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Críticas

Críticas sobre los libros de Arturo Pérez-Reverte y su trayectoria literaria.

El ruido de la guerra

ENRIQUE TURPIN | EL PERIÓDICO DE ARAGÓN - 06/1/2007

Aunque no sería mala cosa, no se hará preciso recomendar que para mayor deleite en la lectura de las nuevas aventuras del capitán Alatriste y su inseparable aprendiz y cronista Íñigo de Balboa se siga aquel consejo de algún sabio sargento que rezaba que "meado y ayuno es como mejor se bate uno". Cámbiese el batir por el leer, porque a veces no estaría de más que también el lector sobrellevara el esfuerzo de recomponer el espíritu de la época como aquí se lleva a cabo, a sabiendas que la situación sería transitoria y que en ningún momento padecería los envites de la malandanza: a este lado del Mediterráneo siempre se está a dos pasos de la cocina.

Con Corsarios de Levante, ya van seis títulos y una decena de años de esta saga áurea de Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) sobre las hazañas del último héroe español del XVII, una época al tiempo caballeresca y feroz en la que las leyes del honor y la honra todavía suponían, entre otras muchas cosas, matar o morir por ellas. Corre el año 1627 y el capitán Alatriste se embarca en La Mulata, galera de 24 bancos, que sirve de vehículo para el corso, motivo para que el alférez vascongado de Oñate Íñigo de Balboa rememore los días levantinos en que volvían del revés puertos y galeras en pos de un botín que las leyes patrias les esquilmaban vilmente. Como acertado fresco de la época, ese narrador que es una de las mejores bazas aprendidas del Lazarillo --la creación del interlocutor/lector--, Íñigo trae a su ejercicio de escritura la nómina de aquella cofradía de galeotes que acompañaron a los protagonistas en los años en que el Mediterráneo era un hervidero de piratas: los peores esclavos, herejes sentenciados, falsarios, azotados, testimonieros, renegados, fulleros, perjuros, rufianes, salteadores, acuchilladizos, adúlteros, blasfemos, asesinos y ladrones del orbe. La lista ya dice que la aventura también es lingüística, poblada del riquísimo lenguaje de germanías y atinada por el reflejo fiel del tránsito de razas y decires de esta charca malfamada que aún es nuestro mar.

De Túnez a Argel, pasando por Orán, Nápoles o Malta, Íñigo y Alatriste rozan el descalabro, emprenden cabalgadas y reafirman su amistad. Les acompañan versos de Cervantes a Quevedo; también les flanqueará el moro Gurriato. Entre turcos endiablados y viajes entendidos como método de conocimiento, la disputa entre las armas y las letras se hace todavía más encendida. Íñigo es más que un joven aprendiz y Alatriste anda descreído sin caer en el cinismo, con los Sueños del compadre Quevedo en la faltriquera a modo de poética: la literatura, más que la hierba moruna, ayuda a sobreponerse a los peligros del mundo en espera de la muerte. El lector, crecido como la serie, acabará recompensado con sensaciones reales y acertará a ver guiños a El pintor de batallas, con quien esta obra se hermana en espíritu y hallazgos.