Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 23/3/2008
Hace tiempo que no les cuento ninguna historieta antigua, de
ésas que me gusta recordar con ustedes de vez en cuando, quizá porque
apenas las recuerda nadie. Me refiero a episodios de nuestra Historia
que en otro lugar y entre otra gente serían materia conocida, argumento
de películas, objeto de libros escolares y cosas así, y que aquí no son
más que tristes agujeros negros en la memoria. Hoy le toca a un
personaje que, paradójicamente, es más recordado en los Estados Unidos
que en España. El fulano, malagueño, se llamaba Bernardo de Gálvez, y
durante la guerra de la independencia americana -España, todavía
potencia mundial, luchaba contra Gran Bretaña apoyando a los rebeldes-
tomó la ciudad de Pensacola a los ingleses. Y como resulta que, cuando
me levanto chauvinista y cabrón, cualquier español que en el pasado les
haya roto la cornamenta a esos arrogantes chulos de discoteca con
casaca roja goza de mi aprecio histórico -otros prefieren el fútbol-,
quiero recordar, si me lo permiten, la bonita peripecia de don Berni.
Que fue, además de político y soldado -luchó también contra los indios
apaches y contra los piratas argelinos-, hombre ilustrado y valiente.
Sin duda el mejor virrey que nuestra Nueva España, hoy Méjico, tuvo en
el siglo XVIII.
Vayamos al turrón: en 1779, al declararse la guerra,
don Bernardo decidió madrugarles a los rubios. Así que, poniéndose en
marcha desde Nueva Orleáns con mil cuatrocientos hombres entre
españoles, milicias de esclavos negros, aventureros y auxiliares
indios, cruzó la frontera de Luisiana para invadir la Florida
occidental, tomándoles a los malos, uno tras otro, los fuertes de
Manchak, Baton-Rouge y Natchez, y cuantos establecimientos tenían los
súbditos de Su Graciosa en la ribera oriental del Misisipí. Al año
siguiente volvió con más gente y se apoderó de Mobile en las napias
mismas del general Campbell, que acudía con banderas, gaitas y toda la
parafernalia a socorrer la plaza. En 1781, Gálvez volvió a la carga y
estuvo a pique de tomar Pensacola. No pudo, por falta de gente y
recursos -los milagros, en Lourdes-; así que regresó al año siguiente
desde La Habana con tres mil soldados regulares, auxiliares indios y
una escuadra de transporte apoyada por un navío, dos fragatas y
embarcaciones de guerra menores.
La operación se complicó desde el principio: a los
españoles parecía haberlos mirado un tuerto. Las tropas desembarcaron y
empezó el asedio, pero los dos mil ingleses que defendían Pensacola -el
viejo amigo Campbell estaba al mando- se atrincheraban al fondo de la
bahía, protegida a su vez por una barra de arena que dejaba un paso muy
angosto, cubierto desde el otro lado por un fuerte inglés, donde al
primer intento tocó fondo el navío San Ramón. Hubo que dar
media vuelta y, muy a la española, el jefe de la escuadra, Calvo de
Irazábal, se tiró los trastos a la cabeza con Gálvez. Cuestión de
celos, de competencias y de cada uno por su lado, como de costumbre.
Calvo se negó a intentar de nuevo el paso de la barra. Demasiado
peligroso para sus barcos, dijo. Entonces a Gálvez se le ahumó el
pescado: embarcó en el bergantín Galveztown, que estaba bajo su
mando directo, y completamente solo, sin dejarse acompañar por oficial
alguno, arboló su insignia e hizo disparar quince cañonazos para que
los artilleros guiris que iban a intentar hundirlo supieran bien quién
iba a bordo. Luego, seguido a distancia sólo por dos humildes lanchas
cañoneras y una balandra, ordenó marear velas con la brisa y embocar el
estrecho paso. Así, ante el pasmo de todos y bajo el fuego graneado de
los cañones ingleses, el bergantín pasó lentamente con su general de
pie junto a la bandera, mientras en tierra, corriendo entusiasmados por
la orilla de la barra de arena, los soldados españoles lo observaban
vitoreando y agitando sombreros cada vez que un disparo enemigo erraba
el tiro y daba en el mar. Al fin, ya a salvo dentro de la bahía, el Galveztown echó el ancla y, muy flamenco, disparó otros quince cañonazos para saludar a los enemigos.
Al día siguiente, con un cabreo del catorce, el jefe de
escuadra Calvo de Irazábal se fue a La Habana mientras el resto de la
escuadra penetraba en la bahía para unirse a Gálvez. Y al cabo de dos
meses de combates, en «esta guerra que hacemos por obligación y no por odio»,
según escribió don Bernardo a su adversario Campbell, los ingleses se
tragaron el sapo y capitularon, perdiendo la Florida occidental. Por
una vez, los reyes no fueron ingratos. Por lo de la barra de Pensacola,
Carlos III concedió a Gálvez el título de conde, con derecho a lucir en
su escudo un bergantín con las palabras «Yo solo»; aunque en justicia le faltó añadir: «y con dos cojones». En aquellos tiempos, los reyes eran gente demasiado fina.