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Noticias sobre Arturo Pérez-Reverte y su obra. Entrevistas.
JAVIER RIOYO - 04/10/2002
Sevilla, 1626. A su regreso de Flandes, donde han
participado en el asedio y rendición de Breda, el capitán Alatriste y el
joven mochilero Íñigo Balboa reciben el encargo de reclutar a un
pintoresco grupo de bravos espadachines para una peligrosa misión,
relacionada con el contrabando del oro que los galeones españoles traen
de las Indias. Los bajos fondos de la turbulenta ciudad andaluza, el
corral de los Naranjos, la cárcel real, las tabernas de Triana, los
arenales del Guadalquivir, son los escenarios de esta nueva aventura,
donde los protagonistas reencontrarán traiciones, lances y estocadas, en
compañía de viejos amigos y de viejos enemigos. Este es el hilo
conductor de El oro del rey, cuarta entrega de Las aventuras
del capitán Alatriste, una de las apuestas más esperadas de la
temporada.
...Desde Sanlúcar de Barrameda y Sevilla, Arturo Pérez-reverte
mantiene una conversación sobre su nueva novela y el contexto histórico
de la España del siglo XVII.
¿Hasta esta Barra de Sanlúcar llegaban los barcos en el XVII?
Aquí es donde llegaba la flota de América, la flota anual de Indias, y
aquí es donde pasaba la aduana, antes de subir a Sevilla. Esto se
llenaba de galeones, de galeras, de barcos pequeños que traían
mercancías. Era un mundo lleno de pícaros, de contrabandistas, de
aduaneros, de funcionarios del rey..., y en este ambiente es donde el
capitán Alatriste tiene la misión de rescatar, de forma extraoficial, un
cargamento de oro que viene de América destinado al contrabando. Viaja
por el Guadalquivir abajo, con sus amigos, con un grupo de gente
reclutada en los bajos fondos, en las cárceles de Sevilla, y exactamente
en este lugar de la Barra de Sevilla asaltan el galeón.
¿Cómo era la picaresca del mar?
En aquella época, como ahora, el contrabando era moneda de cambio
diaria, y aunque había un control de aduana muy estricto, siempre había
formas de eludirlo. De noche se descargaban en las orillas mercancías
que no estaban declaradas. Todo se compraba y se vendía, los aduaneros
estaban sobornados, había muchísima corrupción. Era un lugar en donde
toda la vida marinera se daba cita. Por eso pensé que era un lugar muy
adecuado para contar una parte o el final de la historia de este nuevo
Alatriste.
En tu novela se oyen algunos lamentos sobre España: "La vieja
perra, ingrata", dicen algunos que han venido de luchar en batallas por
la patria.
El drama de Alatriste es el drama de muchos españoles en muchas épocas
de su historia. Gente que ha tenido fe y ha luchado por la verdadera
religión, como decían ellos, por la patria o por una idea, por la
monarquía, en Flandes, en Lepanto o en donde sea, y a su regreso a
España se dan cuenta de que lo que han hecho no vale para nada, y que
todo sigue en manos de los de siempre, los curas fanáticos, los
ministros corruptos, los reyes incapaces, los aristócratas analfabetos,
miserables y corruptos también. Esa terrible lucidez de la conciencia de
ser de un país con tan pocas posibilidades de futuro ya se daba en el
siglo XVII; esa especie de desilusión, de desencanto, sobre la España
oficial y la España real.
Contar la Historia. "Atrevióse el inglés de engaño armado, porque
al león de España vio en el nido".
El oro del rey empieza con el segundo asalto inglés a Cádiz,
que fue un fracaso para los ingleses, afortunadamente. El conde Lester
no pudo conquistar Cádiz, no pudo incendiarla ni saquearla esa vez. El
enorme imperio español luchaba solo contra Inglaterra, contra Francia,
contra Holanda, contra el turco, contra todos. Decía Quevedo: "Y es
cierto, España, en muchos modos, que lo que a todos les quitaste sola te
pudieron a ti sola quitar todo". También quería contar eso, cómo
España, un imperio en decadencia, estaba cercada de enemigos y también
de hombres como Alatriste, hombres como los soldados de Flandes...
Algunos de ellos intentaban mantener todavía los restos de ese imperio
que se desmoronaba. Contar esa tragedia, esa lucha estéril en la cual
España se desangró económica, social y humanamente también. Ese es el
fondo de El oro del rey. Con esta serie trato de explicar lo que
era España, utilizando como pretexto a Alatriste, sus aventuras, los
espadachines, los lances y las peripecias de este personaje y sus
amigos. De la misma manera que en El capitán Alatriste hablé de
la política y la monarquía, en Limpieza de sangre de la
Inquisición, la opresión y el fanatismo de la Iglesia, y en El sol de
Breda de las guerras de Flandes y de cómo España luchaba en el
exterior, con esta novela quiero contar cómo era la economía, cómo eran
los mecanismos corruptos de la administración y cómo toda esa riqueza
inmensa de América, todo ese oro que venía de las Indias se malgastaba
en guerras y en los bolsillos de gentuza y de chusma que robaba cuanto
podía.
Hay gente valerosa que se juega la vida y que incluso la da, a
veces, por el rey, por una idea, gente que ha sido perseguida o no bien
tratada como Francisco de Quevedo. En El oro del rey, Quevedo
crece como personaje de una manera muy peculiar. Se sitúa más cerca de
la monarquía o quiere conseguir favores.
Como todo español, Quevedo lo que quería era sobrevivir. Era un tipo
muy digno, un tipo que me gusta mucho como personaje, por eso lo he
hecho amigo del capitán Alatriste. Pero tenía sus contradicciones como
todo el mundo. En una época halagaba a la monarquía, alababa al Conde
Duque de Olivares. Era, digamos, poeta de corte, para entendernos.
Después cayó en desgracia, pero tuvo una etapa en la que estuvo muy
próximo a la monarquía y muy próximo al poder. Y no quería ocultar eso,
porque eso lo hace más humano. En este episodio aparece un Quevedo un
poco más negociador, más superviviente, que se justifica diciendo:
"También la fortuna quiero que me sonría. Tantas veces me ha jugado
malas partidas que esta vez quiero que me ayude". Quevedo me parece uno
de los personajes más interesantes del Siglo de Oro, tiene lo mejor y lo
peor. Tiene la mala leche, el rencor, el talento, la lucidez, el humor,
la imaginación, es muy barroco, muy complejo, muy español.
Aquí vemos a un Quevedo que maneja la espada.
Es que Quevedo, a pesar de que era cojo por una deformación en los
pies, tenía una gran habilidad con la espada. De hecho hay un episodio
en el que le da una auténtica lección de esgrima a Pacheco de Narváez,
un famosísimo maestro de este arte en la corte de Felipe IV que, por
cierto, nunca le perdonará.
Los españoles éramos mejores en el abordaje, en el cuerpo a cuerpo.
La estrategia no era lo nuestro.
El español era un buen soldado de infantería en el siglo XVII. Era,
quizá, la mejor infantería de la época, hasta la derrota ante los
franceses en Rocroi. Era muy bueno en el cuerpo a cuerpo, quizá porque
el español tiene esa especie de rabia nacional que le hace defenderse
bien con la navaja, en la distancia corta. A la hora de los combates
navales siempre ganaban los ingleses, porque el inglés era marino,
manejaba bien los barcos, la artillería, era gente preparada para el
mar. El español buscaba siempre el combate de infantería, el abordaje,
mientras que el inglés procuraba mantenerte lejos. De esa manera de
combatir, de ese carácter del soldado de la infantería española, utilizo
algunos elementos para contarlos en El oro del rey. Aunque
España es un país marítimo que depende del mar -nuestro cordón umbilical
con América-, aquí siempre se vivió de espaldas al mar. Quien tenía
prestigio era el hidalgo, el soldado, el capitán, pero el marino estaba
al margen. Por eso, poco a poco, los ingleses fueron desplazándonos,
porque ellos sí procuraron pagar bien a los marinos y tener una marina
potente, fuerte y experimentada. Esa fue una de las causas importantes
de la decadencia de España en el siglo XVII, porque no supimos nunca
mantenernos al día y perdimos la capacidad de mantener el dominio de los
mares que Inglaterra sí obtuvo.
Este río -el Guadalquivir- y este mar -el Atlántico- han sido
capitales en la historia de la conquista y del imperio. Eran la entrada y
la salida de la riqueza, muchas veces desperdiciada en guerras inútiles
o perdida en distintos caminos.
Era terrible, era el imperio más rico del mundo, y al mismo tiempo el
más pobre. El oro y la plata que venía de América se desviaba a los
banqueros genoveses que tenían endeudada a la monarquía. Se destinaba
para pagar la guerra, incluso al enemigo. El oro pasaba por España pero
no se quedaba. Quevedo lo explica muy bien en sus famosos versos
Poderoso caballero es don Dinero: "Nace en Las Indias honrado, donde el
mundo le acompaña, viene a morir en España y es en Génova enterrado",
que yo utilizo para explicar la miserable riqueza de España. Eso hizo
que aquí no se fomentara el comercio. Todo el mundo quería ser hidalgo,
no pagar impuestos; decir: "mis abuelos eran Mendozas y Guzmanes". Nadie
se ocupaba del trabajo, todos se daban aires de grandeza y eso es lo
que hizo que España se desmoronara.
Paseando por las calles de Sanlúcar de Barrameda hemos visto una
placa que recordaba una hazaña marina con nombres de marineros
importantes de procedencia muy distinta, incluso italiana. Eran
marineros vascos, catalanes, gallegos...
Basta mirar esta placa donde se cuenta la llegada de Elcano con los
últimos supervivientes de la expedición de Magallanes en su viaje de
vuelta al mundo, basta mirar en la memoria para darte cuenta de que
todos estaban ahí desde el principio. Vascos, gallegos, catalanes,
andaluces," todo lo hicieron entre todos. España no lleva 500 años,
lleva 2000 años de memoria a cuestas y cuando se niega la existencia de
España como entidad, como país o como lo que sea, me produce una
amargura indecible porque es olvidar nuestra historia y nuestra memoria.
Por eso los libros de Alatriste son mi grano de arena, es mi forma de
decir "cuidado, hay que recordar y repasar la historia". España hizo
muchas cosas terribles y muchas cosas infames, claro que sí, pero
también hizo cosas magníficas, fue lo que nunca más llegó a ser otro
país. Ni siquiera hoy Estados Unidos, comparativamente supone lo que fue
España en su momento. Somos un pueblo viejo, que vivió y sufrió mucho, y
sufrimos todos juntos, además. Juntos estuvimos en las trincheras de
Flandes, en América, en Lepanto, en Constantinopla, en el norte de
Africa... España es memoria, negarla es infame y recordarla es digno.
Para mí, quizá, lo más digno que he hecho en mi vida, como escritor y
como lector.
Tú escribes historias de ficción, pero en esta serie trabajas con
un material muy cercano a la Historia, por ejemplo aquí asistimos a una
traición del Duque de Medina Sidonia, el gran señor de esas tierras.
¿Qué hay de realidad y qué de ficción?
Por supuesto trabajo con la Historia, pero la meto dentro de mi propia
imaginación, mis personajes y mis planteamientos. Una novela no es más
que un pretexto para leer, y con Alatriste vuelvo a leer a todos los
viejos autores y los viejos historiadores de la época. Coger a Quevedo, a
Lope, a Mateo Alemán, al capitán Contreras y al Duque de Estrada,
darles la vuelta y mezclarlos con mis personajes, es un placer singular
y, posiblemente, la razón fundamental por la que escribo sobre el
capitán Alatriste.
Cuentas historias del pueblo, pero te centras más en un tipo de
gente aventurera, que quiere escapar de su dura realidad y se arriesga a
dejarlo todo por una causa.
La perspectiva en España era muy triste. O te limitabas a envejecer,
pagando impuestos a los señores feudales, desangrado por una
aristocracia infame, por unos curas poderosísimos, por unos reyes
absolutamente incapaces, o lo dejabas todo y te arriesgabas. Un tipo
joven en aquella España decía: "bueno, ¿yo voy a seguir aquí, viviendo
así como mis padres? No, me voy, o me matan o me hago rico". Y se iban a
Flandes o a América. La terrible grandeza de esos personajes los hace
apasionantes. Construyeron el Imperio por ambición, no por la patria, ni
por la bandera, sino por ser ricos, por ser hidalgos, por no trabajar,
por ser respetados, por volver a su pueblo siendo admirados. Eso tiene
una grandeza cruel y terrible, y me sorprende que no se haya escrito más
sobre ellos.
Algunos de los personajes llegan a ser unos triunfadores pero otros
llegan derrotados, heridos, vencidos, pertenecen al mundo marginal o
acaban en la cárcel. Asistimos a ese mundo barroco lleno de contrastes.
Había gente muy dura y peligrosa en una España muy violenta, más que
ahora. Todo el mundo iba armado y eso creaba una especie de lumpen de la
delincuencia que ya Quevedo, Lope, Cervantes y Mateo Alemán describen
con mucha nitidez. Yo quería pasearme por ese mundo y contar cómo
hablaban, la jerga que empleaban en la época, y sobre todo reconstruir
esa especie de dignidad personal en la miseria, esa especie de grandeza
en la crueldad. Era gente, además, que vendía a su madre por un doblón
de oro, que mataba por un maravedí y, sin embargo, tenían códigos de
lealtad a los amigos, códigos de dignidad personal, retorcida, pero su
dignidad. Y a veces, uno encuentra más dignidad en esos personajes que
en la gente aparentemente honorable. Mis años como reportero me han
puesto en contacto muchas veces con ellos, y he descubierto que son más
fieles a sus códigos que otra mucha gente.
Había lances en los que no sólo participaba la gente canalla, sino
que también los caballeros se podían ver inmersos en esa vida peligrosa.
Había un tipo de espadachín, de buena familia, que era el joven
aristócrata consentido, con privilegios, que sabía que era inmune a la
justicia y que hiciera lo que hiciera no le iba a pasar nada. Jóvenes
como los que ahora van con el coche y se pegan un golpe o se ponen hasta
arriba de copas. Había episodios pintorescos, los soldados se
enfrentaban con los corchetes, con la justicia, y a veces la justicia no
se atrevía a salir a la calle porque estaban los soldados fuera, o los
espadachines. Era un mundo tan violento y tan feroz que me sorprende que
se perdiera en la literatura.
Apreciamos un cambio muy significativo en la figura del escudero
Íñigo Balboa. Ha regresado de Flandes, se ha hecho más hombre y está
ansioso por demostrarle a Alatriste que él también está preparado para
los lances. Háblanos del cambio de Iñigo.
Íñigo ha crecido, ya tiene 16 años, ha estado en la guerra y está más
curtido. Maneja la espada y la daga, y aprende esgrima gracias a
Alatriste. Por tanto, ya se ve capacitado para enfrentarse a los
enemigos y batirse a espada contra el siniestro Gualterio Malatesta.
Pero también está Angélica de Alquézar, la hermosa jovencita menina de
la reina, que también ha crecido y de la que él está enamorado. Con ella
vive también sus lances sentimentales y lo arrastra a traiciones y a
emboscadas en las cuales él está a punto de perder la honra y la vida.
Alatriste es un mercenario muy particular, las razones que le
llevan al combate o la lucha o al enfrentamiento son muy distintas.
Alatriste es un sicario, es un mercenario, un espadachín a sueldo. Lo
que pasa es que tiene sus códigos, su ética, su forma de ver el mundo.
Él se bate para sobrevivir, le gustaría vivir tranquilamente con dinero y
no tener que batirse con nadie, pero sólo tiene su espada y su valor, y
como es su único capital con eso vive. Pero me gusta, me cae bien
porque es un tipo que tiene dignidad y sabe mantener la compostura en
los peores momentos.
La espada y la cruz están muy unidas en Alatriste.
Están unidas porque lo estaban en la época. En aquel tiempo era
imposible separar religión de política, de guerra, de todo. El español
era un tipo que tenía fe y, además, creía que degollando herejes se
glorificaba a Dios. Eso es lo terrible y lo dramático de la época, se
podía quemar a un hereje o degollarlo y no había remordimiento. Eso
marcó mucho a España, la marca todavía, para lo bueno y para lo malo.
Por eso me parece mal que quiten la religión de los colegios porque
realmente estudiar la religión es una forma de entender también lo que
fue España. En las novelas de Alatriste siempre procuro que, de una u
otra forma, aparezca la Inquisición, el clero, como entramado político,
además del espiritual.
Ahora estamos en una iglesia, uno de los muchos exponentes del
barroco sevillano que se da de manera más uniforme, y que eran lugar de
culto y también de refugio.
Lugares como este servían de asilo. Tú te batías en la calle, matabas,
robabas, te perseguía la justicia y te metías aquí y te acogías a
sagrado: "A Iglesia me llamo", decían los delincuentes de la época. Las
iglesias eran lugares en los que, paradójicamente, se daban cita la
escoria de la sociedad, los espadachines, los carteristas de entonces
-que se llamaban bolsilleros-, los asesinos. Y era curioso porque de día
vivían acogidos en las iglesias, en los claustros, en los jardines, y
de noche salían a la calle a hacer sus fechorías. Cuando uno contempla
una iglesia tan magnífica se da cuenta de que en aquella España, junto a
todo lo miserable, lo infame y lo corrupto, hubo cosas hermosísimas.
Cuando lees El lazarillo, el Guzmán de Alfarache, El
Quijote o El buscón y te deprimes al ver qué desgraciada
España tuvimos, después uno llega a lugares como este que lo reconcilian
con la parte oscura de nuestra Historia.
A pesar de que lugares como este se hacen gracias al controvertido
oro de América, como se cuenta en El oro del rey.
Sí, el oro se iba a Flandes, a Génova, se perdía en la corrupción, en
mil recovecos, pero también parte de él, por suerte, se quedaba aquí y
valía para dorar estos retablos magníficos. Eso es lo bueno que tiene la
memoria, que si haces balance puedes compensar lo positivo con lo
negativo.
Nunca vemos a Alatriste como creyente. Tenía algunos valores, creía
en algunas cosas, pero no tanto religiosas.
Esa es una pregunta difícil, porque justamente procuro dejar eso en
una zona de sombra a la hora de contar la vida de Alatriste. Era una
España muy religiosa, pero Alatriste no es creyente, yo lo sé, aunque
nunca se dice. Justamente Alatriste ha perdido la fe en todo, en la
Patria, en la Bandera, en su rey, en la Religión, en Dios. De hecho,
todos los personajes en mis novelas se caracterizan por la ausencia de
fe, no religiosa, sino la ausencia de fe en general, en grandes ideas,
en grandes palabras. Alatriste es uno de ellos y participa de ese
criterio: es un hombre sin fe pero con dignidad, y eso lo justifica.
Describe al malísimo, Malatesta.
Yo le tengo un especial cariño a Gualterio Malatesta, el malvado
espadachín italiano, el enemigo de Alatriste e Iñigo Balboa, porque es
un malo de los que a mí me gustan, en realidad es un malo con maneras.
Malatesta admira ciertas cosas en Alatriste y en Íñigo también, aunque
los odia a muerte. A pesar de la rivalidad, hay también una especie de
complicidad profesional. Ellos saben que son de la misma carda, de la
misma madera y eso hace que el enfrentamiento entre ambos sea muy
singular.
Hay otros personajes secundarios, como el funcionario eficaz que
parece desmarcarse de esos tipejos de los bajos fondos, poco dados a
trabajar.
Sí, es un personaje muy pintoresco. Se trata del contador Olmedilla,
un funcionario real, un tipo de las aduanas reales, gris y honrado, que
se dedica a llevar los balances y las contadurías. Es un tipo que tiene
un gran sentido del deber, cosa extraña en la época, y que en un momento
determinado se revela como un ser heroico.
En El oro del rey haces una serie guiños y juegas con el
nombre de algunos personajes que tienen su importancia, como Saramago,
el portugués...
A menudo hago guiños y bromas a los amigos en mis novelas y, a veces, a
los no amigos. Aquí sale el novelista Juan Eslava Galán, gran amigo
mío, que aparece como uno de los espadachines que recluta Alatriste.
También aparece José Saramago, porque tengo con él una relación
cordialísima, y de broma me dijo: "¿Por qué no me metes un día de
personaje en la novela?" y dije: "voy a hacerlo". Alatriste recluta
entre los espadachines de Sevilla, de los bajos fondos, a un portugués
que se llama Saramago, que es asesino a sueldo para poderse pagar la
publicación de un largo poema épico que escribe desde hace 20 años. En
ese poema la península Ibérica se separa de Europa y flota en el
Atlántico en una balsa de piedra tripulada por ciegos. Además es un
espadachín que mientras se bate cita a Camoens, como no podía ser de
otra forma.