglas básicas. Éstas incluían aportar hechos y no opiniones, no
respetar en el fondo nada ni a nadie, y ser sobornables sólo con
información exclusiva, mujeres guapas -o el equivalente para reporteras
intrépidas- y gloriosas firmas en primera. En el peor de los casos, los
jefes compraban tu trabajo, no tu alma. Ser periodista no era una
cruzada ideológica, sino un oficio bronco y apasionante. Como habría
dicho Graham Greene, Dios y la militancia política sólo existían para
los editorialistas, los columnistas y los jefes de la sección de
Nacional. A ellos dejábamos, con mucho gusto, la parte sublime del
negocio. El resto éramos mercenarios eficaces y peligrosos.
Con tales antecedentes, comprenderán que ahora, a veces, largue la pota. Es tan perversa la política actual que la frontera
entre información y opinión, alterada en las últimas décadas por un
compadreo poco escrupuloso con los partidos y la gentuza que en ellos
medra, se ha ido al carajo. Contagiados del putiferio nacional, algunos
periodistas de infantería se curran hoy el estatus sin remilgos. Tal
como está el patio, según el medio que les da de comer, se ven
obligados a tomar partido, de buen grado o por fuerza, alineándose con
la opción política o empresarial oportuna. Antes podían manipularte un
titular o un texto; pero al menos lo defendías como gato panza arriba,
ciscándote en los muertos del redactor jefe, que además era amigo tuyo.
Un buen periodista podía pasar sin despeinarse de Arriba a Informaciones, o al revés. Lo redimía el higiénico cinismo profesional. Ahora, el
salario del miedo incluye succionar ciruelos con siglas e insultar a
los colegas como si la independencia personal fuera incompatible con el
oficio. Secundar a la empresa hasta en sus guerras y disparates. Así,
redactores culturales que antes sólo hablaban de libros o teatro
escriben también columnas de opinión donde atacan a este partido o
defienden a aquél; y hasta el becario que trajina noticias locales debe
meter guiños en contra o a favor, demostrando además que se lo cree de
verdad, si quiere seguir empleado. El otro día me quedé patedefuá
cuando, en el programa del tiempo de una televisión privada, su
presentador -meteorólogo o algo así- introdujo un chiste político a
favor de la empresa donde curra. También resulta educativo comprobar
que dos o tres columnistas de un prestigioso diario afecto al actual
Gobierno, hasta ayer mismo dispuestos a tragárselo todo, han bajado
unánimes, como un solo hombre y una sola mujer, el incienso a un punto
más tibio, adoptando cautas distancias desde que la página editorial de
su periódico empezó a incluir críticas hacia el presidente Zapatero.
Obligaciones de empresa aparte, los hay también que nunca pierden
ningún tren, porque corren delante de la locomotora.