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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 31/8/2008
La semana pasada se acabó la página cuando les comentaba cómo ni el Gobierno central ni algunos gobiernos autonómicos garantizan
el libre uso del castellano, o español, en la Administración, Sanidad o
Educación de toda España. Franquismo al revés: antes era el español
forzoso para todo, y ahora es la lengua local la obligatoria. Cuando
los nacionalistas buscaban parcelita, la palabra bilingüismo era
mágica: daban el alma por rotular también en catalán, gallego o
vascuence. Ahora proclaman sin disimulo el ideal de una nación
monolingüe, aunque no encaje en la realidad de la calle. Pese a que su
mala fe es evidente, aún hay palmeros y cómplices afirmando que eso es
progresista; y denunciarlo, resabio imperial. Y mientras tanto imbécil
-en el más honrado de los casos- mira al tendido o lleva el botijo,
cuatro golfos oportunistas han convertido las respectivas lenguas,
valiosas herramientas culturales y de comunicación, en filtro sectario
para excluir a los no afines y promocionar en el trabajo y la sociedad
a su clientela exclusiva. Marginando la excelencia profesional a favor
de la lingüística, como si contara más el idioma que la habilidad de
quien opera con un bisturí. Tal es el sentido de la sobada cohesión social: hablar sólo una lengua propia como si la común, el español, no lo fuese. Empeño legítimo, por cierto,
para un catalán, un vasco o un gallego nacionalistas; pero injusto para
quien no lo es. En una España llena de naturales e inmigrantes que van
de una autonomía a otra buscando trabajo, es un disparate negarles el
único idioma que permite comunicarse en todo el territorio nacional -y
también fuera de él- con soltura y libertad.
En esta canallada política nadie tiene la exclusiva. Los graves cantamañanas del Pepé, reunidos hace mes y pico en San
Millán de la Cogolla para proclamar su apoyo a la lengua española,
podían haberlo hecho con más eficacia y menos demagogia durante los
ocho años que estuvieron en el poder. Entonces, la peña del amigo Ansar
tragó de todo. Como tragará en el futuro, por mucho que ahora subscriba
el manifiesto de la Lengua Común o el de la Lirio, la Lirio tiene,
tiene una pena la Lirio. Así que, en mi opinión, Mariano Rajoy puede
meterse la adhesión donde le quepa. Por culpa de tanto oportunista, al
final siempre terminan vendiéndonos la lengua española como
enfrentamiento entre derecha e izquierda; cuando, en realidad, los
políticos de derechas tienen tanta desvergüenza como los de izquierdas.
Es cosa del puerco y común oficio.
En cuanto a los que se llenan la boca de República o Guerra Civil, cuya realidad tanto manipulan, hay que recordarles que la mayor parte
de quienes lucharon por esa República no lo hicieron para darles un
cortijo con lengua propia a cuatro mangantes, sino para que una España
de ciudadanos fuese más culta, libre y solidaria. Uno comprende que la
derecha, con su desvergüenza innata, vaya y venga envuelta en toda
clase de farfollas trompeteras. A fin de cuentas, su discurso es, a
escala nacional, el que los nacionalistas mantienen a escala cutre. En
cuanto a la izquierda, algunos llevamos treinta años preguntándonos qué
pito toca en ese apoyo suicida al nacionalismo, que no fue de
izquierdas nunca: situar ahí a Arzallus, Ibarretxe o Pujol es un
desatino indecente. Como dijo Juan Marsé: «En la postguerra me putearon
los padres y en la democracia sus hijos. Pero siempre me putearon los
mismos».
Hay menos injusticia, afirmaba Montaigne, en que te roben en un bosque que en un lugar de asilo. Es más infame que te desvalijen
quienes deben protegerte. Pensé en eso oyendo al presidente Zapatero
referirse al Manifiesto de la Lengua Común, cuando expresó su esperanza
de que la derecha «no se apropie del idioma español como hizo con la
bandera». Todavía estoy dándole vueltas a si lo del presidente es
candidez o cinismo. La derecha se apropió de la bandera española
porque, desde la Transición, la izquierda se la regaló gratis,
negándose a utilizarla hasta veintitantos años después: los mismos que
ha tardado el Pesoe en pronunciar la palabra España. Y al final, entre
unos y otros, han conseguido lo mismo que con la bandera. Lo que ya
pasa en algunos colegios: que al niño que habla en español lo llamen
facha.
Por eso me adherí al manifiesto. Confirma mi decisión el recular de los cobardes, el silencio de los corderos y el runrún de los
tontos: los equidistantes que siempre acaban favoreciendo al verdugo.
Me reafirma la furia de los caciques paletos y los escupitajos de mala
fe de quienes tienen la osadía de llamar nostálgicos del franquismo, e
incluso extrema derecha -lo han hecho consejerías de cultura
autonómicas y miembros del Gobierno- a firmantes como Miguel Delibes,
Carlos Castilla del Pino, José Manuel Sánchez Ron, Luis Mateo Díez,
Álvaro Pombo, Margarita Salas, o yo mismo. Luego algunos se extrañan de
que me cisque en su puta madre.