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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 20/4/2009
Ayer vi de nuevo Las cosas del querer, de Jaime Chávarri, cuyo estreno me entusiasmó hace veinte años. Al poner el deuvedé temía
que la película hubiera envejecido mal; pero lo cierto es que disfruté
mucho. Las canciones son deliciosas, la historia está admirablemente
contada, Ángela Molina sigue extraordinaria y guapísima, Ángel de
Andrés Pérez borda su papel de pianista bruto y tierno, y Manuel
Bandera está soberbio interpretando el personaje de Mario, inspirado
sin rodeos en el inmenso, entrañable Miguel de Molina. Y como las cosas
encajan unas con otras de manera misteriosa, hoy abro el periódico y me
entero de que en Madrid hay una exposición, abierta hasta mayo,
titulada: Miguel de Molina. Arte y provocación. No he ido a
verla todavía, porque quiero escribir esta página con la película
recién vista. En caliente. Para agradecer a Jaime Chávarri que hiciera
lo que hizo, y para recordar a Miguel de Molina. Y no es un recuerdo
cualquiera. Ni casual. Se lo dice a ustedes alguien que, cada vez que
viaja por carretera, lleva puestos en el cedé del coche Ojos verdes, Don Triquitraque y La bien pagá. Entre muchas otras.
La historia de Miguel de Molina es tan española, tan de
aquí, que duele con sólo teclearla. Una historia de talento roto,
quebrada y trágica como la de aquella generación partida por la guerra
civil, maltratada por un bando vencedor que demostró, en sus infames
representantes, una falta absoluta de compasión y de decencia. Miguel
de Molina era el artista más notable de su tiempo, y con él se
ensañaron los nuevos amos de España, poniendo en ello toda la chulería
arrogante, despiadada, de quienes se sabían impunes y poderosos. Al
chiquillo que había empezado fregando el burdel de María la Limpia en
Algeciras, al artista original y personalísimo que arrasaba en tablaos
y escenarios, que nada tuvo que ver con la política, no le bastaba,
para el favor de la nueva gentuza -la que arrebató el poder a la
anterior gentuza-, haber sido obligado a echar flores desde una tribuna
y saludar brazo en alto el desfile de los vencedores, junto a Jacinto
Benavente y otros artistas. Tenía, además, que trabajar para
empresarios que le pagaban tres veces menos de lo que había cobrado
durante la República. Purgar así haber animado con su arte a los
soldados rojos en los hospitales de guerra, lo mismo que habría animado
a los nacionales de haber caído al otro lado. Era la España eterna, de
siempre: conmigo o contra mí. El caso es que Miguel de Molina se negó a
renovar un contrato, y lo pagó muy caro. Al terminar una función, tres
individuos que se identificaron como policías -uno de ellos, el conde
de Mayalde, sería luego alcalde de Madrid- lo llevaron a un descampado,
lo forzaron a beber aceite de ricino y le dieron una paliza,
arrancándole el pelo y algún diente. Y mientras el infeliz preguntaba
por qué le pegaban, los otros respondían: «Por rojo y maricón».
Y luego, el exilio. Al artista enorme, ídolo de las radios y los escenarios, que había visto y oído nacer Ojos verdes en un café de Barcelona una noche de conversación entre él, Rafael de
León y Federico García Lorca, le negaron los permisos para actuar,
persiguiéndolo con saña allí por donde iba. La mano del franquismo era
larga, entonces. Después de triunfar en Argentina, presiones de la
embajada española lo forzaron a irse a México, donde también se le hizo
la vida imposible -Jorge Negrete y Cantinflas lo putearon con muchas
ganas- y terminó regresando a la Argentina de Perón. Allí escribió un
poema -Cuando te duela España- que más o menos empieza diciendo: «Esquiva los cuchillos / de los recuerdos», y termina: «Que el pan es uno solo / en cualquier tierra». Y no volvió, claro. Regresó más tarde a España un par de veces,
temporalmente -los periódicos lo machacaron a gusto por homosexual y
republicano-, pero en realidad no volvió nunca. Se quedó allá, en
Argentina, negándose durante mucho tiempo a ser entrevistado. Sin
querer saber nada de su patria ni de los periodistas -yo fui uno de
ellos, en 1978- que llamaron a su puerta. Cuando en el año 92,
cincuenta y dos después de echarlo a palos, España le concedió la Orden
de Isabel la Católica, a él ya le daba igual. Estaba fuera de plazo, y
así lo dijo: «Esa reparación me llega demasiado tarde». Murió a
los pocos meses, a punto de cumplir los 85 años, y está enterrado en
Buenos Aires, en el cementerio de la Chacarita. Málaga reclamó sus
restos el año pasado, pero yo creo que ni Málaga ni España lo merecen.
A buenas horas, mangas verdes, habría dicho él. Mejor que lo dejen en
paz donde está. Allí donde lo confinamos a palos, entre todos. Donde
pudo quedarse. Nada resume mejor su vida que La bien pagá, aquella copla con la que una vez triunfó en los escenarios: «Ná te pido, ná te debo / me voy de tu vera, olvídame ya». Miguel de Molina, como tantos. Como siempre. La puerca España.