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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 01/3/2009
Me gusta la calle Cervantes de Madrid. No porque sea especialmente bonita, que no lo es, sino porque cada vez que la piso
tengo la impresión de cruzarme con amistosos fantasmas que por allí
transitan. En la esquina con la calle Quevedo, uno se encuentra
exactamente entre la casa de Lope de Vega y la calle donde vivió
Francisco de Quevedo, pudiendo ver, al fondo, el muro de ladrillo del
convento de las Trinitarias, donde enterraron a Cervantes. A veces me
cruzo por allí con estudiantes acompañados de su profesor. Eso ocurrió
el otro día, frente al lugar donde estuvo la casa del autor del
Quijote, recordado por dos humildes placas en la fachada -en Londres o
París esa calle sería un museo espectacular con colas de visitantes,
librerías e instalaciones culturales, pero estamos en Madrid, España-.
La estampa del grupo era la que pueden imaginar: una veintena de chicos
aburridos, la profesora contando lo de la casa cervantina, cuatro o
cinco atendiendo realmente interesados, y el resto hablando de sus
cosas o echando un vistazo al escaparate de un par de tiendas cercanas.
Cervantes les importa un carajo, me dije una vez más. Algo
comprensible, por otra parte. En el mundo que les hemos dispuesto, poca
falta les hace. Mejor, quizás, que ignoren a que sufran.
Pasaba junto a ellos cuando la profesora me reconoció. Es un escritor, les dijo a los chicos. Autor de tal y cual. Cuando
pronunció el nombre del capitán Alatriste, alguno me miró con vago
interés. Les sonaba, supongo, por Viggo Mortensen. Saludé, todo lo
cortés que pude, e hice ademán de seguir camino. Entonces la profesora
dijo que yo conocía ese barrio, y que les contase algo sobre él.
Cualquier cosa que pueda interesarles, pidió.
La docencia no es mi vocación. Además, albergo serias reservas sobre el interés que un grupo de quinceañeros puede tener, a las doce
de la mañana de un día de invierno frío y gris, en que un fulano con
canas en la barba les cuente algo sobre el barrio de las Letras. Pero
no tenía escapatoria. Así que recurrí a los viejos trucos de mi lejano
oficio. Plantéatelo como una crónica de telediario, me dije. Algo que
durante minuto y medio trinque a la audiencia. Una entradilla con
gancho, y son tuyos. Luego te largas. «Se odiaban a muerte», empecé,
viendo cómo la profesora abría mucho los ojos, horrorizada. «Eran tan
españoles que no podían verse unos a otros. Se envidiaban los éxitos,
la fama y el dinero. Se despreciaban y zaherían cuanto les era posible.
Se escribían versos mordaces, insultándose. Hasta se denunciaban entre
sí. Eran unos hijos de la grandísima puta, casi todos. Pero eran unos
genios inmensos, inteligentes. Los más grandes. Ellos forjaron la
lengua magnífica en la que hablamos ahora.»
Me reía por los adentros, porque ahora todos los chicos me miraban atentos. Hasta los de los escaparates se habían acercado. Y
proseguí: «Tenéis suerte de estar aquí -dije, más o menos-. Nunca en la
historia de la cultura universal se dio tanta concentración de talento
en cuatro o cinco calles. Se cruzaban cada día unos y otros, odiándose
y admirándose al mismo tiempo, como os digo. Ahí está la casa de Lope,
donde alojó a su amigo el capitán Contreras, a pocos metros de la casa
que Quevedo compró para poder echar a su enemigo Góngora. Por esta
esquina se paseaban el jorobado Ruiz de Alarcón, que vino de México, y
el joven Calderón de la Barca, que había sido soldado en Flandes. En el
convento que hay detrás enterraron a Cervantes, tan fracasado y pobre
que ni siquiera se conservan sus huesos. Lo dejaron morir casi en la
miseria, y a su entierro fueron cuatro gatos. Mientras que al de su
vecino Lope, que triunfó en vida, acudió todo Madrid. Son las paradojas
de nuestra triste, ingrata, maldita España».
No se oía una mosca. Sólo mi voz. Los chicos, todos, estaban agrupados y escuchaban respetuosos. No a mí, claro, sino el eco
de las gentes de las que les hablaba. No las palabras de un escritor
coñazo cuyas novelas les traían sin cuidado, sino la historia
fascinante de un trocito de su propia cultura. De su lengua y de su
vieja y pobre patria. Y qué bien reaccionan estos cabroncetes, pensé,
cuando les das cosas adecuadas. Cuando les hacen atisbar, aunque sea un
instante, que hay aventuras tan apasionantes como el Paris-Dakar o mira
quien baila, y que es posible acceder a ellas cuando se camina
prevenido, lúcido, con alguien que deje miguitas de pan en el camino.
Le sonreí a la profesora, y ella a mí. «Bonito trabajo el suyo,
maestra», dije. «Y difícil», respondió. «Pero siempre hay algún justo
en Sodoma», apunté señalando al grupo. Mientras me alejaba, oí a
algunos chicos preguntar qué era Sodoma. Me reía a solas por la calle
del León, camino de Huertas. Desde unos azulejos en la puerta de un
bar, Francisco de Quevedo me guiñó un ojo, guasón. Le devolví el guiño.
La mañana se había vuelto menos gris y menos fría.