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Críticas sobre los libros de Arturo Pérez-Reverte y su trayectoria literaria.
Jacinto Antón / El País - 23/10/2019
He tenido con el Cid, Rodrigo Díaz de Vivar, desde niño una relación
ambigua y guadianesca, como me parece que tenemos muchos. Una relación
hecha sobre todo de viejas estampas, fragmentos del Cantar, poemas -Madrid castillo famoso...-,
clásicos juveniles, páginas de Menéndez Pidal, y la película de Anthony
Mann con Charlton Heston, claro, que nos llevó a ver mi padre a mí y a
mi hermano mayor. Nunca olvidaré el final con el héroe muerto atado a la
silla de su caballo galopando entre la espantada horda de almorávides
embozados de negro de Ben Yusuf (el moro Búcar en la leyenda),que por
cierto llevan en el filme escudos de estilo zulú, como si Samuel
Bronston hubiera confundido Peñíscola con Isandhlwana. Mi imaginario del
Campeador se ha compuesto especialmente de ese episodio de la victoria
después de muerto -con Sofía Loren sin despeinarse en las almenas-, el
de la jura de Santa Gadea, de la que muchos años conservé un teatrillo
con los personajes troquelados, y sobre todo el de la afrenta de Corpes,
que despertó en mi preadolescencia extrañas pulsiones carnales: me
persiguió durante años la imagen de las hijas del Cid, doña Elvira y
doña Sol, en ropa interior, vejadas, escarnecidas y ves a saber qué más
("si así nos deshonráis os deshonráis los dos") por sus maridos, los
acreditados cobardes infantes de Carrión.
Pero ahora, la lectura de Sidi, un relato de frontera,
la nueva novela de Arturo Pérez-Reverte, me ha revirado los esquemas.
He disfrutado muchísimo, como es natural, esa historia de aventuras en
la que el autor subvierte la leyenda del Cid siéndole a la vez
evemeristamente muy fiel, llevando el mito, incluidos Babieca, Tizona y la afrenta del padre de Jimena (¡pas ici de Corneille!),
al terreno concreto y real en el que los guerreros son correosos
profesionales con tufo a sudor, estiércol de caballo y humo de hoguera, y
Ruy Díaz un mercenario jefe de mesnada con una fea llaga de cabalgar en
la ingle. En la perspectiva de la novela, batallar es "un casi todo de
rutina y fatiga, de marchas interminables, de calor, frío, tedio, sed y
hambre, y también de apretar los dientes aguardando momentos que no
sucedían nunca o que, cuando al fin llegaban, transcurrían fugaces y
brutales", con una única regla: "si luchas bien vivirás, si no, te
matarán".
En el vademécum guerrero de este Cid nociones como que en el oficio
de las armas el truco es aceptar que ya estás muerto (también la algo
adelantada observación -pues es de Wellington- frente a un campo de
batalla de que nada se parece tanto a una derrota como una victoria). Ha
habido antes otros intentos desde la narrativa de sacar al Cid de las
páginas amarillentas de los libros de texto, los estudios doctos, los
tópicos hollywoodenses y las soflamas nacionalistas. Y ya Frank Baer, en
El puente de Alcántara (Edhasa, 1991) le retrató -en un papel
secundario- como un peligroso mercenario al servicio del príncipe moro
de Zaragoza. Pero Sidi nos ofrece por fin un Cid de carme y hueso, tan creíble que no puedes menos que pensar que el personaje real tras el Cantar debió ser así. Solo en Pérez-Reverte el Cid aparece orinando (sostiene
que hay que vaciar la vejiga antes del combate: hay debate sobre ese
punto, Arturo) o con una incómoda erección durante el masaje de una
mora, y el rey Alfonso se "pasa por los huevos" la jura de Santa Gadea.
Realista pues este Cid pero también perezrevertiano hasta
las cachas, honrado mercenario, leal, valiente, aunque menos desengañado
que Alatriste (pese al destierro). Me ha gustado mucho la forma de
presentar la frontera entre moros y cristianos como si fuera el
escenario de un western de John Ford o un cuadro de Frederic Remington.
La razzia salvaje de la partida mora, perseguida por la dura mesnada del de Vivar sin duda parece sacada de Centauros del desierto, de Ford, o de La venganza de Ulzana,
de Robert Aldrich, y los morabíes, comanches de la primera película o
apaches chiricahuas de la segunda. El ambiente es el mismo, cambiando la
corneta por el cuerno de guerra, las carabinas Springfield por las
lanzas, el Garry Owen por el grito de "¡Castilla y Santiago!" y
las cabelleras por cabezas completas. Eso seguro que era así. En otro
pasaje puede reconocerse asimismo una influencia o un homenaje de los
que nos gustan: la ejecución de un hombre que ha asesinado a otro y cuyo
castigo es necesario para mantener unida a la heterogénea tropa remite
al episodio de Lawrence de Arabia con Gassim. La idea de que el propio
Cid es consciente de su leyenda y la usa para sus fines resulta muy
atractiva, y es tremendamente eficaz y conmovedora la escena en la que
el Cid, ¡el Cid, señores!, se pone a rezar a Alá junto a un emir
sarraceno .
A destacar también el ruido del acero al dar en carne, que no sale en el Cantar pero que Pérez-Reverte no nos ahorra y que ya no se despegará nunca de nuestro recuerdo del Cid: Tunc, chas, tunc, chas...