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Textos del escritor aparecidos en diversas publicaciones. El cementerio de los barcos sin nombre.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El País Semanal - 02/6/2002
Una
mujer sale de la nada en México y llega a reina del narcotráfico en
Gibraltar. En medio, 12 años de infarto. Ésta es la trama de "La Reina
del Sur", un "corrido de 500 páginas" cuyo origen rememora el autor
durante una 'noche de caza' con el Servicio de Vigilancia Aduanera.
Resulta extraño cómo pueden coincidir a veces la realidad y la ficción.
José Luis Domínguez, el observador del pájaro, está atento a la
pantalla del visor térmico de Argos, la nave del cielo que lleva un
gran ojo nocturno en la proa. "Todavía no nos han visto", dice. En la
pantalla, mientras el helicóptero de Vigilancia Aduanera vuela en la
noche, acercándose a la playa desde el mar, la goma es una mancha
alargada en la orilla, y los malos una docena de siluetas que se mueven
alrededor acarreando fardos de treinta kilos de hachís. La semirrígida
de nueve metros a la que seguimos el rastro ha ido a varar en una playa
oscura de Guadalmina Baja, a poniente de Marbella. Y mientras Javier
Collado, el piloto, lanza el pájaro sobre ellos a ciento cincuenta
nudos de velocidad, no puedo evitar una risa incrédula. Esos tíos están
alijando el hachís a pocos metros de la casa de Teresa Mendoza, alias
la Mejicana, compruebo asombrado. Ni a propósito. Cualquiera diría que
acaban de leerse la maldita novela, o que salen de ella.
Veintinueve meses de trabajo concluyen esta noche, aquí
mismo, sobre la playa. Quinientas cincuenta páginas que he querido
rematar en uno de los escenarios de la historia, para recordar los
últimos detalles -estoy a tiempo de corregir las galeradas- y también
como excusa para salir una noche más de caza con los viejos amigos,
ahora que la realidad se mezcla en mi cabeza con la ficción hasta el
punto de que resulta imposible separar una de otra. En realidad nadie
pone en una novela lo que no tiene. Ni harto de whisky. Yo, por lo
menos, las construyo con lo que he leído, con lo que he vivido y con lo
que imagino. Como cualquiera, supongo. Como cualquiera, naturalmente,
que haya leído, que haya vivido y que sea capaz de imaginar juntando
letras y palabras mientras lo hace. Cada uno es cada uno. En cuanto a
la escena que vivo esta noche, suspendido entre cielo y mar en la
cabina del BO-105 de Vigilancia Aduanera, ya la viví muchas veces como
reportero, en otro tiempo, cuando entre viaje y viaje de la cosa bélica
venía de caza al Estrecho; porque Gibraltar era la principal base
contrabandista del Mediterráneo Occidental y las imágenes eran
rentables y espectaculares, y había adrenalina a chorros, y encima
abríamos con esas imágenes los telediarios y nos lo pasábamos -Márquez,
Valentín, los viejos colegas de la Betacam- de cojón de pato. Pero de
eso hace la tira. Desde entonces han cambiado las cosas; y además, esta
noche, lo que hago no tiene fronteras claras entre lo imaginado y lo
vivido. Gracias a los viejos amigos de Aduanas -la agenda de un antiguo
reportero contiene de todo-, ahora no vuelo para la tele, como cuando
era un mercenario más o menos honesto, sino que vuelo para mí. Para la
novela en la que trabajo desde hace veintinueve meses: la joven
mejicana que huye a España y tras un largo y accidentado camino de doce
años se convierte en la reina del narcotráfico en el Estrecho de
Gibraltar. Y lo paradójico es que, en la historia que se cierra esta
misma noche, el escenario que elegí hace mucho tiempo para la
imaginaria residencia española de la protagonista, Teresa Mendoza, la
Reina del Sur, está a menos de quinientos metros de la playa donde
ahora el helicóptero de Vigilancia Aduanera cae del cielo sobre la
planeadora contrabandista. Lo que tiene mucha guasa, o al menos la
tiene para mí. Y lo más curioso es que ni los hombres que están en
tierra ni los que se encuentran en la cabina aquí arriba saben nada de
eso. Ya ves, me digo. Chaval. Qué extrañas son las coincidencias y las
bromas de la vida.
Todo empezó hace tiempo, en una cantina mejicana. Estaba
con mis carnales de allá, dándole al tequila, y alguien puso en la
rockola el corrido de Camelia la Tejana. Narcocorrido, para ser
exactos. Nueva épica de esa frontera que sigue estando, como dijo no sé
quién, tan lejos de Dios y tan cerca de los pinches Estados Unidos.
Allí, las canciones populares hablaban antes de Pancho Villa, de la
Cucaracha y de Adelita; ahora hablan de avionetas Cessna y cuernos de
chivo, de perico y de mota, de cargas de la fina en llantas de coches
rumbo a la Unión Americana. "Veinte mujeres de negro al panteón van a
llegar", dice una canción. "La lealtad de un pistolero se respeta y se
le admira", dice otra. Aquello es un mundo fascinante y terrible: el
México duro, la violencia, la raya del Bravo, la mariguana de la sierra
y todo eso. Tipos bigotudos con botas de iguana, con pistolas fajadas a
la cintura y con escapularios del santo Malverde, el patrón de los
narcos. Tijuana. Sinaloa. Dólares. Lugares donde morir de forma
violenta es morir de muerte natural. Y mientras sigues vivo, compadre,
pues lo disfrutas para cuando te den picarrón y todo te falte: buenos
coches, vino, lujo, música y mujeres. Porque más vale vivir cinco años
como rey, me dijo en Culiacán, Sinaloa, el Batman Güemes, con un plato
de carne demasiado hecha en una mano y una cerveza Pacífico en la otra,
mirándome muy fijo. Más valen cinco años como rey, repitió, que
cincuenta como buey. Chale.
Y eso es el narcocorrido, ni más ni menos. Vas por la
calle y, aunque está prohibida su difusión, lo oyes todo el tiempo en
las tiendas, en las cantinas, en las radios de los coches. Pacas de a
kilo. Carga ladeada. La muerte de un federal. También las mujeres
pueden. La banda del carro rojo. Todo real como la vida misma. Tres
minutos de música y palabras con las que los grupos norteños, que salen
en las cubiertas de los cedés con avionetas al fondo y pistolas del 45
en el cinto, cuentan historias estremecedoras y fascinantes de
contrabandos, pases de frontera, leyendas de hombres y mujeres muertos
o que van a morir.
Ese mundo me quedó ahí, en la cabeza. Archivado a la
espera de quién sabe qué. A fin de cuentas, la trastienda de un
novelista es una mochila donde vas echando cosas, y un día las sacas y
las ordenas y las mezclas con otras y te sale una historia. O varias.
El día que oí el corrido de Camelia la Tejana sentí la necesidad de
escribir yo mismo la letra de una de aquellas canciones. Pero no tengo
ni idea de música, ni sé resumir en pocas palabras historias perfectas
como las que esa raza cuenta. Carezco del talento de los Tigres del
Norte o los Tucanes de Tijuana, o de Chalino Sánchez, que era
compositor, vocalista y gatillero de las mafias, y lo abrasaron a
tiros, todo exquisitamente canónico, al salir de una cantina, en
Sinaloa, por el narco o por una hembra. O por las dos cosas. Así que,
tras darle muchas vueltas al asunto, decidí escribir un corrido de
quinientas páginas y mezclar en él dos mundos, dos fronteras, dos
tráficos. El estrecho de Gibraltar y el norte de México. Recordar cosas
viejas, aprender cosas nuevas. Mezclar lo vivido con lo leído y lo
imaginado. Vivir de nuevo y vivir más. Ser por fin uno mismo quien,
frente a la hoja en blanco, escribe la letra de su propia canción. Eso
es agradable, y hasta útil, cuando a partir de cierta edad comprendes
que hay más camino recorrido que por recorrer. Te permite encarar
viejos fantasmas, serenar recuerdos y remordimientos. Comprender. En
realidad es para eso para lo que uno lee, o escribe. Por lo menos es
para lo que leo o escribo yo.
"Vamos allá", dice el piloto. Abajo, en la playa, los
malos no nos ven hasta que tienen el pájaro encima, cuando la sombra
negra parece salir del mar y Javier les mete el foco en los ojos, y
corren en desbandada, arrojando los fardos. Maricón el último. Los
hemos pillado justo en el momento: demasiado pronto tiran el hachís al
mar, demasiado tarde se largan por tierra y se escapan a bordo de la
planeadora vacía. Las palas volando a dos metros del suelo levantan
torbellinos de arena, y entre ellos se tira José Luis Domínguez,
blandiendo la linterna a modo de arma mientras grita, alto, Aduanas,
alto, mientras los malos, que no le hacen por supuesto ni puto caso,
corren como conejos y el oleaje atraviesa la goma abandonada en la
playa. Hasta hay un cojo, lo juro, que deja la muleta en la playa y
sale zumbando a saltos sobre la pierna sana. Pero lo que interesa es
asegurar el hachís: esta noche sólo somos cuatro porque todo fue rápido
y no hubo tiempo de avisar a nadie en tierra, y ya me dirán cómo se
para a once o doce tíos alumbrándolos con una linterna. Además, si
aparece ahora la Guardia Civil, teme José Luis, y te pillan descuidado,
le echan mano a los fardos y se apuntan el servicio. "Que para eso los
picos madrugan que te cagas, oye". Y Jesucristo dijo hermanos y tal,
pero nadie dijo primos. Así que los pilotos maniobran el pájaro
acercándolo más a la playa, José Luis le pone un pirulo con destellos
azules al hachís, y los malos, qué remedio, se piran por esta noche,
porque lo que es yo no voy a ponerme a perseguir a nadie. Ni siquiera
al cojo, que a estas alturas, salta que te salta, debe de andar ya por
Estepona. El que suscribe es novelista y sólo ha venido a mirar.
Además, qué carajo. También los malos me son familiares, pienso
mientras salto a mi vez del helicóptero y me acerco a la planeadora
para observarla de cerca. Varias de las escenas de la novela que acabo
de terminar transcurren a bordo de lanchas de goma como ésta, con
cargas similares a la que transporta. En otro tiempo mantuve también
estrecha s relaciones con los del otro lado de esa frontera, a veces
difusa, que solemos definir como la de el delito y la Ley. Eso me ha
permitido contar la historia de Teresa Mendoza precisamente desde ese
lado: recrear las persecuciones nocturnas, la costa marroquí, las luces
de los faros españoles entrevistas en la marejada, cuando aún no había
GPS y se navegaba a ojo, a puros huevos, del economato de Al Marsa
derecho al norte, por ejemplo; o rumbo sesenta desde Ceuta, y al perder
de vista el faro, rumbo norte, entre las farolas de Estepona y de
Marbella. Narrar la forma de vida de los narcos del Estrecho, tal y
como los conocí hace quince o veinte años. Algunos de los viejos amigos
de ese otro lado de la noche -entonces eran jóvenes, y las planeadoras,
el tabaco, el hachís y el mar suponían para ellos una gozosa y rentable
aventura- ya no están. Se han jubilado. Hola, adiós. Cómo pasa el
tiempo, colega. Otros están muertos: completamente RIP. Y a algunos,
varios años en cárceles marroquíes los han vuelto casi irreconocibles,
amargos y malos de verdad. En fin.
Buenos y malos. No mames, que diría Teresa Mendoza. En
realidad es difícil hacer esa distinción a estas alturas de la novela y
de la vida. Lo cierto es que ahora digo bueno o digo malos como
referencia, porque de algún modo tienes que llamar a la gente cuando te
mueves entre ella. Pero la historia que acabo de rematar no juzga, ni
define, ni nada de nada. No es una historia moral, entre otras cosas
porque fui reportero durante veintiún años, y si algo aprendí es a
desconfiar de quienes dicen tener claro donde está el bien y el mal, y
de las historias con fondo moral. Todo el mundo tiene razones para
hacer lo que hace; y si uno se calla y mira intentando comprender, a
veces comprende. En la historia de mi Reina del Sur imaginaria pero no
tanto, el mundo del narco mejicano y español es el escenario: el lugar
donde transcurre la acción y por donde se mueven los personajes. Eso
está ahí, y cada cual puede sacar sus conclusiones. Yo me he limitado a
contar la historia de una mujer. De una pava un poquito cabrona que al
principio no sabe que lo es, o que puede serlo, y luego sí. Doce años
de una vida sin ambición y sin objetivos en la que, paradójicamente,
cada golpe, cada desgracia, puede empujarte hacia arriba. Qué cosas,
¿no? Convertirte en leyenda.
También ellos son leyenda aunque no lo sepan, pienso
mientras observo moverse por la playa a los tripulantes del pájaro. Y
también son cazadores natos, decido una vez más. Nadie se mete en una
planeadora sólo por dinero. Ni loco. Nadie los persigue jugándose la
vida sólo por sentido del deber. Ni borracho. Hay algo personal en todo
esto. Reglas propias, códigos íntimos de cada cual. Hace muchísimo
tiempo que conozco a algunos de ellos, tanto dotaciones de helicópteros
como de turbolanchas HJ, y estos tíos siguen asombrándome. Vuelan de
noche a ras del mar, empapados por el aguaje de las lanchas
contrabandistas, se tiran en la oscuridad sobre planeadoras que huyen
entre pantocazos a cincuenta nudos, aterrizan en playas estrechas y
lugares imposibles, abordan mercantes cargados de cocaína en mitad del
Atlántico. Tengo un montón de cintas de vídeo hechas con ellos en los
viejos tiempos: persecuciones increíbles en Galicia, en el Estrecho, a
bordo del pájaro o planeando a cincuenta nudos en palmos de agua por la
orilla, o entre las bateas mejilloneras, a oscuras y con la única luz
del foco oscilante, los rostros de los contrabandistas mirando atrás,
los fardos arrojados por la borda, el aguaje de la planeadora cegando
al helicóptero, la adrenalina, el miedo, la caza. Chíngale.
La caza. Esa palabra acude constantemente a mi cabeza esta
noche, y tal vez sea porque lo resume todo: lo que ellos hacen, lo que
yo hago aquí; la novela que he escrito y de la que por fin, de esta
forma casi simbólica y frente a tonelada y pico de chocolate fresco,
acabo de librarme. A media historia, capítulo seis, necesité algo
concreto. Imaginar sobre el terreno, o más bien sobre el mar, el
itinerario de una persecución a lo largo de la costa española, desde
Punta Castor, cerca de Estepona -un sitio cojonudo para alijar hachís,
dicho sea de paso-, hasta un lugar conocido como la Piedra de León.
Anduve por la zona dándole vueltas, sin terminar de verlo del todo,
hasta que la gente de Vigilancia Aduanera me sacó del apuro. Chema
Beceiro, el patrón de una HJ, me llevó de patrulla nocturna al mar,
como en los viejos tiempos, y a bordo de esa embarcación pude
establecer, milla a milla, el itinerario que Santiago Fisterra alias el
Gallego, el patrón de la planeadora Phantom en la que navega Teresa
Mendoza, sigue a lo largo de la costa en una escena de cacería nocturna
donde sólo los nombres de los personajes son del todo ficción. Roooar.
Como la vida misma.
"Estoy sangrando como un jalufo". José Luis, el observador
del helicóptero, se ha cortado profundamente las manos con los
cristales de una tapia al perseguir a los malos. Tajos muy feos y
sucios, así que se enjuaga los cortes en el agua de la orilla antes de
revisar el botín de hoy. Por las infecciones, dice. El yodo y la sal y
todo eso. Tan tranquilo. Hace un par de horas se tiró de noche en medio
del Estrecho para revisar un pesquerillo sospechoso que se acercaba a
la costa sin luces, y luego salió de allí agarrado al patín, en medio
de una marejada que me hizo temer que terminara en el agua. Apenas
subió a bordo le pregunté cuánto cobraba por aquello, lo dijo, y
todavía me estoy partiendo de risa. Atravesada, pero risa. Lo conozco
hace mucho tiempo. Lo he visto tirarse a las gomas a oscuras, volando a
cincuenta nudos sobre el mar, y liarse a hostias con los malos hasta
que paraban, o sacar a emigrantes de una patera volcada que se estaban
ahogando, y hacerlo con una mar infernal, en la oscuridad. También
cuenta unos chistes estupendos cuando tomamos copas o tapeamos por
Algeciras, La Línea o donde Kuki, en Campamento.
Ahora José Luis se pasea feliz entre los fardos
capturados, revisa lo que han dejado atrás los malos al poner pies en
polvorosa. Ropa, comida. Me enseña un permiso de residencia español a
nombre de un marroquí, que en la foto parece joven y guapo. "Mira este
espabilao: foto de novia rubia española, que por cierto está buenísima,
y dentro, escondida entre una oración del Corán, foto de la novia seria
que tiene en Marruecos, esta última para casarse"... El foco del
helicóptero, que parece un monstruo detenido sobre la estrecha franja
de arena, con las palas girando a dos metros escasos de las tapias y
los árboles, alumbra los fardos de hachís. Mil doscientos kilos,
calcula el veterano observador con un vistazo de experto. Pastillas de
jabón, o sea aceite. Alta calidad. Un tercio en la playa, el resto aún
a bordo de la planeadora. Subimos a bordo de la goma, a echar una
ojeada cerca. El GPS de los malos todavía está encendido, con la ruta
marcada: de Cabo Negro, Marruecos, sur de Ceuta, en línea recta a la
playa de Guadalmina Baja. Ahí lo tienes bien clarito, colega. Con
waypoints y con su puta madre. El bulevar del hachís.
Javier Collado deja a Juan, el copiloto, vigilando el
helicóptero, y viene a reunirse con nosotros. Javier es mi amigo desde
hace quince años: desde aquella primera noche en que salimos juntos a
cazar planeadoras gibraltareñas, él para Vigilancia Aduanera y yo para
los telediarios, o para Informe Semanal, o para algo de la tele, ya no
me acuerdo bien, y nos quedamos el uno con el otro para siempre.
Durante mi vida como reportero volé muchas veces en helicóptero, en paz
y en guerra, con pilotos militares y civiles, y jamás encontré uno como
él. He tenido a pilotos españoles, gringos y franceses en casa, viendo
los vídeos de sus cacerías nocturnas, y juro por mis muertos más
frescos que los he visto ponerse pálidos. Volando, Javier es frío como
el hielo. Y doy fe con mi propio pellejo intacto. Como aquella vez que
en plena noche, cegados por el aguaje de una Phantom gibraltareña,
pegados a su cabezón Yamaha de 250 caballos y al mar, Javier le partió
la antena con el patín a la planeadora para incomunicarla de quienes la
estaban guiando por radio con unos prismáticos nocturnos y un walki
desde lo alto del Peñón. Cirugía náutica, se llama eso. O como aquella
otra noche que, en plena persecución, con mala mar, los malos nos
hicieron una pirula muy perra, tocamos con un patín una ola, estuvimos
a punto de irnos todos a tomar por saco, se disparó un flotador y todas
las alarmas, y Javier nos subió de allí con una sangre fría que todavía
hoy me deja patedefuá. La misma sangre fría que en otra ocasión -fuerte
marejada, a oscuras y en mitad del Estrecho-, le permitió casi meter la
panza del helicóptero en el mar mientras José Luis, de pie en un patín,
sacaba del agua a los marroquíes de una patera naufragada -ya se había
ahogado la mitad cuando los encontraron en plena noche- que al subir a
bordo lo besaban, muá, muá, y José Luis se rebotaba porque para eso de
los besos morunos es muy tímido. La misma sangre fría con la que hace
un año, dejando la palanca al copiloto, Javier se tiró al agua para
salvar a un contrabandista cuya lancha había zozobrado, y se ahogaba. O
la que le hizo aterrizar hace unos meses en una playa persiguiendo a
otro traficante, varar el malo su lancha y salir zumbando entre las
dunas, bajarse Javier del helicóptero, correr tras él y darse una
estiba de órdago -esta vez ganó el bueno-, como quien deja un coche con
las puertas abiertas en mitad de la calle. Tal cual. De las doce mil
horas de vuelo que acaba de cumplir, las cuatro quintas partes las ha
hecho volando de noche. Es leyenda viva, y yo he visto a los
contrabandistas, al reconocerlo, darse con el codo y mirarlo con
respeto. Ahí va ese hijoputa. Fíjate, oye. El piloto del pájaro. Y
quiero tanto a este cacereño volador que hasta lo he metido en la
novela, con nombre y apellidos. De personaje. Me lo prohibió, claro,
porque todo lo agresivo que resulta cuando está allá arriba lo es de
tímido en tierra firme, donde no habla por no molestar. Pero me importa
un pito. Los amigos están para joderlos, le he dicho. Y para compensar
el mal trago de verse como personaje de ficción, acabo de regalarle un
dibujo de Joan Mundet, el ilustrador del capitán Alatriste, para las
dotaciones de los helicópteros Argos de Aduanas: el Jalufo. Un cerdo
con casco de piloto y bufanda de Snoopy bajo un cielo estrellado, con
la leyenda Venor Noctu: Cazo de noche. Con dos cojones. Así que ya ven:
cazadores y presas, narcocorridos, cocaína, hachís, Sinaloa, Gibraltar.
Una mujer que juega en un mundo de hombres, con reglas que ella no
eligió; y que sin pretenderlo, escribiendo la letra de su propia vida,
sale de la nada para convertirse en leyenda... ¿Cómo no iba a escribir
sobre eso una novela?