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Críticas sobre los libros de Arturo Pérez-Reverte y su trayectoria literaria.
JUSTO NAVARRO | El País - 02/12/2006
Nadie se ha arrepentido de ser valiente, o eso oí una vez, y
valiente es Diego Alatriste, capitán crepuscular y cansado en un mar
fabuloso de cristianos contra musulmanes, el Mediterráneo, matriz de
razas, lenguas y viejos odios fraternos: "Nadie se degüella mejor y más a
gusto que quien harto se conoce", ahora y en 1627, cuando empieza Corsarios de Levante. El pasado
es también un país de aventuras.
A bordo de La Mulata, galera de 24 bancos, en persecución de
un bajel berberisco, viajamos hacia un turbión de peripecias, de
Cartagena a los Dardanelos, entre abordajes y matanzas, amistad,
valentía, lealtad, y sus contrarios. Arturo Pérez-Reverte imagina con
fervor lo perdido, la materialidad y el alma de un siglo XVII de
soldados: cómo se navegaba, se combatía, se vivía, se padecía y se
gozaba. Dos cronistas lo cuentan: un narrador sin nombre e invisible,
que sigue a Alatriste hasta el fondo de su conciencia, y el feliz Íñigo
Balboa, testigo de los hechos, huérfano de veterano en Flandes y
protegido del capitán.
Balboa, alegremente engreído de su juventud, se presenta como
"bachiller en Flandes y licenciado en las galeras del rey". Es soldado,
pero todavía no es el hombre que cree ser, ni el que debería, o eso le
dice Alatriste, pues Balboa, a sus 17 años, ya se le sube a las barbas.
Ya no ve en el capitán lo que veía. Pero Alatriste aparece más sólido y
más próximo en su nueva aventura, ojos claros y atentos bajo el sombrero
viejo, parco en palabras y ademán, sólo rico en cicatrices y muertos a
sus espaldas, amigo de diluir la memoria excesiva en vino. Ahora vemos
el gesto de Viggo Mortensen sobre la cara que dibuja Joan Mundet.
En un momento de distancia entre el héroe humilde y el discípulo
soberbio, el discípulo envidia la forma de morir que le supone al
capitán: la calma digna, el conocimiento de lo que significa vivir.
Alatriste y Balboa se disponen para un combate probablemente desastroso,
en franca inferioridad, y la mirada de Balboa sobre su protector nos
deja ver dos cosas: la valía de los dos amigos y el afecto del joven
hacia el viejo. "Joven, gallardo y español bajo las banderas de la
famosa infantería de España, mayor potencia y azote del orbe", el casi
adolescente Íñigo Balboa es visto con aprecio e ironía, como si lo
mirara el capitán.
El Mediterráneo de 1627 fue una sorda guerra civil que
Alatriste vive con el recuerdo de 1609: la expulsión de los moriscos,
aquel sangriento episodio entre españoles. Pero la acción aplaza las
cavilaciones, y un abordaje nos espera frente a Alborán, en Orán un
asalto, piratas ingleses en Lampedusa, una batalla tabernaria y campal
entre españoles y venecianos en Malta, lances de garito en Nápoles, la
caza de un botín fabuloso en las costas de Anatolia, el rapto de la
favorita del bajá de Chipre, el encuentro mortal con ocho galeras turcas
en el Cabo Negro. La galera, por fin, será "una astilla ensangrentada",
y el combate ha sido onomatopéyico, en primer plano. Crock, se rompe
una nariz. Ris, ras, el puñal abre un cuello. Zumban las moscas sobre la
sangre en cubierta.
Arturo Pérez-Reverte imagina y nombra aquel universo: armas y barcos y
sensaciones, cómo se mide el tiempo allí. En cargar el arcabuz se
emplean dos avemarías, lo que falta para el ataque se mide en credos,
dos credos, y la soldadesca reza con diversos acentos, de vizcaínos a
andaluces, todos en latín católico y al servicio del rey, sólo unidos
"en rezar y matar". Y, quizá porque la literatura española valió alguna
vez para construir nuestra conciencia lingüística y civil, Alatriste
emprende la batalla decisiva llevando en el bolsillo los Sueños, que
acaba de mandarle Quevedo. También Cervantes y Lope de Vega pasan por
este Alatriste apasionado y asombrado ante el mundo ido.