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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 08/6/2008
Me van a volver diabético, entre tanto gilipollas. Nunca hubo
tal cantidad de soplacirios en la política, el sindicalismo, la
cultura, el feminismo, la sociedad. Empieza a alterarme la salud tanto
buen rollo y buenas intenciones, tanta mermelada a todas horas, tanta
propuesta de besarnos masivamente en la boca para que las cosas vayan
bien, tanta certeza de que con demagogia y corderitos de Norit
triscando saltarines por el prado conseguiremos una España, un mundo,
un universo mejor y más justo. Eso está bien para los jóvenes, cuya
obligación antropológica, por edad y hormonas, es batirse en defensa de
todo eso y de algunas cosas más. En tales lides se desbrava uno, y con
el derroche de energía, si sobrevives a ello, y con la estiba que la
realidad sacude en el morro, al final terminas madurando, camino de la
serenidad, la experiencia y el razonable respeto a ti mismo, a lo que
fuiste, eres y acabarás siendo. Ni más ni menos que la vida, en suma.
El trámite obligatorio.
Por eso me hace echar la pota el comportamiento y discurso de tanto simple, de tanto cantamañanas y de tanto golfo apandador
entrado ya en experiencia y años. Toparte en cada telediario, en cada
programa de radio, en cada titular de prensa, con simplezas propias de
colegas de bachillerato dichas por pavos con canas en la barba, o por
tordas con edad de ser abuelas, lleva a la inevitable conclusión de
que, o estamos rodeados de retrasados mentales, o se trata de que los
resortes sociales han sido secuestrados por una legión de embusteros y
sinvergüenzas. Aunque también puede ocurrir que todo sea lo mismo: con
frecuencia, un tonto al que nadie pone límites termina convirtiéndose,
por puro hábito del ejercicio, en resabiado y contumaz sinvergüenza. Y
más cuando, como ocurre ahora con triste frecuencia -antes sólo ocurría
con la política-, es posible hacer de cualquier ideología un rentable
medio de vida.
No se trata sólo de España, claro. Lo nuestro es simple contagio. El mundo -el occidental, al menos- apunta por ahí:
cantamañanismo como espíritu universal. Eso, con la que está cayendo;
aunque tal vez la que está cayendo -y la que va a caer- provenga
precisamente de que, cada vez más, los resortes que mueven la vida y la
sociedad están en poder de perfectos tontos del haba en el sentido
parmenidiano -me parece que era ése- del asunto: redondos, compactos y
sin poros. Hasta no hace mucho, teníamos el consuelo de saber que, en
el fondo, nadie se creía de verdad lo que circulaba como moda o
tendencia; más o menos lo que pasa en Italia con la política. El
problema es que ahora ya no es así. Ahora, la gente empieza a creérselo
todo en serio. Y a actuar en consecuencia. En la sociedad actual, la
línea más corta entre dos puntos es la estupidez. Y la dictadura que, a
la larga, nos impone.
Hay un símbolo reciente de todo eso. Pensaba en ello hace un momento, cuando empecé a teclear estas líneas: Pippa Bacca, la
artista italiana de treinta y tres años que hace dos meses decidió
viajar, vestida de novia y haciendo autostop, por algunos de los
lugares más peligrosos del planeta, en nombre de la paz, para
demostrar, decía, que «cuando uno confía en los demás recibe sólo cosas buenas». Lo del traje nupcial, ojo al dato, era «metáfora de un matrimonio con la tierra y con la paz, del blanco y del femenino»; y lo del autostop, «ponerse en manos de otros viajeros y fiarse de la gente».
Con tales antecedentes, a lo mejor a alguien le sorprende que, a poco
de empezar el viaje, Pippa Bacca fuese violada y estrangulada en la
frontera entre Turquía y Siria por un fulano con antecedentes penales.
A otros, que somos unos cabrones suspicaces y mal pensados, no nos
sorprende en absoluto. A los sitios peligrosos se los llama así
precisamente porque hay peligro. Y el principal peligro se llama ser
humano, sobre todo cuando nos empeñamos en creer que los valores que
predicamos en nuestras confortables salitas de estar, discursos
políticos y tertulias de la radio y la tele, son los mismos que manejan
un talibán cabreado con un Kalashnikov, un africano hambriento con un
machete, o cualquier hijo de puta con pocos escrúpulos y ganas de
picarle el billete a una señora. Por ejemplo.
Dice el recorte de prensa que tengo sobre la mesa que a
esa pobre chica la mató un turco desaprensivo. Pero, en mi opinión, el
recorte se columpia. La mató la estupidez. La suya y la de la sociedad
occidental, cada vez más idiota y suicida, que la convenció de que el
mundo, en el fondo, es un lugar simpático que sólo necesita un traje de
novia para convertirse en el bosquecito de Bambi.