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Anotaciones de Arturo Pérez-Reverte. Desde abril de 2012 a marzo de 2014 fueron publicadas en novelaenconstruccion.com
Arturo Pérez-Reverte - 30/11/2013
Arturo Pérez-Reverte publica nueva novela, ‘El francotirador paciente',
una trama llena de intriga y aventura que tiene como escenario el mundo
del grafiti. Para documentarse, el escritor se ha introducido durante un
año en este espacio fuera de la ley. Aunque el académico lleva once
años lejos del reporterismo, le hemos pedido que haga una excepción para
XLSemanal y que nos cuente de primera mano cómo es una de esas noches
en las que actúan estos jóvenes clandestinos. En exclusiva para nuestros
lectores.
«Arrastrándonos por túneles, como ratas con una bolsa de pintura y cuatro latas para hacernos colores y platas...». Son las 2:15 de la madrugada. La canción rapera suena en los
auriculares que el chico lleva puestos mientras gatea delante de mí por
el hueco de la verja metálica que sus compañeros han abierto con
alicates, en la oscuridad. Luego avanza sobre los codos y las rodillas,
buscando la protección de las sombras. Al fin, tras mirar
alrededor, se quita los auriculares de las orejas y se incorpora
despacio, mirando en torno. Necesita los sentidos libres para advertir
el peligro, pues se encuentra ahora en territorio enemigo.
«Huele a trenes», susurra uno de sus compañeros, satisfecho.
Es cierto. Y el olor a trenes anuncia el paraíso cercano para un
grafitero. Un tren, un vagón de ferrocarril, de metro, son superficies
móviles vistas por millares de personas. Lienzos de fortuna que rulan.
Que se mueven por el mundo y por la vida llevando sus obras, sus
nombres, sus obras: la pieza del escritor, la marca con la que aspira a
señalar en la ciudad, en el mundo, la huella efímera de su paso.
«Vamos», dice uno.
Se mueven de un modo sigiloso, casi militar. Tienen veintipocos años,
pero son expertos. Veteranos. Avanzo con ellos en la oscuridad,
agachado. Cauto. Oyendo mi pulso batir en los tímpanos. Moverte así
recuerda lejanos juegos infantiles, y también otras épocas de mi vida
donde, en paisajes más hostiles o peligrosos, viví situaciones
parecidas. Estos chicos se parecen a gente que entonces conocí:
clandestina, osada. Incursores adentrándose en la noche.
«Cada uno a lo suyo. Rápido».
No llevo mochila con botes de pintura -imaginen que me pillan, a mi
edad, pintando paredes o vagones-, así que me limito a mirar, temiendo
ver aparecer al extremo de las vías las linternas de los vigilantes. Mis
compañeros de aventura ya están a lo suyo, rápidos y ligeros como
sombras, moviéndose con agilidad en la penumbra de las vías mientras
hacen tintinear los aerosoles para mezclar la pintura, aplicando la
boquilla sobre las chapas prohibidas: siseo de gas con pintura liberada,
marcas, rellenos, colores dispuestos a violar con su peculiar identidad
parte de lo que de prohibido, formal, injusto, encierran ciertas reglas
de las ciudades y de la vida.
«Si es legal, no es grafiti», me han dicho hace unos instantes.
Es el concepto clave: ilegal. Asombra la frecuencia con que esa palabra aparece en el lenguaje grafitero. Es
el término que, para muchos, traza la frontera entre las reglas del
asunto, el grafiti puro de toda la vida, el escritor que no se adapta ni
se doblega -«Que no vende su culo», sostiene gráficamente uno de
ellos-, y el que coquetea o se deja seducir por palabras domesticadas de
las que a menudo se apropian las instituciones y los marchantes de arte,
y pierde contacto con la calle, donde se hizo. Lo que va de lo legal a
lo ilegal, la libertad del escritor, es quizás la única frontera clara
en esta inmensa zona gris que va del simple y duro vandalismo al más
cotizado arte urbano. La única y delgada línea roja que permite
identificar a cada cual, según se sitúa a uno u otro lado de ella.
«Pero ni siquiera eso está claro. Lo mismo hay basura legal,
mediocridad hecha con el permiso de un concejal de cultura, que obras
maestras ilegales. Hasta hay escritores que, aunque llegan a
artistas reconocidos, se escapan de vez en cuando a la calle con los
aerosoles, para seguir fieles al grafiti puro. Para no dejar de ser
ellos mismos».
Escritores y no grafiteros, insisten. Un respeto. En
este mundo clandestino nutrido de códigos, de reglas necesarias hasta
para vulnerarlas, las palabras llegan a ser tan decisivas, inequívocas y
precisas como la jerga marinera: hacerse un whole car (un vagón completo de tren o metro), ser un toy (un novato), tener un tag (una firma), usar un fat cap (un tipo de boquilla de aerosol)... Y en cuanto a la propia definición,
el grafitero no se considera a sí mismo alguien que pinta paredes, sino
que escribe en ellas. El término viene del grafiti original: al principio era sólo una firma: Glub, Tifón, Bleck la Rata...
«Un grafitero es su tag. Firmas por
todas partes y que la gente lo vea. Así se consiguen la reputación y el
respeto de otros escritores. No eres nadie, y de pronto te ves ahí en
la pared, en el metro, y la gente sabe de tu paso. La calle
afirma tu identidad en un mundo de anónimos borregos como en el que
vivimos. Por eso escribir grafiti te deja el cuerpo bien. Si escribes,
es que eres. Que estás vivo y tienes voz. Escribo, luego existo».
Firmar en paredes se puso de moda en Estados Unidos, entre
adolescentes que escribían su nombre por todas partes, y eso hizo
necesaria una evolución de formas y estilos para diferenciarse unos de
otros. En España, el grafiti empezó en los años 70 -los famosos flecheros madrileños de la escuela del legendario Muelle,
de quien sólo se conserva una pieza en la calle Montera de Madrid- muy
relacionado con la cultura musical, con la que aún mantiene fuertes
vínculos, y se extendió a finales de los 80 con carácter casi viral a
partir de Madrid y Barcelona, dando paso a un grafiti más complejo, más agresivo y ambicioso, influido por el hip hop norteamericano.
«El grafiti actual es la rama artística o vandálica, según lo mires,
de la cultura hip hop aplicada sobre superficies urbanas. Eso incluye
desde la simple firma hecha con rotulador hasta piezas complicadas que
ya son arte callejero por derecho propio, como las que hace Suso33 en Madrid, por ejemplo. Que
las ves y dices: ‘qué cabrón, qué bueno es'. Éste sí es de verdad un
artista. Lo que pasa es que la mayor parte de los escritores de paredes
no llegamos a eso».
Es la ancha y ambigua tierra de nadie: embellecer ciudades o
afearlas. La vieja polémica sobre el arte en espacios públicos y el
papel que las muy diversas modalidades del grafiti juegan en él. Su
evolución y sus límites. La interacción entre las distintas
manifestaciones de arte urbano mezcla conceptos, crea confusión, altera
los límites entre grafiti puro y otras actividades plásticas, toleradas
oficialmente o no, realizadas al aire libre en las ciudades.
«Pretender hacer arte en las paredes tiene un lado peligroso, porque
puede hacerte olvidar lo que eres. Obsesionarse con hacer arte comercial
estropea a muchos buenos escritores de grafiti, convirtiéndolos en
artistas mediocres. Si tienes algo que decir, como que tú eres tú, o
tienes algo que contar, lo mejor es contarlo donde lo vea la gente, no
en un sitio muerto como un museo o una galería. Allí te piden
que compitas con Picasso, mientras en la calle compites con los cubos de
basura, con los carteles publicitarios, con el policía que te quiere
joder y con la ciudad misma».
En esencia, aunque los materiales, las formas y hasta las personas coincidan a menudo, influyéndose mutuamente, lo
que diferencia el grafiti auténtico de otras actividades artísticas
urbanas más o menos toleradas o domesticadas es su agresivo carácter
individualista, callejero, transgresor y clandestino. Incluso expresiones como hacer daño, bombardear, atacar aparecen con frecuencia en boca de los grafiteros más radicales. Que también los hay.
«Estábamos hartos de que en esa cochera los jurados, los vigilantes,
nos acosaran y maltrataran. Así que montamos una misión de bombardeo
sólo como cebo, para que vinieran. Nos juntamos una docena para llenarlo
todo de firmas; y cuando aparecieron, en vez de escapar nos fuimos a
ellos y entre todos les dimos de hostias... Eso no es frecuente
que lo hagamos en España, aunque por ahí fuera, sobre todo en el norte
de Europa, con escritores más agresivos, esas movidas son frecuentes».
Es un mundo duro, bronco, donde no se asciende sino por méritos
adquiridos en el campo de batalla. Llegar, marcar, rellenar, escapar
antes de que te atrapen. Éste es un mundo fuera de la ley, pero tiene
leyes internas que todos conocen: respetar monumentos públicos, saber
que no se escribe sobre la pieza de otro grafitero a menos que quieras
empezar una guerra... En el variopinto mundo de los escritores de grafiti, unos observan los códigos y otros no.
«Eso no te lo niego: hay radicales que no respetan ni a su madre.
Bombarderos sin nada que los frene, que sólo van a joder. Pero otros
buscamos hacer cosas buenas, arte de verdad en solares, tapias y lugares
donde no molestamos a nadie. Es injusto medirnos a todos con el mismo rasero».
El tiempo y la edad templan a muchos grafiteros. Los civilizan. La
mayor parte deja el grafiti o evoluciona, cuando hay talento o vocación
auténtica de por medio, hacia formas artísticas menos agresivas. Algunos
escritores, incluso entre los más radicales, se ven obligados a aceptar
trabajos comerciales, cuando los encuentran, para pagar las enormes
multas que les imponen si los pillan junto a su pieza.
«Es absurdo. Te multan más por un grafiti que por robar una cartera».
Porque lo de que te pillen, o no, es otra. No se corre igual con un
guardia detrás, saltando tapias, con quince años que con cuarenta. Ser
rápido, silencioso y ágil para escapar son requisitos indispensables.
Por eso la mayor parte de los escritores de grafiti son jóvenes y en
buena forma física. Eso los hace atrevidos, peligrosos. En su
mundo hecho de símbolos para iniciados, escribir sobre una pieza ajena
equivale a veces a una declaración de guerra: una violación de
territorio, nombre y fama de otros. Por eso a menudo, en las
paredes, los duelos entre grafiteros son frecuentes. Dan reputación, o
la quitan. Como la audacia en ciertas acciones.
«En Madrid, los escritores inventaron el palancazo, que ahora se hace
en todo el mundo. Vas en tren, tiras de la señal de alarma, y mientras
el convoy se para te bajas por el acople y pintas el vagón por fuera. Y
antes de que vengan a echarte mano, te largas. Ahí, si te pillan, el
marrón es muy gordo. Por eso lo mejor es que no te pillen.
Llegar luego a casa y pensar: ‘lo hice y no me pillaron', es lo más. Aun
mejor que el sexo, o las drogas. Además, te exige estar en forma, sano, despierto. A muchos el grafiti nos salvó de caer en mala clase de cosas».
Incluso hay un grand tour: un
itinerario por lugares de Europa que luego ilustrarán con las piezas
conseguidas, difundidas por Internet, en el álbum de cada cual: Londres,
París, Lisboa, Moscú. Los objetivos más cotizados, los que
mayor prestigio dan, y también los más vigilados y difíciles, son los
trenes y los vagones de metro: las chapas, en argot grafitero. Eso
supone viajes, alojamientos de fortuna, incursiones en ciudades
desconocidas, a veces con riesgo físico aparte de una captura por parte
de la policía o los vigilantes. Actuaciones que implican recorrer
túneles, escalar tapias y tejados, infiltrarse en lugares peligrosos
para acercarse al objetivo. Con frecuencia, jugándose la vida. Misiones
de comando, planificadas a veces con apoyo de escritores locales que
sirven de guías y dan apoyo logístico: túneles y cocheras, vagones,
buscar sitios difíciles o imposibles, romper o saltar vallas, entrar por
respiraderos, infiltrarse, esconderse, caminar y pintar a oscuras antes
de salir corriendo, sentir el subidón de adrenalina mientras el resto
de los mortales está de juerga, viendo la tele o durmiendo. Jugarse a veces la vida, la libertad y el poco dinero que tienen, para
que a la mañana siguiente la gente soñolienta vea en el andén pasar un
vagón de tren con su pieza pintada.
¿Artista?... No sé si esto es arte. Supongo que en algunos casos sí lo es. Pero te aseguro que un artista de los que sólo exponen en galerías y
nunca pisaron la calle no sabe lo que significa ser perseguido y estar
cinco horas quieto, escondido con un frío que te cagas, o lloviéndote
encima como si te escupiera Dios, mientras los guardias te buscan. O
viajar dos mil kilómetros para hacerte ese vagón de metro que viste en
Internet, llegar a una ciudad que no conoces y pasar días sin comida ni
dinero, durmiendo donde puedes, bajo cartones, esperando la
oportunidad».
El del grafiti es un mundo bronco, duro, a menudo insolidario. Tiene
sus héroes y también sus villanos: sus delatores, sus traidores, sus
desalmados sin escrúpulos. Posee una épica propia y un desarrollo
táctico al que a menudo no son ajenas las palabras guerrilla urbana. Una guerra callejera sin sangre, pero que tiene mucho, también, de ajuste de cuentas.
«Las autoridades dicen que somos vándalos que destruimos el paisaje urbano, y a veces es cierto. Pero, ojo. Nosotros también tenemos que soportar los neones luminosos,
los rótulos, la publicidad, las caras de los políticos en las paredes
cuando hay elecciones, los autobuses con sus anuncios y sus mensajes
idiotas... ¿Eso no es vandalismo?... Ellos se adueñan de todo con su mierda,
y hasta las lonas de restauración de edificios las llenan de
publicidad. Y a nosotros, mientras tanto, nos niegan el espacio
para responder a todo eso. Para decir quiénes somos y cómo nos llamamos.
Para hacer las ciudades más bonitas, a nuestra manera. Por eso el único
arte que les interesa a algunos colegas zumbados es joderlos a todos».