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Textos sobre el escritor y su obra. Revertianos.
MONTERO GLEZ | ABC - 12/11/2007
Por
alejar voces que anuncian guerras, viene a cuento recordar vergüenzas
pasadas. Terrenos de juego donde un mal día brotó la semilla del
exterminio. Sin ir más lejos, en nuestra historia más reciente, el
campo de Mestalla o el ya desaparecido Chamartín, fueron utilizados
como campos de concentración. Para no ser menos, en el lado de allá del
océano, Pinochet convirtió los estadios en fábricas de carne picada.
Sirva el ejemplo sonoro de Víctor Jara, cantor del pueblo, que le
arrastraron al llamado Estadio Chile y allí que le molieron los huesos
como si fueran café. Después le ajustaron treinta y tantas balas en el
cuerpo. El hijo de Amanda terminó amontonado en un corredor del estadio
junto a otros hijos del pueblo. Tras impedir varias veces la
reconstrucción de los acontecimientos, al final, el Estadio Chile
pasaría a llamarse Estadio Víctor Jara. Lo más parecido a un gol fuera
de tiempo, de esos que marca el recuerdo para reconciliar olvidos. Pero
un gol al fin y al cabo.
Por tirar del último eco hasta alcanzar las primeras
voces, Arturo Pérez-Reverte da cuenta de lo que sucede cuando, en el
terreno de la paz, germina la semilla bélica. Lo hace en su novela «El
pintor de batallas», convirtiendo un campo de fútbol en camposanto.
Ocurrió en la antigua Yugoslavia, cuando Arturo anduvo descalzo sobre
el sable recién afilado de la última contienda. Llegando a un pueblo
desierto, el tufo le pegó de lleno. Su olfato lobero le arrastró por
calles quebradas y portales abiertos a balazos. El conflicto de los
Balcanes había pasado por allí sin ruido aparente. Y fue a la salida
del pueblo cuando el olor a picadillo le taponó las fosas nasales. Ante
él se alzaba el estadio con la siniestra envoltura de un regalo en
tiempo de guerra. Sin más compañía que la del sonido de sus pasos sobre
el cristal crujiente de la batalla, entró. Fue entonces cuando el olor
atravesó su garganta. Habían arrancado el césped y también removido la
tierra. Todavía se escuchaba el eco de los moribundos. En las gradas
vio a un niño, de ocho a diez años, flaco, rubio y con ojos como
escarcha. Lucía sonrisa maligna y pistola de madera al cinto. «¿Buscas
croatas?», preguntó burlón. Y sin esperar respuesta acentuó la mueca y
afirmó con la guasa: «En este pueblo no encontrarás ninguno». Entonces
el pintor de batallas alzó la cámara y le tiró la foto. Cada vez que
Pérez-Reverte lo recuerda, le sabe la boca a sangre. Por eso escupe al
suelo. Se trata de un gargajo de la memoria, el mismo esputo donde
Francisco de Goya tiñó pinceles para embestir el lienzo de la guerra.
Y por seguir dándole saliva a la guadaña, cabe
aquí terminar con lo ocurrido en una pequeña ciudad de El Salvador, en
su mismo estadio, donde fue fusilado Victoriano Gómez, una especie de
Robin Hood lugareño. Para que cundiera el ejemplo, las autoridades lo
dieron por la televisión local. Victoriano Gómez cayó ejecutado a la
tarde pero, desde primera hora de la mañana, las gradas del estadio se
vieron atiborradas de gente. Era como si, de un momento a otro, fuese a
dar comienzo un encuentro futbolero. El gobierno decidió vender cara la
muerte de este hijo del pueblo que bien sabía que la propiedad es robo.
Por lo mismo, se montó un espectáculo que sirviese como lección. El
periodista Ryszard Kapuscinski dio cuenta del deplorable acontecimiento
en su libro de reportajes titulado «La guerra del fútbol».
Resulta atroz la imagen de un estadio habilitado
para deshabilitar a las gentes, tanto como descubrir una sonrisa cruel
en un muñeco de madera. Así que, para alejar voces de sangre, no
conviene cortarle posibilidades al recuerdo por muy malo que éste
venga. Nunca está de más recordar lo que ocurre en tiempos de guerra,
cuando el fútbol deja de ser una fiesta y los estadios se convierten en
edificios fúnebres con cadáveres amontonados por los corredores, a la
espera de que un niño chico, armado con pistola, remueva la tierra.
Pues eso.