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Textos del escritor aparecidos en diversas publicaciones. El cementerio de los barcos sin nombre.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El País - 20/4/2008
En estos tiempos de códigos más o menos Vincis, de conspiraciones
vaticanas y de tramas ocultas, regado todo con la inevitable agua
llevada al molino de la política, el 2 de Mayo no podía quedar al
margen.
En estos tiempos de códigos más o menos Vincis, de
conspiraciones vaticanas y de tramas ocultas, regado todo con la
inevitable agua llevada al molino de la política, el 2 de Mayo no podía
quedar al margen. Por eso, junto a historiadores de probada solvencia
que aportan al bicentenario obras fundamentales para comprender mejor
un tiempo decisivo para la España de entonces y la de hoy, aparecen
también versiones pintorescas de los acontecimientos que desencadenaron
la Guerra de la Independencia. Historiadores o historietistas de
variada casta, sin recurrir ni siquiera al recurso -que casi todo lo
justifica- de la ficción, vuelcan en la fecha del 2 de Mayo las más
peregrinas interpretaciones personales: desde quien plantea el
conflicto como una primera guerra civil entre españoles, anacronismo
que hace llevarse las manos a la cabeza a los historiadores serios, a
quien pretende demostrar, no ya que los madrileños se alzaran
directamente por la Constitución de 1812, sino por la de 1978, o casi.
Sin que falte algún historiador profesional que -a qué pasar hambre, si
es de noche y hay higueras- presenta libro, pretendidamente riguroso,
bajo el reclamo publicitario: Las tramas secretas de la insurrección.
Nada de eso es malo, por supuesto. Está bien que circulen opiniones
diversas, artículos y libros, y que el lector curioso o especializado
disponga de variados puntos de vista para establecer su propia idea del
asunto. El tiempo y los verdaderos historiadores ponen siempre, al fin,
cada cosa en su lugar. Eso ocurre ya estos días con la difusión de
trabajos admirables como los del teniente coronel José Manuel Guerrero
Acosta o la historiadora Carmen Iglesias -magnífico, su ensayo breve La tragedia de la inteligencia-, la publicación de ensayos solventes como el José Bonaparte de Manuel Moreno Alonso o el Dos de Mayo de 1808 de Arsenio García Fuentes, entre otros, y la reedición, o feliz
permanencia en las mesas de novedades de las librerías, de títulos
fundamentales como La guerra de la Independencia, de Miguel Artol; El Dos de Mayo, mito y fiesta nacional, de Christian Demange; o El sueño de la nación indomable, de Ricardo García Cárcel.
A juicio del simple lector que soy, el valor singular de las obras
citadas es que sus autores saben, o supieron, mantener las distancias
con el lugar común de la nación en armas unida y solidaria como un solo
hombre, poniendo límites al alcance del mito que a los españoles de mi
generación se nos inculcó en las escuelas de los años 50 y 60:
resistencia numantina, patria y religión, lealtad colectiva y sin
fisuras a la idea de una España unida en su rica diversidad, arma al
brazo y en el cielo las estrellas, etcétera; capaz de ponerle camisa
azul lo mismo a Viriato que al Cid Campeador, a Cervantes, a Daoíz o a
Velarde.
El 2 de Mayo y la guerra de la Independencia fueron procesos complejos
donde, como ocurre en todos los lugares del mundo, la mayor parte de
los protagonistas se vieron arrastrados contra su voluntad y donde,
paradójicamente, muchas grandes hazañas tuvieron justificación en el
fanatismo e incultura de sus protagonistas. Ni todos los curas fueron
trabucaires -no pocos obispos colaboraron con el invasor-, ni todos los
guerrilleros fueron héroes -numerosos bandoleros y asesinos se
justificaron bajo ese nombre-, ni todos los afrancesados fueron
villanos oportunistas. Además, los aliados ingleses se comportaron a
veces con más crueldad y falta de escrúpulos que las tropas francesas.
Y entre 1808 y 1814, los ejércitos españoles fueron de derrota en
derrota hasta la victoria final, lograda a fuerza de coraje y tenacidad
nacional, de una parte, y de ayuda británica, por la otra, mientras
miles de patriotas voluntarios o forzosos eran sacrificados por la
incompetencia, la desorganización, la insolidaridad y la mala fe
tradicionales, tan propias de España y su gente. Sin contar lo que vino
después: el retorno del rey más infame de nuestra historia, la
abolición de las libertades constitucionales y la demostración
aplastante, en el sentido literal del término, de que en 1808 -o unos
años antes, cuando todavía era posible, quizás, una guillotina en la
Puerta del Sol- los españoles nos equivocamos de enemigo. Error del
que, doscientos años después, todavía pagamos las consecuencias.
Frente a esas realidades probadas por autoridades solventes, el
fatigoso rumor de la España épico-folclórica, levantada para defender,
unánime y coordinada desde el primer día, nación y libertad, sigue como
fondo del discurso de ciertos historiadores. Algunos, como el profesor
de la Complutense Emilio de Diego, parecen incluso haber descubierto
-en eso se basa, al menos, la promoción de un reciente libro suyo sobre
1808-, que la guerra de la Independencia, a través del 2 de Mayo,
empezó con una red de conspiraciones previas secretísimas y
clandestinas; un aristocratismo difuso encabezado por militares,
aristócratas y clérigos, que habría hecho las delicias de Dan Brown.
Todo eso, a pesar de que algunas de tales conspiraciones, las menos
novelescas, son del dominio público hace tiempo -se conocen al menos
cuatro, y ninguna fue más allá del proyecto, a veces disparatado-, de
que casi todas fueron más bienintencionadas que reales, y de que
ninguna llegó a consumarse nunca; ni siquiera el complot de los
artilleros, el más serio, que implicaba a los capitanes Daoiz y Velarde
con otros militares de poca graduación, y que fue desbaratado por el
ministro de la Guerra, el afrancesado, luego colaborador de los
invasores, general Gonzalo O'Farril.
El 2 de Mayo no fue resultado de tramas secretas ni conspiraciones
patrióticas. Es cierto que agentes profernandistas alentaron en Madrid
protestas y motines; pero, como han probado historiadores respetables,
eso nunca fue más allá de pequeños incidentes. Ni siquiera Fernando
VII, indeciso ante Napoleón en Bayona, soñó con una guerra contra los
franceses: su reacción al conocer la noticia fue de miedo y confusión,
pues nunca habría osado llegar tan lejos. De dar pataditas en las
espinillas de Murat, lugarteniente del emperador en España, a una
insurrección nacional previamente organizada, media un abismo que sólo
la avidez oportunista de originalidad académica permite salvar. En
Madrid, los hilos los movieron el azar y la cólera. Y los redaños.
Afirmar lo contrario es rebajar la gesta. El pueblo que el 2 de Mayo
luchó contra los franceses no estaba manejado por agentes secretos de
Fernando VII ni del Gobierno británico, sino que su impulso fue
espontáneo, impremeditado, desorganizado, y sangriento. Fue un
estallido de furia ante la injusticia francesa; la chispa de un
altercado ante Palacio que prendió por la ciudad como reguero de
pólvora. Nadie lo esperaba tan grave; ni siquiera los protagonistas. La
prueba es que todos los supuestos conspiradores de las supuestas tramas
secretas se quedaron en sus casas mientras el pueblo encolerizado se
juntaba en cuadrillas, daba la cara con navajas, macetas y armas de
fortuna, corriendo de un lado a otro por la ciudad, siempre en busca,
inútilmente, de alguien que lo dirigiera. Cierto es que hubo un
aristócrata y dos capitanes de artillería que se batieron,
respectivamente, en la puerta de Toledo y en el parque de Monteleón;
pero lo hicieron, como confirmaron luego amigos y compañeros, no como
piezas de una trama, sino por cuenta propia; por pundonor y vergüenza
torera.
El 2 de Mayo, un pueblo ingenuo e ignorante se batió en Madrid sin
orden y solo, abandonado por su rey, por su Gobierno, por su Ejército y
por las clases acomodadas, que se quedaron mirando desde los balcones,
suspicaces, a aquella turba que trastornaba el orden público, y luego
respiraron aliviados -lo cuentan testigos irreprochables como Alcalá
Galiano- cuando la tranquilidad volvió a las calles. En aquella ciudad
de 170.000 habitantes sólo tomaron de verdad las armas tres o cuatro
mil hombres, mujeres y niños. La lista de 413 muertos y 160 heridos
prueba que la mayor parte de quienes pelearon desempeñaban oficios
humildes: jornaleros, albañiles, panaderos, criados, mozos de caballos,
aguadores, empleados, dependientes, chisperos, desertores, rufianes,
putas, manolas: pueblo bajo que ese día salió a pelear, no movido por
conspiraciones rocambolescas, sino porque había franceses a tiro de
navaja, y la gente estaba harta de que se pasearan por Madrid como por
su casa. El 2 de Mayo sólo fue un día terrible de cólera local. Una
intifada de puñal, trabuco y macetazo; no un día de patria, nación y
libertad. Todo eso vino después, a partir del 3 de Mayo y de la torpe y
brutal represión francesa; cuando la nación entera se alzó en armas, en
una guerra despiadada que cambió la historia de Europa. Algo que
quienes lucharon y murieron el 2 de Mayo en las calles de Madrid no
habían imaginado siquiera.