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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 13/8/2006
Nunca hemos sido tan vulnerables como ahora. Vivir apretando
botones y pasando tarjetas por ranuras, ir en hora y media de Madrid a
París, tiene su precio. Tanto confort que nos facilita la vida trae
implícito, con la posibilidad del fallo, su propio desastre. Un apagón,
una tarjeta de crédito estropeada, un minúsculo error informático
pueden bloquearlo todo, dejándonos inermes ante la máquina, el sistema
o la vida. Pero hay una variante más azarosa del asunto: la mano
interpuesta del hombre. En cuestión de fallos, no hay conjunción más
temible que el ser humano y la máquina. Nada más peligroso que un
mecanismo de los que rigen tu vida, y en cuya supuesta eficacia
confías, puesto en manos de un malvado. O lo que es peor: de un
imbécil.
El otro día viví una pequeña demostración de lo que
les cuento. Algo anec- dótico, afortunadamente; trivial en apariencia,
pero que me dejó -y aquí sigo- reflexionando sobre el asunto. Pasaba el
control de seguridad en el aeropuerto de Roma, sometido a las
humillaciones y sevicias de rigor. Tras despojarme de reloj, llaves,
monedas y cuantos objetos podían hacer sonar el detector de metales, lo
puse todo en la bandeja correspondiente, metí ésta y mi bolsa de mano
en la cinta transportadora y me situé tras un pobre abuelete al que
habían hecho quitarse el cinturón y caminaba sujetándose patéticamente
los pantalones, como si fuese camino del horno número 4 de Auschwitz.
Crucé, al llegar mi turno, el arco con la ligereza de ánimo de quien se
sabe inocente; pero al coger mi bolsa de mano, una agente de seguridad
pidió ver su interior. «Lleva un objeto extraño», me dijo la prójima en
italiano. Iba a responder que no había nada extraño en mi bolsa, cuando
recordé que llevaba, envuelta en su caja, una figura de plomo de un
palmo de longitud que había comprado en una tienda para coleccionistas:
un maiale, aquel pequeño submarino biplaza que los buceadores italianos
utilizaban, durante la Segunda Guerra Mundial, para atacar de noche a
los barcos ingleses fondeados en Gibraltar. Entonces, cayendo en la
cuenta de cuál era el objeto extraño, sonreí, hurgué en la bolsa y se
lo mostré a la agente.
Apenas vi la cara con la que la individua lo miraba,
comprendí que iba a tener problemas. Me ha tocado, pensé, la retrasada
mental del aeropuerto. Fruncía el ceño, obtusa, cuando cogió la especie
de torpedo pintado de verdegris naval, sopesándolo, y miró la hélice y
las dos figurillas de buzos sentadas a horcajadas sobre él. «¿Qué es
esto?», preguntó observándome como si llevase puestos una kufiya iraquí
o un turbante afgano. Entonces cometí el error de dar explicaciones. «È
un ginnoto», dije en mi italiano básico. «Un piccolo sommergibile
militare.» Su expresión me produjo un escalofrío. La pájara era menuda,
con el pelo castaño muy cardado, un cinturón con walkie-talkie y
esposas, y de pronto le vi cara de loca. «¿Torpedo militar?», concluyó
observándome con siniestra suspicacia. «La has jodido, Arturín», pensé.
Y para acabar de arreglarlo, decidí apelar a su memoria histórica. Esta
subnormal es italiana y agente de seguridad, decidí. Algún
entrenamiento tendrá, supongo. Algo habrá leído. Así que aclaré: «È un
maiale». Y ahí perdí el control de la cosa, porque la prójima me clavó
unos ojos como puñales y gritó: «¿Me ha llamado cerda?». Miré la cola
que se había formado detrás, pues bloqueábamos el paso. «No -respondí,
intentando no dejarme dominar por el pánico-. Ho detto maiale,
mascolino, no maiala. Maiale significa porco, è vero. Ma cosí si chiama
anche queste siluro. Data della guerra mondiale, ¿capisce?» La tía
estudiaba el submarinillo, y de vez en cuando intentaba -aunque era
imposible- desenroscar su parte delantera. «Maiala», repetía,
pensativa. «¿Y qué ha dicho de la guerra?»
Entonces pedí socorro. Literalmente. Lo dije en voz
alta, en español, y luego lo repetí en italiano: «¡Aiuto!». Alrededor
se hizo el silencio. Hoy no vuelo, pensé. Me quedo en Roma con el puto
sommergibile. Entonces se acercó un agente de seguridad normal, con el
cociente intelectual mínimo adecuado, supongo, para ese trabajo. Con
esa cara de cachondos que ponen algunos italianos cuando tratan con
españoles. «Me ha llamado cerda», le informó la tía, indignada. Ni me
defendí. Le mostré el cuerpo del delito al agente, e imité el gesto de
juntar los cinco dedos y balancear la mano hacia arriba. Entonces el
otro cogió el submarino, sonrió admirado y exclamó: «¡Un maiale!...
¡Qué bonito! ¿Dónde lo ha comprado?».