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Críticas sobre los libros de Arturo Pérez-Reverte y su trayectoria literaria.
CARLES BARBA | LA VANGUARDIA - 01/5/2006
Un antiguo combatiente emerge del pasado para pedir
cuentas a un fotógrafo bélico. Pérez-Reverte vuelve a lo grande con El pintor de batallas.
La literatura está llena de encuentros decisivos, de historias que se
surten de un cara a cara entre dos personajes que se autodescubren en
relación al otro. En El idiota de Dostoievski por ejemplo Mischkin y
Rogozhin coinciden en un expreso a San Petersburgo, y ahí sellan su
destino. También Bruno y Guy en Extraños en un tren de Highsmith quedan
unidos por un casual encaramiento en un compartimento ferroviario. En el
relato Sí de Bernhard el narrador no logra salir de sí mismo hasta que
se cruza con la persa en una oficina inmobiliaria, y a partir de ahí
establece con ella un fructífero diálogo. En La víctima de Bellow la
vida de Asa Leventhal da un giro cuando es abordado en un parque
neoyorquino por un tal Allbee, que le acusa de haber arruinado su
carrera, y él ya no puede deshacerse de ese doble.
La decimosexta y última novela de Arturo Pérez-Reverte (Cartagena,
1951) podría insertarse en esta línea de ficciones a dos voces, de
personajes que se toman la medida mutuamente. Su estructura y tono de
hecho recuerdan los de El último encuentro de Márai donde, tras cuarenta
años de no verse, un general recibía la visita de Konrad, un amigo de
la juventud. Aquí el protagonista de la obra es Andrés Faulques, un ex
fotógrafo bélico que se ha retirado a pintar en una solitaria torre
vigía de la costa, y quien emerge de su pasado se llama Ivo Markovic, un
antiguo combatiente croata al que él fotografió en pleno repliegue, en
una imagen que dio la vuelta al mundo. Han pasado quince años, y el
miliciano en ese lapso ha movido mary tierra para localizar al cámara
que tomó su instantánea. Ivo, como el Konrad de Márai, viene al torreón a
saldar una cuenta -la foto que a Faulques le dio fama y dinero, a él le
ha traído consecuencias funestas-, y el cañamazo de la novela se
sustenta en los tête-à-tête entre dos hombres cuyas vidas se tocaron
sólo por unos segundos y que ahora van a dirimir una serie de asuntos
pendientes que exigen despaciosas conversaciones.
¿Con qué derecho -pregunta el croata- el reportero le captó en un
momento comprometidísimo de su existencia (con los chetniks serbios
pisándole los talones, él indefenso en su retirada) y luego se lucró con
esa imagen, y cosechó premios, sin importarle un carajo a quien había
retratado, y cual era su verdadera identidad, y qué secuelas podía
comportarle la foto en cuestión? Por otro lado, Andrés Faulques, que ya
ha colgado sus Nikon y sus Leikas, y lleva siete años empeñado en pintar
en el propio torreón un mural sobre la guerra, se inquiere: ¿con qué
legitimidad irrumpe ahora en su nueva vida uno de los tantos miles de
seres con los que se rozó en su periodo de fotoperiodismo bélico, y le
pide responsabilidades por su trabajo, y hasta se quiere cobrar con su
vida una presunta deuda moral para con él?
El pintor de batallas es un pulso entre dos individualidades,
una novela conversacional, un toma y daca entre dos interlocutores en
apariencia antipódicos y hostiles pero que, a medida que ventilan el
pasado y desentierran episodios tremendos de barbarie, van comprendiendo
que el vendaval de la historia les ha arrastrado a ambos por igual, y
que por tanto les interesa más indagar juntos en ese caos que enconarse
en rencillas personales. Significativamente Ivo Markovic entra en el
ámbito de Andrés Faulques cuando la vida de éste ha hecho crisis de un
modo radical, porque se ha dado cuenta de que la fotografía ya no le
sirve para interpretar la realidad, y confia en que la pintura (y en
este caso un mural de una batalla que es una síntesis de todas las
batallas) le dé las claves que rigen el desorden del cosmos. En sus
sucesivos diálogos Faulques consigue interesar a Markovic en su obra
pictórica, y éste descubre con sorpresa que el arte puede auscultar con
plausibilidad los enigmas del universo. Pero en el curso de estas
charlas el croata a su vez enseña a Faulques que, tanto con la cámara
como con los pinceles, él está lejos de ser sólo un hombre que mira, "un
tercer hombre indiferente", y que, tanto los miles de fotos que tiró
como el mural en el que trabaja, le contienen a él, y le interconectan
además con la corriente general del mundo. Markovic, al desvelarle la
cadena de desgracias que le deparó la foto que tomó de él en su retirada
de Vukovar, le afianza en su sospecha de que "hay una red oculta que
atrapa el mundo y sus acontecimientos, donde nada de cuanto ocurre es
inocente y sin consecuencias".
El pintor de batallas en este sentido se desarrolla en tres
planos: el tiempo en el que Faulques tarda en completar la pared
cóncava; el tiempo -la cuenta atrás- que le da su visitante croata para
que ponga en claro sus asuntos pendientes; y el tiempo de sus recuerdos,
que van desplegándose al hilo del mural y de los coloquios con su
interlocutor, y en la mayoría de los cuales anda presente una mujer,
colega y amante, cuya pérdida ha hecho mella en su carácter. Olvido
Ferrara (tal es el nombre de esta atractiva modelo de padre italiano y
madre española) deviene una presencia tan real y obsesiva como la del
propio Markovic y, a través de la evocación de días compartidos en
México D.F., Venecia, Roma o Atenas, y en escenarios bélicos como
Duvrovnik, Kuwait, Sarajevo o Mogadiscio, Faulques va comprendiendo
cuanto le debe a ella en la nueva mirada con que ahora ve las cosas, y
en qué modo sus comunes experiencias (sobre todo frente al horror de la
guerra) han curtido su alma y le han arrojado más luz en su sondeo de la
existencia.
La propia Olvido ha sido en su momento la primera en darse cuenta de
que si se pegaba a Faulques -"necesito un Virgilio y tú eres bueno para
eso", le dice en una ocasión- iba a aprender a ver el mundo en su
dimensión auténtica, sin los enmascaramientos en que transcurren las
existencias de cada cual. Entre ambos, y a lo largo de tres años de
correrías por los puntos más calientes del planeta, descubren que el
mundo está ahí como un jeroglífico insondable, y que la guerra es una
buena escuela para ponerse en situación de descifrarlo. Aprende uno en
esos escenarios (en Beirut lo mismo que en Pnom Penh, en los Balcanes
igual que en El Salvador) que el hombre es un animal carnicero tan
pronto se le aflojan las tuercas civilizadoras, y que la Naturaleza por
ende es un monstruo indiferente, que puede desatarse y mostrar su faz
más devastadora sin el más mínimo respeto con todo lo que palpita y
respira.
Una fuerte inflexión
El croata que acude a la torre para pedir cuentas a Faulques conoce en
carne propia con qué encono puede golpear la vida, y al principio
quiere arrojar a la cara del otro las tremendas heridas que arrastra.
Gradualmente sin embargo va percibiendo que El pintor de batallas esconde sus propios tajos, y que del "pulso terrible de la vida" sabe
tanto como él. "¿Sabe, señor Faulques?", le confiesa en un momento dado:
"Cuando después del campo de prisioneros fui a un hospital de Zagreb,
lo primero que hice fue sentarme en un café. Y no daba crédito a lo que
oía: la conversación, las preocupaciones, las prioridades... Oyéndolos,
me preguntaba: ¿Es que no se dan cuenta? ¿Qué importa el abollado del
coche, la carrera en la media, la letra del televisor? ... ¿Comprende a
qué me refiero?".
Por supuesto, Andrés Faulques entiende perfectamente de qué le habla
el otro. Él ha colgado las cámaras y se ha retirado a pintar
precisamente para sustraerse de una vez a la maraña de nimiedades con
que nos enreda la cotidianeidad, y para ir a lo esencial de la vida, y
tratar de reflejar en el mural el orden secreto que desencadena las
cosas.
Éste no es el Pérez-Reverte de El maestro de esgrima o La tabla de
Flandes. A sus 54 años, y con sillón en la Academia desde hace tres, da
una fuerte inflexión en su trayectoria. Aquí no hay golpes de sable, ni
una cascada de aventuras, ni acción a chorros. El pintor de batallas es su obra más destilada y despojada. Rinde homenaje a los grandes
maestros antiguos de la pintura (y a algún moderno). Y pone en pie a dos
personajes - a tres, si contamos a esa mujer en la lontananza del
recuerdo- que básicamente intercambian ideas, en un encarnizado afán de
desentrañar las reglas de juego de la vida y la muerte. La torre de
vigía a la que se retira Faulques es una buena metáfora del sentido de
la obra: aunque en su origen fue un lugar para atalayar corsarios y
defenderse de ellos, y tiene por tanto un aire de baluarte romántico, al
terminar el libro parece más bien un espacio en donde su ocupante se ha
encerrado a repensar el mundo. Como el torreón de Montaigne, la torre
Martello de Joyce o la torre Muzot de Rilke.