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Críticas sobre los libros de Arturo Pérez-Reverte y su trayectoria literaria.
JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOS| ABC Cultural - 22/11/2003
¿Cuál es el secreto del éxito de Pérez-Reverte? Es
elemental, pero nada fácil: a la gente le gusta que le cuenten historias
y que lo hagan bien. Luego está la reticencia que eso provoca en
ciertos lugares de la República de las Letras, todavía apegados al
prejuicio de que un éxito de público debe ser correlato de una calidad
menor. La obra de Pérez-Reverte parece ir dando pasos para desmentir con
cada novela ese prejuicio, pues es el caso que este novelista ha ido
aumentando su autoexigencia conforme avanzaba su reconocimiento público y
académico, y no al revés, como habría sido común y proclamaban los
agüeros difundidos por quienes prefieren tener prejuicios a juicio
propio.
El aumento de exigencia se muestra muy bien en la serie de
Alatratiste, que cumple cinco novelas con ésta. Quienes hayan seguido la
serie entera pueden observar que lo que comenzó siendo un género de
aventuras que parecía menor y una línea paralela al resto de su obra, va
conectando con ella en calidad, en significado y en estilo. Porque se
trata de pactar con el lector y no dar gato por liebre. Y el pacto que
Pérez-Reverte tiene con sus lectores es el de ofrecerles un
entretenimiento compatible con un considerable esfuerzo de
documentación, de trabajo cuidado, de piezas que se van ensamblando para
ofrecerles una recreación de la España del siglo XVII.
Un mundo literario
La serie toda de Alatriste es un mundo literario que reproduce
diversas parcelas de aquel pasado histórico: la política de la Corte,
las guerras de Flandes, la Inquisición, el oro de las Américas, y en
esta última novela el mundo de capa y espada, el de los corrales de
comedias y el cotidiano mitificado de los propios escritores, Lope,
Quevedo, Góngora, Tirso, Calderón, con sus rivalidades, éxitos, fracasos
y rencillas.
La primera mitad de la novela recorre esa parcela social, en sus
propios escenarios del Madrid de los Austrias, perseguido en sus
callejuelas, rincones, tabernas, corrales, con una precisión en el dato
que ha obtenido de los mapas de la época y de ciertos pasajes de las
biografías de esos escritores. Ya se ve aquí un trabajo de documentación
que, para hacer creíbles las historias, se amolda a una estricta
ambientación de vestuarios, modo de configurarse un corral, esquinas y
vericuetos concretos de las calles de un Madrid perseguido con
deleitable precisión. Incluso sacrifica Pérez-Reverte la acción, en la
primera parte de la novela, que avanza poco y ve sucederse cuadros
diferentes que homenajean a los escritores que dieron a España momentos
de gran gloria, y de alianza entre teatro y vida, poesía y experiencia,
con entregada pasión del autor a esos mitos de nuestras letras.
La segunda parte se entretiene ya en la acción, que imita muy bien la
de una comedia de capa y espada, con sus soberbias escenas de lances y
duelos de esgrima en oscuras callejas, y reaparición del truhán
Malatesta. Buenos y malos que no lo son tanto, ni los unos ni los otros.
La ocasión feliz de meter al Rey Felipe IV como personaje, amante de
una cómica, y rival en esta faena de Alatriste, permite elevar el tiro y
plantear el fondo de la novela como una conspiración de Estado y el
intrincado mundo de intereses cortesanos en su lucha por el poder, con
lo que la España de la calle, la de capa y espada, viene a converger con
esa otra España donde curas y grandes de la nobleza colaboran para su
beneficio político y medro personal.
Respecto al resto de novelas de la serie hay dos énfasis que considero
muy acertados, en orden al relieve crecido que va tomando el mundo de
Alatriste. El primer gran énfasis es de lenguaje. Pérez-Reverte ha
extremado aquí lo que fue en sus inicios una condición de verosimilitud
de toda novela con ambiente histórico: que el lenguaje se parezca al de
la época reflejada. Pero aquí ya no es el lenguaje un aditamento que
funcione como simple escenario. El novelista se ha entusiasmado con esa
riqueza de registros y palabras, con un léxico variado y complejo que se
da en el mundo de las barajas, de los refranes, de los atuendos, de los
duelos, del quite, del cante, de la bebida, del juego de palabras y la
alusión maliciosa. Léxico y construcción de frases, reproducción de
actitudes, tomados de vocabularios de la época y de las jácaras de
Quevedo, proporcionan a esta entrega un valioso y honesto esfuerzo de
recreación lingüística, que no es nada fácil, pues podría haber
resultado postizo en plumas menos expertas y dispuestas a trabajar que
la de Pérez-Reverte, que al recrearlo, lo crea verdaderamente, lo hace
necesario a la propia verosimilitud de su novela, y por tanto supone un
respeto y autoexigencia que el lector agradece, incluso cuando va a
suponer un esfuerzo de atención suplementario. Pero, ya digo, es un
signo de respeto al lector. Incluso dos veces se atreve, a propósito de
la aparición de Bartolo Cagafuego, con el lenguaje de la germanía que
fue el tema del discurso académico de su autor y que hará fruncir el
ceño a más de uno.
Evolución del héroe
El otro énfasis que no puede dejar de destacarse en esta entrega es la
evolución misma de sus héroes. Alatriste va acentuando su desengaño,
también su bronca y agraz suerte de espadachín pendenciero, con un
valioso código de honor arcaico, reconocido ya sólo entre truhanes y no
compartido por los cortesanos. Alatriste se va quedando en un segundo
plano mientras crece la figura de Íñigo de Balboa, su ayudante, narrador
de estas memorias, que en este episodio ya es mozo, tiene su propia
perspectiva sobre las cosas e incluso va midiendo una cierta distancia
en la mirada respecto a su admirado jefe. Esta evolución, que se
acompasa con la propia estructura de focalización narrativa, va dando a
la novela un espesor perspectivístico que no era tan rico en las
primeras entregas. Continúa, eso sí, un modo de comunicar con el resto
de su obra, en el desengaño de su héroes cansados, que van quedándose
cada vez más solos, como quijotes de una caballería que ha perdido ya
todo su sentido en esta especie de tablado de intereses cortesanos que
dieron al traste con el Imperio. Los truhanes pelean, los cómicos
representan, mientras los poderosos urden sus tramas. La vida, otra vez.