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Críticas sobre los libros de Arturo Pérez-Reverte y su trayectoria literaria.
JOSÉ PERONA | La Verdad de Murcia - 09/3/2006
¿Por qué no huelen los cadáveres en las fotos de guerra?
¿Entorpece el dolor el encuadre? ¿Por qué no suena en las fotos el
machete entrando en la carne una y otra y otra vez, mientras desgarra
venas, tejidos y huesos?
Ingenuas cuestiones de alguna asignatura de periodismo, modelo Arco o
Pasarela Cibeles, claro, que se convierten en lanzaderas de grandes
silencios y desencadenan una dura, abismada, helada, y sin embargo
humana, demasiado humana, tensión entre el fotógrafo de batallas Andrés
Faulques y el muchacho de una de las fotos, el croata Ivo Markovic, que
vuelve de la vieja foto para ajustarle las cuentas a la buena y muy bien
pagada conciencia del fotógrafo apasionado por los encuadres y la
perfección técnica de Occidente, hasta que tiró una foto «con objetivo
Leica de 55 milímetros, 1/25 de exposición, 5.6 de diafragma, película
blanco y negro».
Les estoy hablando de El
pintor de batallas, de Arturo Pérez-Reverte. Léanla como si
fuera una meditación. Una reflexión sobre la fotografía occidental de
guerra. Sobre la guerra fotografiada por Occidente. O sobre la simetría
que gobierna el presunto azar. Por ejemplo, la fama del fotógrafo en
Occidente y la fama del mecánico croata y el precio de la fama cuando
uno sale en una foto al azar y, al estar casado con una mujer serbia,
las consecuencias atronadoras que tiene en la alfombra roja...de
Vukovar. (página 60, 11 líneas).
Y, claro, cuando Occidente está desorientado, declinando, que dicen
los franceses, vuelve la vista atrás. En este caso, a la pintura.
Y ante el fresco de la vieja torre, en esas aguas que vieron la gloria
y la derrota de Troya -«Nadie debería irse sin dejar una Troya ardiendo
a sus espaldas»- en ese mar que desde ahora sé por qué siempre me
recordó a la Laguna Estigia, dos vidas se enfrentan ante una especie de
resumen occidental de la pintura de guerra, convertida para unos en una
técnica y para otros en una vida. Occidente ignora que detrás de una
foto hay una vida. O una muerte. «Mientras hay muerte, hay esperanza».
Y entre el recuerdo de la pintura de guerra -Ucello, Goya, los
pintores mexicanos, y la lava del volcán del Dr. Alt- el fotógrafo y el
croata entablan una conversación, que, entre verde óxido de plomo, siena
natural, gris payne, naranja de cadmio y bermellón, azul prusia y un
collage final, se desarrolla a intervalos y a la que el lector asiste
como si fuera un final de partida, una purificación. De la memoria, de
la fotografía, del sentido -si lo hubiere- de ambas vidas. Ahora, el
pintor es veraz. Y la pintura no miente.
Es posible que a los lectores habituales les vengan a la memoria
-intertextualité, dicen los cursis- otras obras de Arturo sobre la
pintura y los territorios comanches. Incluso la mujer de ojos glaucos,
otra Nikon convertida en turista de élite en las guerras, abrazada a su
penúltima descreencia. No importa. Lo que aquí se juega es una batalla
de ajedrez, un ajuste de cuentas, un descenso a los infiernos
compartidos del horror. Me recuerda aquella frase de Corazón de
tinieblas: el horror, el horror. 11 líneas, 11, de la página 60 de la
novela, son suficientes para entenderlo. Esas 11 líneas concentran la
definición del Efecto Mariposa. Y hay varios ejemplos más. Exactos como
la herida de una navaja rota, azarosos como las víctimas del franco
tirador chetnick, reales como los prisioneros y los cocodrilos de la
página 118ss.
Ahora comprendo mejor por qué no le encuentro belleza al alba, a pesar
del ronroneo de los poetas románticos, vivos y muertos.