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Textos del escritor aparecidos en diversas publicaciones. El cementerio de los barcos sin nombre.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El País - 24/1/2008
En
este año se cumple el 200 aniversario del 2 de Mayo en Madrid, una
fecha políticamente incómoda, manipulada históricamente y usufructuada
por los distintos regímenes, partidos e ideologías desde entonces.
Pocas fechas han sido tan interpretadas y manipuladas como el 2 de Mayo
de 1808. Aquel estallido de violencia en Madrid tuvo consecuencias
extraordinarias que hoy marcan todavía la vida de los españoles. Esa es
la razón de que, durante 200 años, esa jornada haya venido siendo
caudal histórico abierto a diferentes interpretaciones, materia
apropiable por unos y otros, instrumento ideológico para las diversas
fuerzas políticas implicadas en el proceso de construcción,
consolidación y definición del Estado nacional.
El 2 de Mayo es una fecha políticamente incómoda. Lo fue ya desde el
primer momento, aquel mismo día. Los madrileños, que como el resto de
España habían sido incapaces de reaccionar ante la invasión
napoleónica, estaban perplejos, también, ante la invasión de las ideas.
Lo único claro para ellos era que las tropas francesas actuaban como
enemigas, y que la paciencia ante tanto desafuero y arrogancia
desbordaba el límite de lo sufrible por aquel pueblo inculto, sujeto a
la tradición monárquica y religiosa. Su ira era más visceral que
ideológica.
Como han señalado historiadores lúcidos que vieron más allá del lugar
común de la nación en armas, sólo dos minorías perspicaces, la
profrancesa y la fernandista -unos mirando hacia el futuro y otros
hacia el pasado-, advirtieron lo que estaba ese día en juego; del mismo
modo que más tarde, en Cádiz, sólo otras dos minorías inteligentes, la
liberal y la servil, comprenderían la oportunidad histórica de aquella
guerra y de aquella Constitución. La gran masa de españoles, el pueblo
ignorante que peleó en Madrid y luego en toda España durante seis años
más, intervenía sólo como actor, voluntario o forzoso, en la cuestión
de fondo: no se trataba de la lucha de una dinastía intrusa frente a
otra legítima, sino de un sistema político opuesto a otro. La pugna
entre un antiguo régimen sentenciado por la Historia y un turbulento
siglo XIX que llamaba a la puerta.
La épica jornada de Madrid ha sido trastornada por su propio mito. La
gente que salió a combatir lo hizo por su cuenta y riesgo. Fue el
pueblo humilde quien se hizo cargo, a tiros y puñaladas, de una
soberanía nacional de la que se desentendían los gobernantes. La
relación de víctimas prueba quiénes se batieron realmente: chisperos,
manolas, rufianes, mozos de mesón, albañiles, presidiarios,
carpinteros, mendigos, modestos comerciantes. El 2 de Mayo fue menos un
día de gloria que un día de cólera popular que apenas duró cinco horas.
Eso limita el ámbito inicial del mito, pero engrandece la gesta.
Además, hizo posible lo que vino después: una epopeya nacional
extraordinaria. Aquella jornada callejera, con sus consecuencias, dio
lugar al 3 de mayo. Y a partir de ahí, de modo espontáneo y solidario,
una nación entera se confirmó a sí misma sublevándose contra la
invasión extranjera, y arrastró a los tibios, a los indecisos y a
muchos de los que, por sus ideas avanzadas, estaban más cerca de los
invasores que de los invadidos.
Un hecho singular es que, en estos 200 años, el 2 de Mayo no ha sido
patrimonio exclusivo de ninguna fuerza política española; todas
procuraron hacerlo suyo en algún momento. En los primeros tiempos, no
sin cierta prudencia, la monarquía absolutista y la Iglesia católica lo
reclamaron como propio. Luego tomaron el relevo los liberales. La
España fiel a la Constitución de Cádiz volvió a hacer suya la
insurrección, planteándola de nuevo como hazaña cívica de un pueblo
soberano que habría peleado, heroico, para labrar su destino: una
nación moderna, responsable, hecha por ciudadanos libres de cadenas.
También resulta esclarecedor el modo en que se han considerado las
figuras de los capitanes de artillería Luis Daoiz y Pedro Velarde. Ya
desde el primer momento, el absolutismo halló en ellos un argumento que
oponer al del pueblo de Madrid como protagonista único de la jornada.
Lo paradójico es que, del mismo modo, los militares liberales que
durante el siglo XIX se pronunciaron por las nuevas ideas y el progreso
también se justificaron mediante Daoiz y Velarde: modelos de oficiales
que, poniendo a la nación de ciudadanos por encima de reyes y
jerarquías, abrazaron la causa de la libertad y dieron la vida por
ella, junto a un pueblo fraterno, protagonista de su destino. Lo mismo
harían luego, con opuesto enfoque, Primo de Rivera y el general Franco.
Con el tiempo, la fecha del 2 de Mayo quedó, a menudo, englobada en el
marco general de la guerra de la Independencia, como simple primer acto
de ésta. Eso era más fácil de asumir por todos, y ahorraba debates.
Frente a la realidad de unos pocos madrileños ignorantes, fanáticos del
trono y la religión, saliendo a pelear ese día contra los franceses
mientras el ejército permanecía en sus cuarteles y la gente de orden se
quedaba en casa, el marco general de la guerra, la espontánea
solidaridad épica y el esfuerzo común contra los invasores
proporcionaban, en cambio, un espacio sólido; una indiscutible certeza
de nación en armas y consciente, o intuitiva, de sí misma. De ese modo,
hasta los carlistas hicieron suya la fecha. Tranquilizaba recurrir a
palabras como abnegación, sacrificio y lealtad al Estado, al trono, a
la tradición. Para los conservadores era más conveniente hablar de
libertad de la patria que de libertad a secas. Hasta los mismos
liberales, una vez alcanzado el poder, procuraron diluir el
protagonismo del pueblo, distanciándose a favor de la burguesía en la
que ahora se apoyaban. Todo esto habría de plantearse, desde diversos
puntos de vista, en la agitada vida política española del reinado de
Isabel II, la primera República y la Restauración, en términos de
interés partidario. Ni siquiera el primer centenario, en 1908, hizo
posible una auténtica conmemoración nacional, más allá de los actos
puntuales y la retórica de unos y otros. Sólo los republicanos
siguieron confiando en la fuerza del mito popular como ruptura
revolucionaria. Y esa interpretación se mantendría, con altibajos y
matices diversos, hasta la Guerra Civil.
En el primer tercio del siglo XX, el 2 de Mayo siguió sujeto a
interpretaciones varias, tanto de la izquierda revolucionaria como de
la derecha defensora de la religión y las tradiciones nacionales. En el
País Vasco, donde el discurso reaccionario sabiniano aún no había
cuajado en los extremos que alcanzó más tarde, el primer centenario se
planteó como parte de un esfuerzo patriótico, incuestionablemente
español, con las batallas locales de Vitoria y San Marcial. En Cataluña
fue diferente. Allí, carlistas y católicos se ocuparon de los combates
del Bruc y de los sitios de Gerona, con una lectura distinta: el
somatén luchando en su tierra y por su tierra. Y es significativo que
el catalanismo político prefiriera centrarse en la celebración del
séptimo centenario de Jaime I el Conquistador.
La Dictadura, la Segunda República, la Guerra Civil y el régimen
franquista hicieron también sus interpretaciones particulares del 2 de
Mayo. La izquierda radical asumió esa fecha para aplicarla al concepto
del pueblo como protagonista de su propia historia -en la defensa de
Madrid, un cartel republicano recurrió a la imagen del parque de
Monteleón-, mientras el bando nacional también hacía suyo el símbolo,
identificándolo con una España tradicional y católica, basada en el
tópico de la indomable y valerosa raza.
Los últimos años del franquismo, la democracia y la Constitución de
1978 situaron otros asuntos en primer plano. Contaminado por la
fanfarria patriotera del régimen, el 2 de Mayo fue víctima del nuevo
discurso político. La insurrección madrileña y la guerra de la
Independencia fueron arrinconadas por quienes, olvidando -y más a
menudo, ignorando- la tradición liberal y democrática de esos
acontecimientos, simplificaron peligrosamente el asunto al identificar
patriotismo y memoria con nacionalcatolicismo; atribuyendo además, en
arriesgada pirueta histórica, una ideología de izquierda a los
ejércitos napoleónicos.
Ahora, al coincidir el segundo centenario con el desafío frontal a la
Constitución de 1978 por parte de los nacionalismos radicales vasco y
catalán, un interesante debate sobre las palabras España y nación
española se anuncia en torno a cuanto el 2 de Mayo hizo posible e
imposible. Esa fecha tiene hoy más actualidad que nunca: sugerente para
nuevos tiempos y nuevas inteligencias, clave para entender la certeza
de esta nación, discutible quizás en su configuración moderna, pero
indiscutible en su esencia colectiva, en su cultura y en su dilatada
historia. Antes de que la actual clase política convierta, como suele,
también la fecha del segundo centenario en pasto de interés particular,
mala fe e ignorancia, convendría tener todo eso en cuenta. El 2 de
Mayo, con sus consecuencias, a ningún español le es ajeno.