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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 28/10/2007
Tendemos a confundir inocencia con ignorancia. Pensaba en
eso el otro día, viendo en la tele los estragos que cuatrocientos
litros de agua por metro cuadrado pueden hacer en la estupidez y el
desinterés del ser humano por las realidades físicas del mundo real en
el que vive. Creemos que metiendo maquinaria y cemento podemos mover
montañas, alterar cauces de ríos y cambiar el paisaje a nuestro antojo,
vulnerando impunemente las leyes naturales. Nos consideramos,
arrogantes, a salvo de todo, hasta que un día el Universo se despereza,
bosteza un poco y pega cuatro zarpazos al azar. Entonces resulta que el
coqueto paseo marítimo de Benicapullos de la Marineta, que costó una
tela, hay que demolerlo porque corta el paso a las aguas embravecidas
que vuelven a correr por donde siempre corrieron desde hace siete
millones de años; y que la urbanización de adosados, construida en la
orilla misma del río Manolillo, se va a tomar por saco llevándose los
coches, los bajos de las casas, a las abuelitas jubiladas y cuanto
encuentra por delante. Luego, claro, la culpa la tiene el Pesoe, o el
Pepé, o el alcalde, o Protección Civil. Los demás nos manifestamos
llorando, o cabreados, pero sin culpa de nada. Exigimos indemnizaciones
al Estado para recomponer nuestras vidas, y nos lamentamos porque la
razón y el telediario nos asisten. Somos víctimas inocentes.
Sin embargo, siempre hubo diluvios y volcanes. Las
playas de tal o cual sitio son idílicas precisamente porque, segura de
que allí cada cierto tiempo el mar pega un sartenazo, la gente se iba a
vivir a otra parte, por si acaso. Los maremotos, por tanto, no son
culpables de nada. Ni los terremotos. Ni lo que sea. Siempre estuvieron
ahí, y hasta los animales salvajes buscaban su guarida en otros pastos.
De pronto, en los últimos treinta años, o cien, o los que sean, hemos
decidido, porque nos conviene, que una riada, un tsunami o una erupción
de lava son fenómenos posibles, pero improbables. Así que, oiga. Ya
sería mala suerte. Por una ola gigante cada siglo y medio, por una
Nueva Orleáns cada cinco, no vamos a desperdiciar la playa tal o la
parcela cual, que piden ladrillo a gritos. Así que llenamos de pisos el
Vesubio, reconstruimos San Francisco en el mismo sitio, y situamos
quince mil plazas hoteleras en una playa que está a treinta kilómetros
en línea recta del volcán submarino más próximo. Y venga vuelos de bajo
coste, mojitos de ron y mariachis. Con todos muy felices, claro, y
fotos para la familia, y los niños jugando en playas vírgenes de arena
blanca, hasta que un día el mar y el azar dicen: hoy toca. Y adiós muy
buenas, chaval. Más fiambre para el telediario. O sea. Más víctimas
inocentes.
Antes, al menos, había excusa. O justificación. No
siempre éramos culpables de los efectos letales de nuestra ignorancia,
porque la sabiduría no estaba al alcance de todos. Estudiar era
difícil, y los cuatro canallas con corona o sotana que manejaban el
cotarro eran incultos o procuraban, en bien de su negocio, que la
chusma lo fuera. El hombre ignoraba que el mundo es un lugar peligroso
y hostil donde al menor descuido te saltas el semáforo; o lo sabía,
pero no contaba con medios para evitar el daño. Sin embargo, hace
tiempo que esa excusa no vale, al menos en lo que llamamos Occidente.
De Pompeya a las playas asiáticas, de Troya a las Torres Gemelas, el
imbécil occidental -ustedes y yo- dispone de treinta siglos de memoria
escrita que se pasa por el forro de los huevos. Tenemos colegio
obligatorio, televisión e Internet, y nunca hubo tanta información
circulando. Quien no sabe es porque no quiere saber. Ahora somos
deliberadamente ignorantes porque resulta más cómodo y barato mirar
hacia otro lado y creer que nunca va a tocarnos a nosotros. Hasta que
toca, claro. Hasta que el piso que compramos sin fijarnos en que estaba
en el cauce de un río seco se nos llena de agua. Hasta que el viaje
basura de quince euros que contratamos con una compañía cutre para
sentirnos millonarios tres días bebiendo piña colada mientras nos
llaman Buana o Sahib, nos deja tirados en el aeropuerto. Hasta que la
hipoteca que nos atamos al cuello sin averiguar antes si cuando todo se
vaya al diablo podremos pagarla, nos revienta en la cara y nos deja en
la puta calle. Entonces, sí. Entonces somos víctimas inocentes, pedimos
compasión, ayuda internacional y soluciones a cargo de los presupuestos
del Estado, y exigimos responsabilidades a la compañía aérea, y a la
cadena hotelera, y al gobierno, y a Dios, mientras agitamos en alto
nuestros inútiles billetes de avión, nuestras letras que no podemos
pagar, nuestras casas inundadas y nuestros muertos.