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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 21/1/2007
Todo el mérito es tuyo; tienes mi palabra de honor. Quizá el
botín de tan larga campaña -y lo que te queda todavía- no sea lo dorado
y brillante que uno espera cuando la inicia, a los doce o trece años,
con los ojos fascinados de quien se dispone a la aventura. Pero es un
botín, es tuyo, es lo que hay, y es, te lo aseguro, mucho más de lo que
la mayor parte de quienes te rodean obtendrán en su miserable y
satisfecha vida. Tú has abordado naves más allá de Orión, recuerda.
Tienes la mirada de los cien metros, esa que siempre te hará diferente
hasta el final. Fuiste, vas, irás, esos cien metros más lejos que los
otros; y durante la carrera, hasta que suene el disparo que le ponga
fin, habrás sido tú y habrás sido libre, en vez de quedarte de
rodillas, cómoda y estúpida, aguardando.
Ahora sabes que todo merece la pena. La larga travesía por ese mundo de méritos numéricos y ausencia de reconocimiento, donde
te viste obligada a arrastrar contigo al niño de papá, al tonto del
haba, al inútil carne de matadero, con tal de llevar a buen término el
trabajo para el que te bastabas en solitario. Has crecido y sabes que
las oportunidades no estaban en los otros, sino en ti. Que no había
nada malo en aquella chica tímida que se llevaba libros a las horas
libres de tutoría; que buscaba la mirada de los profesores
inteligentes, no para hacerles la pelota, sino por sentirse cómplice y
no estar sola. La jovencita que sobrecargaba la mochila con El guardián entre el centeno o El señor de los anillos,
que en la excursión del cole a Madrid prefería ver el Planetario, el
Prado o el Reina Sofía a dejarse la garganta en el parque de
atracciones. Que se enfrentaba a la hostilidad de compañeros cretinos
porque era la única que había leído las Sonatas de Valle-Inclán
o sabía quién era Wilkie Collins. Ahora que miras hacia atrás con
madurez, comprendes que cada vez que alguien ninguneó tu forma de ser,
te insultó, te miró por encima del hombro, no hizo sino precipitar tu
aprendizaje y tu lucidez. Tu certeza de ser mejor, más despierta y
diferente.
Mírate ahora. Qué lejos estás de tanto borrego y tanto buey. Entras en la edad adulta sin que nadie pueda imponerte una sonrisa
falsa cuando el mundo y su estupidez, su envidia, su mezquindad, te
hagan fruncir el ceño. Ahora tienes la certeza de que no te
equivocaste, y de que la niña callada en el banco del fondo puede ser
vengada por la mujer que hoy la recuerda. Sabes ya que puedes ser feliz
a tu manera y no a la de otros, con tus libros, con tus películas, con
tu familia, con esos amigos que no sabes cuánto tiempo van a durar y
por eso aprecias tanto, con la mirada serena que ahora posas a tu
alrededor, en la calle, en el trabajo, en la vida. En la muerte. Ahora
sabes que la virtud, en el más hondo sentido de la palabra, está en ese
aguante de tantos años, cuando cerca estuvieron de convertirte en otra.
Comprendes al fin que los malos profesores son un accidente sin
demasiada importancia, pues eres tú quien aprende; y la vida, incluso
con sus insultos, con sus malvados, con sus tragedias, con sus reglas
implacables, la que te enseña. Nadie dijo que fuera fácil.
El otro día fuiste a ver Salvador y saliste del cine asombrada, llorando. No por la película, ni por la suerte del
protagonista, sino por la certeza de que los ideales de aquel muchacho
ya no tienen sentido, porque ninguno los sustituye ahora, porque la
gente de tu edad se divide en dos grandes grupos: una minoría de
analfabetos desorientados, pasto de demagogia barata en manos de
políticos sin escrúpulos, y una masa inerte cuya única aspiración es
salir en Gran Hermano o ponerse hasta arriba el sábado por la
noche; jóvenes con garganta y sin nada que gritar, que se irían por la
pata abajo puestos en la piel de Salvador Puig Antich, o a los que,
viendo El crimen de Cuenca, la sola visión del garrote vil
haría cerrar los ojos con escalofríos en la nuca. Pero tus lágrimas,
amiga, demuestran que tienes razón. Que no te equivocaste al amar al
conde de Montecristo y al Gabriel Araceli de Galdós, al buscar el
secreto genial de un soneto de Borges o Quevedo, al transitar,
jugándotela, por los senderos sin carteles luminosos en los pasillos
oscuros de la Historia. Al hacer de cada esfuerzo, de cada miedo, de
cada desengaño, de cada ilusión y de cada libro, un martillo con el que
picar los muros espesos que te rodean.
Y si algún día tienes hijos, intenta que sean como tú. Como esos tipos flacos de los que hablaba Julio César, a la manera de
Casio: gente de dormir inquieto, peligrosa y viva. La que quita el
sueño a los apoltronados y a los imbéciles.