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Críticas sobre los libros de Arturo Pérez-Reverte y su trayectoria literaria.
JOAQUÍN ARNÁIZ | La Razón - 16/12/2006
La épica es el verdadero otro lado del espejo de la lírica.
Y así, el héroe épico por mucho que luche por su amada vive
preparándose para morir, escuchando siempre en la lejanía el sonido del
cuerno de Roldán. En este volumen, ya el sexto de la saga, el capitán
Alatriste es, en mi opinión, más héroe épico que nunca (quizá enlazando
con el Alatriste de «El sol de Breda»), y está más desesperadamente solo
que nunca, incluso con su Íñigo ya batiendo las alas de la adolescencia
rebelde. Y con la determinante presencia constante del tiempo que
modifica para siempre la vida de los personajes. «El tiempo muda unos
lugares y respeta otros. Pero siempre te cambia el corazón», dirá en un
momento Alatriste.
En este sentido, creo que el personaje de Pérez-Reverte es diferente
cuando está en España que cuando sale al exterior, quizá porque el
verdadero héroe está siempre en camino, y de hecho es en el Camino del
Grial que encuentran grandeza y muerte los caballeros de Arturo. Y en
esta novela, Alatriste e Íñigo, embarcados en las naves de la flota real
y visitando Malta, Nápoles y las propiedades españoles norteafricanas,
allí donde vegetan viejos soldados de los Tercios, abandonados por su
rey y condenados al olvido, son quizá más épicos que nunca.
Alatriste, aquí, quizá está más cerca de la ética del samurai que en
sus ámbitos hispánicos. Poco importará ya luchar por el rey o por un
quimérico imperio, sino que más bien una extraña mezcla de «beau geste» y
de penurias económicas les guiarán a la muerte y a la gloria. Alatriste
sabe que su único oficio es la guerra, que funcionarios y mercachifles
se están comiendo un imperio que ya nadie defiende en la Corte, y así
escuchará esto de un viejo soldado: «Dime qué le importa a un escribano,
a un juez, a un funcionario real, a un tendero, a un fraile, que en las
dunas de Nieueport nos retiráramos impasibles y banderas en alto, sin
romper el tercio...».
Ahora, las aventuras de Alatriste y sus compañeros están teñidas de
una cierta amargura, donde sólo las feroces batallas contra los turcos
(enemigos, sí; pero no resguardados tras papeles y ordenanzas) y
ejemplares venganzas (disparar las cabezas de los enemigos con un cañón
hacia el campo adversario) parecen animar por un momento a estos
soldados profesionales, que, al fin, sólo terminarán luchando porque no
saben hacer otra cosa, y porque en un tiempo de siervos es el único
lugar en que se puede tener honor, aunque no sea más que muriendo en el
campo de batalla.Un libro éste que incluso puede ser leído
independientemente (Pérez-Reverte va mostrando retazos de pasado y de
futuro del Capitán Alatriste, y pronto el lector tiene un personaje
perfectamente construido), y que irá conduciendo al lector de pasaje
iniciático (la rememoración de la caída de Osuna o la vida de los
galeotes en las galeras) en paisaje iniciático hasta la batalla marítima
final, con la creación de ese fascinante caballero de la Orden de Malta
navegando, orgulloso y victorioso, al fin, contra la muerte.
Más que aventuras. Pero, atención, no es una novela de aventuras ésta,
o por lo menos no es sólo una novela de aventuras. Sino que en ella
Pérez-Reverte nos habla de una sociedad que enviaba a sus hombres como
pajes a los trece años a los Tercios de Flandes; de la vida y existencia
de los moriscos arrojados de España, de una época en que, como dice el
novelista, «para crear el infierno así en el mar como en la tierra no
eran menester más que un español y el filo de una espada». Ahora, en
este tiempo en que tan mala propaganda tiene la épica, sorprenderá al
lector de este relato que se publique una obra como ésta última de
Pérez-Reverte, donde se habla de temas como la decadencia y aparecen
aventuras sangrientas, botines y barcos tomados al asalto, pero también,
y sobre todo, de aquello que tan bien cantó Saint-John Perse: «Tras el
orgullo, he aquí el honor, y esta claridad del alma floreciente en la
espada grande y azul».