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Textos del escritor aparecidos en diversas publicaciones. El cementerio de los barcos sin nombre.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | La Vanguardia - 30/10/1998
Soy un novelista profesional, y teorizar sobre literatura se lo dejo a
quienes tienen ganas y tiempo para ello, o a quienes viven
exclusivamente de sentar cátedra sobre lo que escriben otros; del mismo
modo que la faceta artística de la literatura -que sin duda existe- se
la dejo a los artistas profesionales, expertos en angustias creativas y
duchos en las fascinantes zozobras de lo sublime. Yo me dedico a contar
las historias que me apetece contar, y a hacerlo del modo más eficaz
posible; así que me importa un bledo si la novela en general o en
particular está muerta, o no. En lo que a mí respecta, procuro que la
mía siga viva, y eso me mantiene lo bastante ocupado como para no andar
perdiendo el tiempo en dimes, diretes y chorradas.
Esta vez, sin embargo, debo hacer una excepción. Después
del encuentro que tuve hace unos días en la feria del libro de
Francfort con Ken Follet, algún amigo me ha pedido que defina un poco
algunas de las ideas que allí apunté, ofreciéndome para ello, con toda
gentileza, las páginas de La Vanguardia.
Así que en eso estoy ahora, dándole a la tecla en la esperanza de que
esto no parezca una justificación ni nada por el estilo. Que maldita la
necesidad que tengo de justificar nada; pues todo autor consecuente con
su propia obra se justifica muy a fondo, creo, en todas y cada una de
las páginas que escribe.
Le decía yo en Francfort al señor Follet, más o menos, que
toda novela es en principio respetable, desde Marcial Lafuente
Estefanía a Dostoievsky, mientras haya un lector que encuentre en ellas
diversión, reflexión, compañía, esperanza, sabiduría, consuelo o
cualquiera de las innumerables posibilidades que ofrecen los libros. En
ese contexto, el llamado best-séller, etiqueta con la que a menudo, en
un exceso de simplificación, se clasifican globalmente los libros más
vendidos, constituye en principio un género tan digno como cualquier
otro. Hay que ser un perfecto bobo para exigir que doña Luisa, que
apenas tuvo estudios, que se casó con un animal de bellota a los
dieciocho años, que trabaja catorce horas diarias haciendo desayunos
para marido e hijos, yendo a la compra, preparando la comida, fregando,
haciendo la cena, termine su jornada dedicando un rato cada noche a
leer el Ulises,
de Joyce. Bendita sea para ella Corín Tellado, si eso la hace evadirse,
y soñar, e imaginar otras vidas. Y tal vez, pues los libros son al fin
y al cabo como las cerezas, que tiras de uno y terminan saliendo otros,
eso la lleve un día a leer otras cosas. Y si no, pues qué diablos.
Tampoco pasa nada.
Mejor que las teleseries
Quiero decir
con eso que todo libro puede ser útil, y nadie tiene derecho a
despreciar el trabajo de nadie, ni sus consecuencias. Y en ese
contexto, el best-séller, entendido como novela popular en su más
primario sentido, que es el de entretenimiento o aventura, resulta
perfectamente legítimo y respetable si está bien hecho. Incluso el tan
denostado best-séller anglosajón puro y duro, de usar y tirar, que
apunta como mucho a una fugaz trayectoria cinematográfica, cumple una
función de entretenimiento nada desdeñable, que por supuesto es siempre
preferible a una estúpida serie de televisión a base de policías y
señores de Arkansas, aunque a primera vista parezcan lo mismo. Pero es
que, además, dentro de tan amplio género se han producido obras
notables, como Shogun, de James Clavell, el Chacal, de Forsythe o, en otro registro, las novelas de John le Carré, incluyendo Los pilares de la tierra,
del propio Follet. De cualquier modo, lo que el best-séller anglosajón
posee son unas técnicas narrativas altamente eficaces, que arrancan
tanto de la novela popular europea del XIX como del lenguaje
cinematográfico. Unas técnicas muy interesantes cuyo estudio y
aplicación, al menos como referencia, resultan de extraordinaria
utilidad a la hora de abordar cualquier materia novelesca de un modo
actual, para un público lector que posee -obviarlo es una estupidez
suicida- una amplia enciclopedia audiovisual en continua recarga y
evolución. Entendida la novela, por supuesto, como se entendió siempre
y como algunos -sobre todo los lectores, que es lo que cuenta- seguimos
entendiéndola todavía: el planteamiento de un problema narrativo basado
en acción, pensamiento, o la combinación de ambos, y la resolución de
ese problema mediante las herramientas más eficaces, trama, personajes,
estilo y estructura, que el autor sea capaz de aplicar en su trabajo.
Porque -y esa es otra- por mucho arte, talento, imaginación y demás
dones estéticos o divinos de que disponga el novelista, sin trabajo
riguroso y disciplinado n o hay nada que rascar. Y, pese a lo que
afirmaba recientemente algún exquisito e imprescindible novelista de
diseño, las novelas no se escriben picoteando de flor en flor, un
poquito hoy y otro poco el mes que viene, a base de inspiración divina
y de hacer vida de escritor en mesas redondas, talleres literarios,
columnas periodísticas y barras de bares de moda. Se escriben
echándoles muchas horas, y días, y meses de constante disciplina y
trabajo.
Dicho todo lo cual, y respetando a todo el mundo, se
impone puntualizar un par de cosas. Y precisamente ese par de cosas son
las que me llevaron hasta Francfort para conversar con el señor Follet,
pese a que tengo a gala no frecuentar ese tipo de eventos. La principal
es que, dicho con todos los respetos, no hay que mezclar las churras
con las merinas. Quiero decir que quien sitúe El ojo de la aguja y El nombre de la rosa, ambas indiscutibles best-séllers, o La tapadera y El perfume, o El exorcista y Peón de rey en un mismo paquete, es un perfecto simple y un cretino. Porque frente
al clásico best-séller anglosajón, frente a un planteamiento novelesco
que tiene por objeto exclusivo el mercado, y donde pocas ambiciones
suelen plantearse más allá del aquí te pillo y aquí te mato, frente al
huérfano ejercicio de la acción y el entretenimiento sin más
pretensiones que lograr impactos rentables en las listas de más
vendidos, frente al todo vale prepotente y descarado sin otro sostén
que las cifras del enorme mercado en lengua inglesa, a menudo la novela
europea con éxito de ventas posee en buena parte, y ganado por derecho
propio, un amplísimo margen de independencia y de calidad perfectamente
compatible con las ventas masivas, y que es al mismo tiempo fiel a sus
propias raíces y a su memoria. Y que además goza del respaldo del
número de lectores suficiente, pese a los agoreros y a los enterradores
prematuros, para justificarla y sostenerla con plena salud.
No podía ser de otro modo, por otra parte. En el panorama
de la novela actual, frente a conceptos culturales en materia
novelística limitados en el tiempo y el espacio, que a veces rozan el
ombliguismo insular, como en el caso británico, o huérfanos -y a veces
manifiestamente bastardos-, como el norteamericano, cuya memoria
colectiva directa tiene menos de trescientos años pese a la pervivencia
en ella de tradiciones muy importantes, la novela vocacionalmente
europea, entendida ésta como un amplio paisaje cultural que incluye
Iberoamérica y no excluye absolutamente a nadie, cuenta con un denso y
riquísimo pasado a sus espaldas. Una herencia de tres mil años de
solera que nace en la Biblia y la cultura mediterránea oriental, pasa
por Grecia y Roma, llega a España y al sur de Europa enriquecida por el
islam, florece en la latinidad medieval y el renacimiento, viaja a
América en naves españolas y retorna en forma de barroco para estallar
en una inmensa fiesta de ideas y de posibilidades en los siglos XVIII y
XIX. Es precisamente ese contexto, ese paisaje, el que hace posible una
novela actual europea, respaldada por toda aquella historia y memoria,
que puede plantar cara con pleno éxito a la invasión del huérfano
bastardo, apunté antes- best-séller anglosajón a palo seco.
Las armas del enemigo
Otra cosa es
que se haga o no se haga. Otra cosa es que muchos novelistas europeos,
a menudo dispuestos a escribir para el qué dirán de ciertos críticos y
mandarines que tienen secuestrada la cultura desde hace décadas, sigan
siendo víctimas de sus propios complejos; y que en países como Alemania
e Italia se resignen a abandonar la cabecera de las listas de ventas a
las traducciones de best-séllers norteamericanos, como si escribir
historias y que la gente las lea fuese algo de lo que un escritor deba
avergonzarse. Otra cosa muy distinta sería que, en vez de pasarse la
vida teorizando en debates televisivos y suplementos literarios y
llorando sobre el presunto cadáver de la novela, los escritores
europeos no se resignaran a pasar por el aro de la crítica
"culturalmente correcta" y volvieran la vista hacia ese inmenso caudal
narrativo, hacia esa larga tradición e inmensa memoria que es su
orgullo y su fuerza. Y que aplicando, eso sí, técnicas narrativas
eficaces, modernas, extraídas sin complejos del mismo cine o la misma
literatura anglosajones, consolidaran un género de novela de amplias
ventas y futuro, que goce del respaldo de sus lectores y tenga, al
mismo tiempo, posibilidades de librar en el exterior la batalla de una
literatura europea capaz de competir en el mercado internacional con la
dignidad de su rica memoria. Usando, ¿por qué no?, las mismas armas del
enemigo. Haciendo compatibles tradición, profundidad y entretenimiento.
La prueba de que ese puede ser el camino que sostenga y
revitalice la narrativa europea es que -como resulta fácil apreciar si
se sigue la evolución de tiradas en países como España en los últimos
diez años, con cifras impensables hace veinte- los lectores responden
de forma masiva, calurosa, cuando se les plantea ese tipo de oferta
narrativa de calidad, referida a su propio ámbito cultural y a su
memoria. La prueba, por hablar sólo de tres títulos recientes, es la
acogida entusiasta en España, en decenas de miles de lectores, a la
magnífica novela El hereje, de Miguel Delibes; a Peón de rey, de Jesús Fernández, o a la extraordinaria El lápiz del carpintero,
de Manuel Rivas. Y no me refiero a novela histórica forzosamente, sino
a novelas de muy diversa índole que incluso al tratar el presente se
asientan en una tradición larga y hermosa: la de los miles de años que
nos hicieron posibles y que José María Guelbenzu, en un artículo
publicado hace pocos días, destacaba con especial lucidez. Novelas que
-y esto es fundamental- en España alcanzan mayor cifra de ventas que
las de Ken Follet. Novelas asentadas en una memoria, no lo olvidemos,
que también resulta atractiva para el mundo anglosajón y
norteamericano, donde Europa sigue fascinando e interesando -¿qué
novela más europea que la extraordinaria V, de Thomas Pynchon?-
y donde, además, la creciente penetración hispana del sur, que lleva
consigo su propia memoria latina, crea grandes posibilidades a medio y
largo plazo.
El sistema americano
El principal
obstáculo en Estados Unidos sigue siendo que allí, donde un sistema
comercial eficacísimo es capaz de poner en el mercado internacional de
lengua inglesa, de forma masiva y en pocos días, cualquier libro con
vocación de muy vendido o muy leído y donde pese a la usual ordinariez
del mercado existen, sin embargo, notabilísimos vínculos de memoria
histórica europea que incluyen amplias comunidades cultas italianas,
judías, etcétera, las editoriales suelen carecer de lectores
cualificados capaces de rastrear, leer y descubrir novelas en otras
lenguas que la inglesa. Y eso, dificulta la penetración. Aunque las
cosas están cambiando y la presencia de autores en lengua castellana, o
española, que dicen allí, es cada vez más intensa.
En cuanto a la vieja Europa, yo creo que sólo en el
aprovechamiento de la tradición está el futuro; pues eso permite a
quien escribe hacerlo con el aplomo de saber de dónde viene y adónde
va. Picasso es imposible sin Velázquez, sin Rembrandt, sin Brueghel.
Nadie, salvo los soberbios, los cretinos o algunos "bobenzuelos" a
quienes vuelven locos los elogios de críticos cantamañanas, puede
creerse de veras capaz de escribir nada que merezca la pena o que
perviva cuando se trabaja con una memoria literaria o cultural que
empieza en Kundera o en la última película de Tarantino. Cervantes,
Shakespeare, Tolstoi, Dostoievsky, Galdós, Valle, Stendhal, Quevedo,
Virgilio, Homero, Dickens, Dumas, Stevenson, Melville y todos los
otros, los de siempre, los viejos maestros que nos enseñaron a contar
historias como siempre se contaron, siguen siendo necesarios antes de
dar el primer teclazo; porque en ellos obtenemos el aplomo y el
equipaje y en ellos afinamos las armas de la lengua, el estilo y la
estructura. Y la novela europea todavía puede ser algo más que asaltar
una gasolinera porque la vida no tiene sentido, o quedarse seiscientas
páginas mirándose el ombligo... ¡Qué diablos! Quienes no tienen nada
que contar, y encima pretenden que la gente pague por leer los avatares
de un vacío personal que no interesa sino al autor mismo, harían mucho
mejor en dejar libres las mesas de novedades y dedicarse a otra cosa. Y
quienes sí desean hacerlo, quienes de veras tienen historias hermosas
que escribir para que miles de desconocidos reflexionen, gocen,
sientan, comprendan, vivan más vidas y las añadan a la propia, deberían
abordar la tarea sin complejos y más pendientes de su trabajo que de lo
que dirá tal o cual crítico al día siguiente. Para eso, naturalmente,
es necesario desvincularse de los clanes de compadres, de los
mercachifles y los parásitos que se autoadjudican el papel de árbitros
y convierten las páginas de cultura de los diarios en feudos
personales, y trabajar sin complejos con la certeza de que, en
literatura, el lec tor es el único que, después del naufragio, cuando
por fin el mar se cierra sobre los mástiles del "Pequod", reconoce a
los suyos.
A base de recrearse en su propia agonía, de escribir y
aplaudir novelas basadas en personajes incapaces de escribir una
novela, cierto tipo de gente mató la novela en Francia y en Italia y
han estado a punto de matarla también de verdad en España; no por
agotamiento del género, como equivocadamente creen algunos, sino por el
imperio del esnobismo y la gilipollez y la vacuidad elevada a teoría
literaria, a obra maestra imprescindible y a pequeña miniatura
imperecedera. No todos tenemos mala memoria, y además las hemerotecas
están llenas de definiciones como esas, aplicadas por críticos que
siguen pontificando impávidos en ciertos suplementos literarios -los
mismos que antes afirmaban que Faulkner y Benet eran el canon-
elogiando obras y autores "imprescindibles" que, a los dos meses, todo
el mundo, y con justicia, olvida piadosamente. Y, al contrario, son
ahora algunos de sus ahijados, compadres y pupilos quienes, poco a
poco, cada vez con menos complejos -el autor que dice no importarle
vender libros miente como un bellaco-, recurren a estructuras y
lenguajes tradicionales, al género policiaco como sostén de la trama, a
la historia como memoria y clave del presente, al paisaje cultural
común iberoamericano, y miran alrededor para contar novelas como
siempre se contaron. Novelas que pretenden abarcar una parte del mundo
narrando una historia con planteamiento, nudo, desenlace y con los
puntos y las comas en su sitio.
Por fortuna, no todos se "benetizaron" en España por una
palmadita en la espalda y un elogio en las páginas de turno. Y hubo
gente que se arriesgó, con suerte o sin ella.Y gracias a la resistencia
individual opuesta por nombres como Mendoza, Marsé, Sampedro, Torrente
y algún otro, la novela de toda la vida, la escrita como Dios manda,
siguió viva aquí, mantuvo el cordón umbilical con sus lectores de
siempre y pudo enlazar con una generación de novelistas más jóvenes
que, con una oferta variadísima, constituyen hoy un sólido núcleo de
una veintena de nombres que en su mayor parte son, o serán,
perfectamente exportables y traducibles. Por ese camino, la vieja
Europa, o al menos la parte que nos toca de ella, puede en mi opinión
enarbolar, con absoluta tranquilidad, pabellón propio. Porque
best-séller como definición de libros más vendidos, de acuerdo. Nada
que objetar al término, porque en él caben Ken Follet, Mendoza,
Sepúlveda, Eco, Martín Gaite, Le Carré, D'Ormesson, Prada, Grisham,
Marías, Gala, Terenci, Vázquez Figueroa, Clancy, Sampedro, King, Rivas,
Baricco, Marsé, Almudena y tantos otros. Libros de éxito, vale. Todos
en las librerías, y bendita sea la época en que cada lector puede
escoger lo que cuadra con su gusto y no verse obligado, como en otro
tiempo lo estuvimos, a exiliarse en novelas extranjeras o en los
clásicos, renunciando al presente o sintiéndose miserable porque se
aburre con Herrumbosas lanzas.
Todos en las librerías y en las listas, digo, pero cada uno en su
sitio. Por mucho que se empeñen los malintencionados y los imbéciles,
ni Stephen King es lo mismo que Umberto Eco, ni Ken Follet lo mismo que
Jean d'Ormesson, o que Antonio Gala. Y además, Carmen Martín Gaite
vende aquí más que Tom Clancy. Así que, mucho ojo. Todos juntos, vale.
Pero no revueltos. Y que el buen Saramago nos bendiga a todos.