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Críticas sobre los libros de Arturo Pérez-Reverte y su trayectoria literaria.
Santos Sanz Villanueva / El Cultural - 19/10/2020
La guerra es una constante en la narrativa de Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951). Con este asunto arrancó su obra de ficción, la magistral nouvelle El húsar, para mí uno de sus libros mejores, redondo, que traslada a la época napoleónica un tenso debate sobre valores. Andando el tiempo se fueron agregando títulos con esta temática muy significativos de sus preocupaciones. En primer lugar, las andanzas aventureras y folletinescas del popular Alatriste injertadas
en la decadencia de la España áurea y en consideraciones escépticas
acerca del heroísmo. Luego la exégesis de otro heroísmo, no el militar
sino el popular madrileño, en Un día de gloria. Y hace poco el retrato del soldado de fortuna medieval en Sidi que rescata al Cid del cerrado mito épico. En otro terreno, en fin, en el testimonial, está el reportaje periodístico de Territorio comanche a partir de las querellas étnicas en los Balcanes.
El firme y coherente mundo de ideas desarrollado en estos escritos y la experiencia narrativa adquirida en ellos ha
tenido que servir a Pérez-Reverte de ejercicio para abordar la Guerra
Civil con la coherencia, la ambición y la solvencia con que lo hace en Línea de fuego.
No de toda la guerra, sino de 10 días de julio de 1938 al comienzo de
la gran operación conocida como la batalla del Ebro con la que la
República se jugó a una última carta su porvenir.
A la concentración temporal se suma la espacial. Reverte se centra en
un pequeño lugar, Castellets del Segre, donde el ejército leal cruza el
Ebro y trata de desbordar a los rebeldes para recuperar la zona
levantina. Tiempo y espacio comprimidos adquieren dimensión simbólica. El
desastroso desenlace para los republicanos de esa acción precisa
anuncia el de la operación en su conjunto, que se extendió durante
varios meses, y el de la propia contienda. El espacio permite
poner frente a frente a las diversas fuerzas en liza en cada uno de
ambos bandos y construir una novela coral, una polifonía de
planteamientos ideológicos y de actitudes personales. La propia
estructura de la novela realza este carácter abarcador: breves
secuencias narrativas alternan las acciones de unos y de otros en el
sufrido empeño de los primeros en vadear el río y de los contrarios en
impedirlo.
Como relato de acción, admira la insuperable capacidad de Arturo
Pérez-Reverte para recrear con plasticidad y gancho los episodios
sueltos de la lucha. Los describe con morosidad tolstoiana y sin
tiempos muertos, con un ritmo regular que agarra desde el arranque y
supera el reto de mantener viva la atención a lo largo de setecientas
páginas. Los lances cuentan con la apoyatura de una
documentación precisa, que no estorba sino al contrario, en lo referido a
todos los elementos del teatro de la lucha. Las unidades militares con
sus virtualidades y deficiencias, rangos y jerarquías. Las armas y sus
efectos: los suministros extranjeros, los fusiles desfasados y nuevos,
la artillería, las granadas, la aviación avizorada, insuficiente o
letal, la bayoneta y el espantoso cuerpo a cuerpo. Las
estrategias y tácticas: grandes planes cambiantes y al albur del azar;
esforzadas maniobras que ponen a prueba el temple del soldado. Las
comunicaciones precarias. Las condiciones materiales: pertrechos, clima,
vituallas, extrema sed que obliga a sustituir el agua por
bebidas alcohólicas. El escenario físico: las tumbas del cementerio que
sirven de resguardo, la topografía del pueblo cuyas calles y esquinas
encierran trampas mortales, la estructura exacta de edificios reales que
se convierten en encerronas. También el paisaje, ríos, campos, huertas...
Semejante detallismo asegura que el tremendo espectáculo aparezca en
vivo a los ojos del lector. Para el mismo fin se aplica a la materia
humana, al sufrimiento de los combatientes, a heridas y destrozos
físicos. En este contexto de máximo verismo sitúa Reverte una
amplia galería humana, decenas de personajes, de base histórica o
inventados por medio de una alta fuerza de observación psicológica,
de los cuales entresaca un buen número que funcionan como protagonistas
dentro de una estampa que nunca deja de ser colectiva.
Ese selecto puñado representa la ilusión, el idealismo, la furia, el hastío, el desvalimiento, el valor, el puro miedo... Ello afecta por igual a los integrantes de las dos facciones y el narrador los muestra con mirada compasiva.
Significativamente no a todos: en esta narración cervantina, uno sale
malparado, el comisario político, fanático y criminal. La dureza de este
retrato tiene el contrapeso emocionante del pobre soldado a quien una y
otra vez se le frustran los planes de desertar.
Una red de asuntos sostiene la trama anecdótica: la desorganización
republicana frente a la unidad fascista; la violencia de los combates;
la desesperada leva de adolescentes; las milicianas, jóvenes disciplinas
y eficaces, de tú a tú en el frente con los hombres; las Brigadas
Internacionales minadas por el desencanto a estas alturas de la lucha,
casi en vísperas de su expulsión; o los arriesgados corresponsales
extranjeros.
Sobre todo ello, con categoría de auténtico leitmotiv,
figuran los daños causados por la visceralidad política: los crímenes en
nombre de las ideas cometidos en ambas retaguardias contra inocentes.
La novela se hace eco de la sinrazón y la venganza ideológica. No
es casual que Pérez-Reverte, escritor que nunca da puntada sin hilo,
deje para el final un pasaje en que dos soldados yerran el tiro con el
que podrían abatir a un par de enemigos que huyen maltrechos. Vale la anécdota como un colofón en que la piedad prevalece sobre el rencor cainita.
No debe medirse el valor de una obra por su oportunidad histórica, pero tampoco ignorarla. Pérez-Reverte ha escrito, sin simplificaciones ni maniqueísmos, la gran novela a favor de la reconciliación nacional -entre las machadianas buenas gentes que viven, laboran, pasan y
sueñan, y un día como tantos descansan bajo la tierra- necesaria en
estas fechas crispadas que estamos viviendo.