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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 12/11/2006
Fue por estas fechas, en los Balcanes. Era uno de los últimos trabajos en territorio comanche: tenía la
certeza de que aquello terminaba para mí. En la primera guerra del
Golfo, luego en Croacia y después en Sarajevo, había advertido que
venían otros tiempos. Las viejas putas de trinchera como Alfonso Rojo,
Julio Fuentes o yo mismo cedíamos terreno a las treinta conexiones en
directo para el telediario -así no podías buscar información, pero a
nadie parecía importarle-, y a los cantamañanas que aterrizaban a
cincuenta kilómetros del frente para hacer programas de sobremesa con
mucha lágrima de mujer violada y mucho huerfanito.
En Bosnia, la guerra de los reporteros aún no era
políticamente correcta. Todavía era guerra de verdad, y allí nos
juntábamos los restos de la vieja tribu, apurando la cosa como quien
permanece hasta última hora en un bar a punto de cerrar, bebiendo bajo
el fuego de los camareros impacientes que recogen vasos y ponen sillas
sobre las mesas. Esa madrugada tocaba Mostar: asediada por los serbios,
bombardeada día y noche, con cascos azules españoles dentro y las
navidades a tiro de Kalashnikov. Una perita en dulce para animar los
telediarios. Así que José Luis Márquez, con su cámara Betacam sobre las
rodillas, y el arriba firmante estábamos sentados en un BMR español,
esperando cruzar las líneas serbias y entrar una vez más en la ciudad.
Íbamos callados y tensos, pues con los hijos de puta de los artilleros
y francotiradores serbios, la cosa estaba chunga. Había que subir en
pequeño convoy desde Dracevo siguiendo el curso del río Neretva, cruzar
las líneas, el matadero del aeropuerto y bajarse en la calle principal
de Mostar. Y en ésa estábamos, aún de noche, esperando la partida,
fumando en silencio, cada uno pensando en sus cosas, cuando la chica
entró en el blindado y se sentó entre dos soldados, en la banqueta
frente a nosotros. Llevaba un chaleco antibalas enorme, y bajo el casco
asomaban sus cabellos rojizos y largos. Era un poco regordeta,
guapilla, joven, y tenía pecas. Médicos sin Fronteras, ponía en una
pegatina del casco: una oenegé seria, de las que se dejaban la piel, no
como tanto fantasma que caía por allí a hacerse fotos con dos botes de
leche condensada en los bolsillos.
Márquez no era simpático, y yo tampoco. Llevábamos
tres años en los Balcanes y más de veinte en el oficio. Éramos
profesionales de aquello, y sabíamos dónde nos íbamos a meter. Para la
chica era su primera misión de guerra. Su gran aventura. Estaba
asustada, y lo estuvo más cuando el blindado empezó a moverse, y nos
pararon los serbios ochenta veces, y al cruzar el aeropuerto hubo un
poquito de candela. A veces nos dirigía la palabra con sonrisa
nerviosa, intentando no mostrar el miedo que sentía; pero nosotros
estábamos demasiado sumidos en nuestras preocupaciones, que incluían el
telediario de esa noche, quedarnos sin tabaco -los soldados se lo
fumaban todo, los malditos- y seguir en razonable estado de salud
cuando terminara aquello. Incluido el propio miedo, que era asunto de
cada cual. Así que no la confortamos mucho, me temo. Ni siquiera le
preguntamos su nombre.
Llegamos a Mostar en un amanecer sucio y gris -allí
todos eran así, hasta los días de sol-, se abrió la rampa del BMR y lo
primero que vimos fue la cara flaca de Miguel Gil Moreno, que nos
esperaba. Le dimos un abrazo y empezamos a trabajar, porque en ese
momento caían morteros serbios, había heridos, y un casco azul español
estaba lleno de sangre de la cabeza a los pies, aunque no era suya.
Mientras bajábamos del blindado, Miguel -que luego moriría en Sierra
Leona- nos hizo una foto. En ella se ve a Márquez impasible como
siempre, un cigarrillo en la boca y echándose la cámara al hombro, y a
mí que bajo detrás, vuelto hacia un lado -no recuerdo qué miraba- con
mi mochila y cara de mala leche. Detrás se ve a la chica asomando la
cabeza bajo el casco como un ratoncito tímido. Creo recordar que
alguien de su oenegé la esperaba en alguna parte. No sé. No volvimos a
verla nunca. Han pasado trece años y no había vuelto a pensar en ella.
Hoy, ignoro por qué, la he recordado sentada en la penumbra del BMR en
aquel amanecer sucio de Mostar, apretando los puños cuando la metralla
serbia hacía cling-clang en la chapa del blindado. Lamento que ni
Márquez ni yo le dirigiéramos la palabra. Era una chica valiente.