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Anotaciones de Arturo Pérez-Reverte. Desde abril de 2012 a marzo de 2014 fueron publicadas en novelaenconstruccion.com
Arturo Pérez-Reverte - 05/6/2013
Por Guillermo Rothschuh Villanueva. El confidencial. 2/6/2013 Desde que me repantigué en la cama y deslice mis ojos sobre sus páginas, sentí que me deslizaba sobre una mar voluptuosa. En la medida que me adentraba en el vasto universo de su ancha geografía sentí vértigo. El encantamiento y la seducción eran evidentes. Agarré el libro por los cuernos y no quería soltarlo. Tenía tiempo de no sentirme atrapado por un embaucador de serpientes. Cortes, ritmos, sinfonía, baile y canto, dominaban la escena. La prosa fluye, un manantial lleno de sorpresas. El dominio de la técnica corre pareja con distintas historias contadas con habilidad contagiante. Viento huracanado. Un thriller monumental. Iba y venía de una historia a otra. Cuenta con el ingenio suficiente para suspender el relato justamente donde alcanza el clímax. Sostenía cuchillo y tenedor entre mis dedos frente a un plato suculento. ¿Dejaría de trinchar lo que me ofertaba el chef traicionando mi creciente apetito? Al menos yo no estaba dispuesto.
La manera de contar y la forma cadenciosa, llena de guiños, con sus
altos y bajos, armoniza con el tango bailado con desenfado malevo en el
trasatlántico Cap Polonio de la Hamburg-Sudamerikanische, una
noche de noviembre de 1928. Max Costa, el bailarín mundano, venido a
menos, víctima de sus propias fullerías, tallado finamente con esmero de
escultor, poco a poco va convirtiéndose ante mis ojos en un personaje
agradable, un truhan y cazador furtivo, chulo y malandrín de alta
estirpe. Salió del arrabal al que jamás quiso volver, dándose la gran
vida en Francia, España e Italia. Esa noche muestra sus dotes, su
personalidad arrolladora y su belleza latina. Todo movimiento o palabra
pronunciada nacen del cálculo. Puestos sus ojos sobre la presa -la bella
Meche- asume el comportamiento de un dandy. Mide distancias con
escrúpulo de halcón en celo. Su refinamiento y modales resultan
cautivantes. No es la novela para contar heroicidades, muertes y
disturbios.
Contratado para distraer a las mujeres que viajan en el barco, Max
cumple cabalmente su cometido. El argentino aprendió a bailar tangos en
París no en su tierra natal. Una historia paralela serpentea, su
encuentro en Sorrento, veintinueve años después y un poco antes en Niza,
con la mujer de Armando de Troeye, compositor español. La dama sucumbe a
sus encantos. Con serenidad habitual Pérez Reverte da forma a la enorme
partitura -El tango de la guardia vieja (2012)- rindiéndole
homenaje. Al tango original y auténtico, nacido de una mixtura. Una
mirada retrospectiva fascinante. Sitúa sus personajes en La Ferroviaria,
el boliche ubicado en Barracas, el arrabal donde nació Max Costa. El
antro olía a humo de cigarro, porrón de ginebra, pomada para el pelo y
carne humana. Un cafiolo con aires de compadrón hace mates, saca a
bailar a Meche. Max aclara que un compadrito es un plebeyo de arrabal
con aires de valentón pendenciero. El nunca fue ni lo uno ni lo otro.
Tenía los amaneramientos de un seductor experimentado.
El malabarista pretende que sepamos que existe un mundo de distancia entre el tango bailado en París y el tango bailado en La Ferroviaria.
Las puntas de los pechos de la mujer rozan las carnes de su pareja, sus
piernas y caderas giran alrededor de su cintura; los pasos más
atrevidos, música y manos despiertas, provocan escenas mordaces. Lejos
de los salones y etiqueta, el tango se traduce en sumisión de la hembra,
una entrega absoluta y cómplice. En lenguaje sensual describe esos
mataderos, lo bailan más rápido y cortado de manera "deliciosamente puerca". Cada escritor habla a través de sus personajes. Pérez-Reverte dice a través de Armando de Troeye que "casi excita mirarlos".
El compositor descubre un mundo nuevo, alimenta su imaginación. El
tango de salón alisó todas esas posturas gallardas, provocativas,
volviéndole más respetable para ser finalmente amansado. Limaron sus mil
requiebres fragorosos. Estamos claros, el tango de la guardia vieja, no
usaba fuelle ni piano, sino flauta y guitarra. Seríamos ilusos si
creyésemos que la domesticación comenzó con el Último tango en París (1972), crecida corriente de erotismo, Marlon Brandon y María Schneider sobornándonos con sus licencias escabrosas.
Con técnica heredada de los mejores narradores del mundo, el relato
discurre de manera ascendente. Abre una puerta y cuando creíamos que ya
habíamos recorrido todo el edificio, la puerta trasera comunica con otra
casa, un nuevo relato despega donde parecía que la historia concluía.
Son los mismos actores del drama -Max por supuesto- quien ha sobrevivido
a otra de sus trampas. El bailarín mundano cae prisionero de sus
propias andanzas. Evita convertirse en aliado de las fuerzas políticas
en pugna. Los fascistas lo utilizan como peón, en una novela que el
juego de ajedrez viene a ser la otra cara de la luna. Me inclino en
evidenciar mis preferencias por el tango, pero no menos sorprendentes
son las peripecias, las últimas audacias que ejecuta en su vida, con las
que ratifica su amor por Meche. Mientras urdía su golpe final, sucumbe
frente a la única mujer que amó. Se entera que Ricardo Keller Insunza,
avezado jugador de ajedrez chileno, era su hijo. ¡Jaque al rey!
Aun en los detalles y descripciones más prolijas, Pérez-Reverte se
muestra impetuoso, apura el ritmo de su canto. La cadencia entre baile y
relato son perfectas. Armonía plena. ¿No sería la convicción de que el
tango a la vieja usanza entró en barreno, que lo llevó a exclamar
acongojado, "la moda se aleja cada vez más de todo esto. Dentro de
poco solo se bailará ese otro tango domesticado, inexpresivo y
narcótico: el de los salones y el cinematógrafo"? El novelista se
adelanta. Deja testimonio del castramiento severo a que viene siendo
sometido. Eleva su himno, fluye el ritmo y acelera el compás, para que
podamos asomarnos complacidos a la fidelidad con que lo retrata y
solazarnos en la pieza que ejecutan y bailan al modo antiguo, en ese
mundo encañallecido, donde llevó Max Costa, al matrimonio Insunza y de
Troeye. Lo hace antes que el tiempo y las circunstancias lo aniquilen
para siempre. Tiene en miras salvarlo del horror de la castración.
La otra cara la constituye un mundo de espías, robos, encuentros y
desencuentros amorosos entre Max Costa y Meche Insunza. Las truculencias
narrativas y los quiebres repentinos me mantienen en vilo. Espero
nuevas sorpresas, otros giros. Avanzo y no hay forma que la intensidad
del relato disminuya. El tango de la guardia vieja ratifica la
facilidad con que Pérez-Reverte urde historias y se desplaza por
diferentes países. Con igual soltura ubica su relato en Buenos Aires,
Niza y Sorrento. Las descripciones de estos lugares me recuerdan a Mario
Vargas Llosa y Alejo Carpentier, complacidos nos hacen sentir el olor
de las calles, la temperatura de su ambiente, la gracia de sus bulines y
la majestuosidad de sus catedrales. En la era de la globalización,
Pérez-Reverte se sale de su ambiente para ofrecernos la atmósfera,
pasiones, triunfos, sinsabores y la densidad de las ciudades donde crea
nuevos mundos. ¡Nos hace bailar al ritmo que imprime a su novela!