Prensa > Críticas
Críticas sobre los libros de Arturo Pérez-Reverte y su trayectoria literaria.
JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOS | ABC - 09/12/2006
Diez años no pasan en balde. No para el héroe de las que
comenzaron siendo aventuras de un soldado en la España del siglo XVII y
van convirtiéndose en un proyecto distinto al del mero entretenimiento
con las capas, espadas y lances varios en que se quedarán todavía
algunos lectores superficiales. Conforme Alatriste evoluciona como
personaje, crece la medida de la serie, con novelas que van adensando su
trayectoria en dos direcciones. Primeramente, según vimos ya en las
anteriores El oro del rey y El caballero del jubón amarillo, por el
estigma del desengaño, como si Quevedo fuese algo más que un amigo, y su
amarga visión de las Españas caídas prendiese cada vez más en la retina
de Alatriste, sometido a los vaivenes del poder cortesano, como lo fue
la historia de don Francisco mismo. No es casual que un ejemplar de Los
sueños de Quevedo, recién salido a estampa, acompañe los ratos de ocio
del capitán. Pero tampoco lo es la inclusión parcial en el texto (pág.
221), y completo en el apéndice final, del espléndido soneto que Quevedo
dedicó a su amigo y protector, don Pedro Téllez de Girón, duque de
Osuna. El acento de contraposición entre vasallos leales sin señores que
los merezcan acentúa la línea semántica constante en la narrativa toda
de Pérez-Reverte: su amarga visión respecto los valores inservibles, por
muy grandes que hayan sido las hazañas quemadas en su servicio.
Protagonista principal. El otro camino de adensamiento lo
surca el lenguaje. Podría decirse (y quiero hacer algo más que un juego
de palabras) que lo que comenzaron siendo unas novelas de aventuras han
terminado por ser una auténtica aventura del lenguaje, que en esta
última entrega se convierte en el protagonista principal, y traduce,
según creo, un nuevo compromiso de su autor, quien logra ir donde hoy no
llega nadie en novela histórica: dar vida a una aventura semántica.
Comienza siendo léxica, por los dos o tres centenares de términos que
estaban arrumbados en diccionarios de época y en jergas especializadas
de la germanía, del juego de cartas, de la marinería o de las suertes de
ataques y defensas en las batallas o duelos. Podría allegar mucho de
ello en esta crítica, aunque bastará a cada lector con ver lo que digo
según la novela avanza. Pero es sobre todo semántica, porque Alatriste
es hoy menos aventura recreada, y cada vez más creación propia, como si
la obra le fuese creciendo a su autor entre las manos, hasta acariciar
la idea no de escribir como los antiguos según comenzó siendo la serie,
sino de crear un espacio nuevo con aquel lenguaje de época, por el
procedimiento de haber embebido la situación de tal manera que solamente
de esa forma pudiera decirse. Eso no significa ya remedo, sino
necesidad creativa que vamos viendo crecer en cada entrega.
Batallas navales. En el último Alatriste la nueva necesidad
creadora se dirime en el lenguaje y no en la aventura. De hecho, la
trama se ha adelgazado mucho, y se convierte en episódica, con tres
batallas navales (una contra el navío inglés, y dos contra los turcos);
precediendo a ellas una antológica escaramuza con la cabalgada en los
alrededores de Orán, y entre ellas una escala memorable en el Nápoles
tabernario. La de Orán traduce mucho del sentido de la obra: la
necesidad de proveerse salvajemente por parte de unos soldados que la
Administración ha abandonado a su suerte.
Podría decirse que Lope de Vega ha cedido a Cervantes la primacía de
este libro. Digo esto porque la trama es cervantina toda: la berbería
mediterránea, las plazas españolas en el Norte de África, la lucha
contra el Turco (que condensaba en esa denominación un todo
sinecdóquico, por infiel), pero incluso la suerte de los moriscos es
aquí convocada. Resuena Ricote, y resuena el episodio paralelo del
cautivo, convocado incluso en algún detalle geográfico. Sabe
Pérez-Reverte, y sería desdicha no reconocerlo (aunque habrá quien se lo
niegue, según van siendo proverbiales todavía las envidiosas negativas
de un esfuerzo lingüístico realmente sobresaliente), que tales
convocatorias por un escritor son envites bien fuertes. Sale de ellos
mucho más que airoso, como de la precisa reconstrucción histórica del
escenario mediterráneo, con sus escalas principales en Melilla, Orán,
Lampedusa, la travesía del Scila y Caribdis, la soberbia Nápoles, hasta
llegar por Patmos a las puertas del Mar de Nicaria. Es tanta la
precisión histórica y geográfica de esta obra, que quizá acabe teniendo
su peaje comercial, porque lectores habrá que dejen en el camino esta
aventura estilística, ya decididamente volcada del lado de los lectores
verdaderos, que sabrán apreciar el enorme esfuerzo y disciplina de una
novela como la presente, que por ello es creación y no simple homenaje.
¿Título menor? Digo esto convencido de la necesidad de zafar a la
serie de Alatriste del sambenito de su carácter secundario, menor, y
porque se hace preciso celebrar la dificultad inherente a la empresa de
dotar a cada situación de su propio sentido léxico, a favor de un
significado que lleva la novela histórica a un lugar de exigencia
olvidado hoy por casi todos, excepto quizá por Umberto Eco, que
igualmente se ha comprometido en recrear con precisión cada época
convocada. Si el italiano cede a la ironía posmoderna, en el caso de
Pérez-Reverte se arrostra la ideología del siglo, por más que resulten
chirriantes y políticamente incorrectos los valores embebidos que este
libro ofrece, sin traducción posible. Porque no cabe ser cervantino o
quevedesco en parte, o mirar España y la Berbería con los ojos del
presente. Quizá este modo de ser novela histórica vuelva a como fueron
las de Galdós y Baroja para el caso del carlismo: la única forma posible
de que una reconstrucción pueda sobrevivir. Haber puesto ante los
lectores de hoy un mundo de ayer, que ha necesitado de ese lenguaje, y
no de ningún otro, para ser realmente posible. Escribir novela
histórica, cuando es crear, necesita tal cosa.