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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 27/8/2006
Siempre he dicho -de broma, pero lo he dicho- que en su relación
con el mar, los delfines y las mujeres, los fulanos de mi generación
nos dividimos en dos grupos: los que de niños vimos La sirena y el delfín y los que no la vieron. Pero ojo. Que no se equivoquen los aficionados
a la mermelada ecológico infantil, porque, pese al título, aquello no
era precisamente Mi amigo Flipper. Basta recordar la primera
secuencia de la película, con Sofía Loren emergiendo del Mediterráneo
envuelta en una blusa mojada que moldeaba su contundente anatomía.
Además, el delfín no era un bicho vivo, sino una estatua romana de
bronce, cabalgada por un niño, que la Loren -creo que era buscadora de
esponjas, aunque tal vez me patine el embrague con Duelo en el fondo del mar-,
encuentra durante una inmersión. Y que el malvado elegante, que era
Clifton Webb, y el bueno -el muchacho, decíamos en Cartagena- Alan
Ladd, terminaban disputándose según las reglas clásicas del género.
En cualquier caso, la sonrisa de ese delfín de bronce quedó registrada en mis recuerdos, y sigue presente cada vez que me
encuentro con tan entrañables cetáceos. No hay gozo marinero, de
cuantos conozco, comparable a la voz del tripulante que los avista y
grita «¡Delfines!», y el inmediato bullir de éstos alrededor del
velero, saltando en el agua, resoplando mientras nadan con una
velocidad asombrosa, pegados a la proa, donde se vuelven de lado para
mirar hacia arriba, conscientes, en su extrema inteligencia, de los
humanos que los disfrutan y animan, en uno de los espectáculos animales
más hermosos del mundo.
Pero también los delfines son magníficos cuando van a su aire, ajenos a nosotros. La escena más bella que he visto en el mar ocurrió
unas millas al norte de Alborán, durante una noche de magnífica luna
llena. El barco navegaba hacia poniente con todo el trapo arriba. Yo
estaba de guardia, y había bajado a la camareta para marcar la posición
en la carta, cuando un rumor extraño me hizo subir a cubierta. Y
alrededor, en el inmenso contraluz del mar rizado por un jaloque suave,
vi centenares de delfines que nadaban y saltaban hasta el horizonte,
con aquella luz plateada reflejándose en sus aletas y lomos. Cenando,
supongo, pues el mar también estaba lleno de pescadillos que brincaban
por todas partes, intentando escapar. Tan enorme concentración se debía
a que un banco importante de peces había atraído a varias manadas a la
vez, y por allí andaban, dándose un banquetazo.
He dicho la escena más bella, pero no la más tierna. Ésta ocurrió hace doce años, un día de calma chicha y en alta mar,
navegando a motor y con las velas aferradas, en un Mediterráneo azul
cobalto y limpio de toda nube. Una manada de quince o veinte delfines
rodeó el barco. Paré el motor y quedamos al pairo en la mar tranquila,
entre tan simpáticos vecinos. Se encontraba a popa una niña de diez
años, tostada de agua y sol; una niña intrépida y hecha a todo eso,
capaz de leer, impávida, La isla del tesoro en su litera de
proa cuando el barco pegaba machetazos con viento de treinta y cinco
nudos. De pronto oímos una zambullida: la niña se había puesto unas
gafas de buceo, tirándose al agua para estar cerca de los delfines.
Consideren el sobresalto del padre, a quien faltó tiempo para largar la
escala y tirarse detrás. Y ahora imaginen el mar desde dentro, azul
inmenso y oscureciéndose en profundidad, con los delfines en torno al
casco del velero inmóvil. Y a popa, sumergida cosa de un metro y
agarrada con una mano a la escala, la niña desnuda en el agua luminosa,
mientras los delfines pasaban rozándola. Entonces, un ejemplar muy
jovencito que nadaba junto a su madre se aproximó a la niña,
observándola con curiosidad hasta quedar casi inmóvil ante ella; sólo
agitaba suavemente la cola y las aletas, con esa sonrisa peculiar e
indeleble que todos llevan impresa. El delfín y la niña se miraron así
durante un rato, incluso después de que ésta sacase la cabeza del agua
para respirar y se sumergiera de nuevo. Al fin la niña alargó despacio
una mano, acariciándole el hocico. Y mientras el padre de la niña
nadaba, cauto, manteniéndose a distancia pero atento a la escena, la
madre del pequeño delfín también estaba detrás, junto a la cola de
éste, sin intervenir, vigilando a su cachorro.
Excuso decir que la niña tiene hoy veintitrés años y mataría por un delfín. Y su padre también.