Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 12/10/2008
Colecciono combates navales desde niño, cuando mi abuelo y mi padre me contaban Salamina, Actium, Lepanto o Trafalgar, veía en el cine películas como Duelo en el Atlántico, Bajo diez banderas, Hundid el Bismarck, La batalla del Río de la Plata o El zorro de los océanos -John Wayne haciendo de marino alemán, nada menos-, o leía sobre el último zafarrancho del corsario Emden con el crucero Sidneyfrente a las islas Cocos. Dos episodios de la Guerra Civil española se contaron siempre entre mis favoritos: el hundimiento del Baleares y el combate del cabo Machichaco. Los conozco de memoria, como tantos
otros. Cada maniobra y cada cañonazo. A veces, en torno a una mesa de
Casa Lucio, cambio cromos con Javier Marías o Agustín Díaz Yanes, a
quienes también les va la marcha aunque sean más de tierra firme:
Balaclava, Rorke's Drift, Stalingrado, Montecassino. Sitios así.
La del cabo Machichaco es mi historia naval española favorita del siglo XX. Sé que lo de historia española incomodará a
alguno, pues se trata del más gallardo hecho de armas de la marina de
guerra auxiliar vasca durante la Guerra Civil; pero luego
matizo la cosa. Un episodio, éste, heroico y estremecedor, que tuvo
lugar el 5 de marzo de 1937 frente a Bermeo, cuando el crucero Canarias dio con un pequeño convoy republicano formado por el mercante Galdames y cuatro bous armados de escolta. La mar era mala; el Canarias, el
buque más poderoso de la flota nacional; y los bous, unos simples
bacaladeros grandes, armados de circunstancias. Después de incendiar
uno de ellos, el Gipúzkoa, que tras combatir pudo refugiarse en
Bermeo, y alejar a otros dos, el crucero nacional dio caza al mercante,
que paró sus máquinas. Luego decidió ocuparse del Nabarra.
Háganse idea. Un crucero de combate, blindado, de 13.000 toneladas, con cuatro torres dobles de 203 milímetros, capaces de
enviar proyectiles de 113 kilos a 29 kilómetros de distancia,
enfrentado a un bacaladero -el ex Vendaval, incautado por el
gobierno vasco- de 1.200 toneladas, dotado con sólo un cañón de 101,6 a
proa y otro igual a popa. El comandante del Nabarra era un
marino mercante asimilado a teniente de navío, que había pasado toda su
vida profesional en los bacaladeros de la empresa pesquera PYSBE, y que
al estallar la contienda civil decidió seguir la suerte que corrieran
los barcos de ésta. Y al verse encima al Canarias, que lo batía
desde 7.000 metros de distancia con toda su artillería, decidió pelear.
Puesto a ser hecho prisionero y fusilado, dijo tras reunir a sus
oficiales en el puente, prefería hundirse con el barco. Todos
estuvieron de acuerdo. Así que se pusieron a ello.
Fuerte marejada. Un cielo gris, viento y chubascos. Y
hombres que se vestían por los pies. Arrimándose cuanto pudo, el
humilde bacaladero consiguió meterle al crucero algún cañonazo en la
amura de babor y otros que le tocaron palos y antenas. Durante una
hora, maniobrando entre el oleaje, el Nabarra sostuvo el fuego de un modo que los mismos enemigos -el comandante y el director de tiro del Canarias- calificarían luego en sus partes de eficaz y admirable. Al fin, el
cañoneo devastador del crucero liquidó el asunto cuando un impacto
directo acertó en el puente del Nabarra, matando al timonel y
al segundo oficial. Otro proyectil de 203 milímetros alcanzó la sala de
máquinas y destrozó a cuantos estaban allí. Ya sin gobierno, aunque
disparando sin cesar, el bacaladero encajó nuevos cañonazos enemigos.
Al fin, viendo imposible proseguir el combate, su comandante dio orden
a los supervivientes de que intentaran salvarse, quedándose él a bordo
con el primer oficial hasta que el barco estalló y se fue a pique. Sólo
veinte de los cuarenta y nueve tripulantes consiguieron llegar a los
botes salvavidas. El resto, comandante incluido, desapareció en el mar.
Y ahora quiero apuntar un detalle que las fanfarrias oficiales y algún historiador de pesebre local suelen dejar de lado
cuando se menciona la acción del cabo Machichaco: el comandante que de
ese modo cumplió su deber y su palabra, hundiéndose con el barco
después de tan atrevido combate, respetado y obedecido por sus hombres
hasta el último instante de sus vidas, no era vasco. Había nacido en La
Unión, Cartagena. Paisano mío. Estaba casado con una guipuzcoana
llamada Natividad Arzac, hija del médico de Pasajes -una sobrina suya,
Pilar Echenique Arzac, vive todavía en San Sebastián-, y peleó, como
mandaban las ordenanzas, con la ikurriña izada en la proa y la bandera
tricolor de la República Española ondeando en la popa, hasta que a las
dos las desgarró, juntas y al mismo tiempo, la metralla del Canarias. Enrique Moreno Plaza, se llamaba el tío. Teniente de navío de la
Euzkadiko Gudontzidia. Con un par de huevos exactamente donde hay que
tenerlos. Acababa de cumplir treinta años.