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Textos de Pérez-Reverte

Textos del escritor aparecidos en diversas publicaciones. El cementerio de los barcos sin nombre.

‘Sidi’, un relato de frontera

El País Semanal - 17/9/2019

El Cid ha inspirado 'Sidi', la nueva novela de Arturo Pérez-Reverte. Una historia de frontera, polvo, fatiga y sangre. En este texto, el escritor y académico evoca su figura y su relación con un personaje legendario.

En torno al siglo XI, la frontera del Duero y sus aledaños fueron nuestro Lejano Oeste. Era aquél un territorio hostil sin ley ni amo, despoblado y peligroso, situado entre los reinos moros y cristianos, continuamente asolado por incursiones militares de unos y otros en busca de esclavos, ganado y botín. Allí se instalaban para buscarse la vida, a modo de pioneros, familias y gentes desposeídas procedentes de otros lugares, que llegaban en busca de un trozo de tierra para cultivar y criar algunos animales. Fueron así surgiendo granjas aisladas, humildes monasterios, campesinos que araban su pequeño campo con un ojo en los bueyes y otro mirando alrededor, la mano en la espada, en previsión de algún ataque. Y también mesnadas de guerreros cristianos o musulmanes que cabalgaban en busca de fortuna. Eran, todos ellos, gente dura en un mundo duro.

Empecé a interesarme por ese momento y esos protagonistas hace sesenta años casi exactos, donde suelen empezar estas cosas: en una biblioteca. Me gustaba curiosear los libros de mis abuelos, en especial las viejas ediciones ilustradas, y de ese modo di con uno que había sido comprado en 1882 por mi bisabuela Adèle Replinger Gal. Era La leyenda del Cid de José Zorrilla: un volumen con bellísimos grabados del artista José Pellicer. Al niño que yo era entonces le impresionó el realismo de aquellas imágenes que nada tenían de románticas y mucho de crueles, acertadamente propias de la época; y si añadimos la belleza de los versos zorrillescos y su contenido -que hoy llamaríamos políticamente incorrecto-, es fácil comprender la impresión que todo eso produjo en un jovencísimo lector de ocho años; hasta el punto de que todavía puedo recitar de memoria algunos fragmentos de lo que llegué a leer docenas de veces: Echó pie a tierra Rodrigo / y fue con salvaje calma / a ver cómo daba el alma / al Criador su enemigo.

Tuve así muy pronto mi propio Cid Campeador en la cabeza, alimentado por la lectura y las conversaciones que en ese tiempo -no hubo televisión en casa hasta que cumplí doce años- solían mantenerse con los mayores en torno a una mesa camilla hablando de libros y de historia. La imagen del guerrero medieval que había ganado botín y prestigio en la frontera, hecho jurar a un rey, guerreado contra moros y cristianos, conquistado Valencia y realizado otras hazañas, se asentó en mi imaginario infantil muy pronto, y eso me inmunizó de algún modo contra otra imagen del Cid más sesgada y deforme: la que los libros escolares de finales de los años 50 daban de él, contaminada por la retórica patriotera del franquismo, que pretendía convertirlo, como a otros personajes de nuestra historia, en adalid de una España vanguardia de la civilización cristiana y precursor de la victoriosa cruzada de liberación nacional. Hasta camisa falangista le puso, en uno de esos libros de texto míos, un poeta cuyo nombre -piadosamente, por fortuna- no recuerdo: La hidra roja se muere / de bayonetas cercada / y el Cid con camisa azul / por el cielo azul cabalga.

De ese modo, cuando tres o cuatro años más tarde asistí al estreno de El Cid de Anthony Mann, protagonizada por un entonces espléndido Charlton Heston, el personaje estaba ya bien afianzado en mi imaginación. Tenía mi propio Cid, así que fue fácil retener lo que me era útil de la encarnadura cinematográfica y descartar el resto. Vinieron luego lecturas serias, La España del Cid de Menéndez Pidal, La España musulmana de Sánchez Albornoz, otros títulos menores de historia medieval y, sobre todo, la monumental edición anotada del Cantar de Mío Cid hecha por el que con el tiempo sería uno de mis grandes amigos: el entonces todavía genialmente joven profesor Alberto Montaner Frutos, hoy máxima autoridad en la materia. Con todo eso, como digo, comparando ediciones diversas y opiniones de historiadores, consultando fuentes cristianas tanto como musulmanas, desde el extremo de admirable patriota al de infame mercenario, construí mi propio Rodrigo Díaz de Vivar: mi idea del Cid, adobada también con una parte de experiencia vital para mí importante; pues durante las dos décadas largas que pasé como reportero en lugares en guerra tuve ocasión de conocer, de primera mano, a mucha gente de frontera: mercenarios, soldados voluntarios, buscavidas, asesinos y héroes, sin que a veces una característica excluyera otras. Gente que por diversas razones, por un sueldo o por una idea, se movía por esos territorios inciertos, hostiles, peligrosos, donde las reglas del mundo civilizado suelen irse con facilidad al diablo. Donde los códigos de lucha y supervivencia son otros, o no existen en absoluto.

Y un día, hace cosa de año y medio, lo vi. Ocurrió lo que suele ocurrirle a un novelista. Caminas entre una nube de mundos, de historias posibles en la cabeza, y algo, de pronto -una lectura, una imagen, una frase escuchada, una música o un paisaje-, hace que parte de eso tome forma en torno a una trama. Acababa de ver por enésima vez la trilogía de la caballería de John Ford y de repente vi la historia: también los españoles tuvimos nuestra frontera, nuestros pioneros, nuestras cabalgadas. En realidad, la España que más tarde se haría, incluso lo imperfecto de ella, tiene mucho que ver con ese momento y con quienes la vivieron y acuchillaron. Recordé entonces otros versos cuyo autor desconozco: Por necesidad batallo / y una vez puesto en la silla / se va ensanchando Castilla / delante de mi caballo. Y el Cid, pensé, explica bien esa época. Hay muchos Cid en la tradición española, muy diferentes unos de otros. Yo también tengo el mío, concluí, así que contaré cómo lo veo: un relato de frontera, polvo, fatiga y sangre, donde enemigos de hoy pueden ser amigos mañana, y viceversa. Una reflexión, también, sobre el liderazgo y la conducción de los seres humanos en momentos críticos o singulares. Por qué medios psicológicos, mediante qué mecanismos humanos, un modesto infanzón burgalés puede llegar a convertirse, incluso para los musulmanes, en Sidi Qambitur: el señor que campea, que cabalga. En personaje histórico y legendario que oscurece a todos los de su tiempo; y cuyo aspecto y carácter quedan admirablemente plasmados en el retrato que mi amigo Augusto Ferrer-Dalmau, el magnífico pintor de batallas español, ha hecho para la portada del libro.

El resto fue simple oficio. Rutina y trabajo. Leer o releer las fuentes disponibles, buscar el tono y el punto de vista narrativo, elegir con cuidado el momento de una biografía larga y compleja como fue la de Rodrigo Díaz de Vivar, para no convertir el relato escueto que tenía en la cabeza en grueso novelón histórico que pretendiera abarcar una vida inabarcable. También consulté aquellos textos, occidentales o no (desde máximas de Napoleón y estudios sobre el combate de Ardant du Picq o Guy Debord hasta Sun-Tzu, Taira Shigesuke o Jocho Yamamoto), que permiten afinar la idea del mando y gobernación de los hombres en situaciones extremas. Añadiendo, naturalmente, referencias directas y recuerdos personales de cuando yo mismo viví en territorios parecidos. A fin de cuentas, cuando mis personajes sufren o ejercen la violencia, eso es algo que su autor no ha aprendido en los libros, el cine o en disquisiciones intelectuales de barra de bar. Hay infinidad de cosas que ignoro, naturalmente; y casi todas moriré ignorándolas. Pero cuando hablo de eso, sé muy bien de qué hablo.

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Esta vez, a diferencia de otras novelas, el trabajo no terminó con la escritura de los doscientos siete folios de letra ­Rockwell en cuerpo 11 y simple espacio que contienen Sidi. El relato, que me propuse fuera sencillo y seco, muy picado de acción y diálogos, tiene como andamio una estructura compleja, precisamente para dotarlo de esa aparente simpleza formal; y el lenguaje es también importante, pues quise apuntar, aunque sin excesos, el habla de aquel territorio impreciso donde se mezclaban castellano, latín, catalán, árabe andalusí y árabe norteafricano. También era preciso no utilizar otros anacronismos que los inevitables en un texto destinado a lectores del siglo XXI, procurando mantener el aroma medieval pero sin caer en el arcaísmo pedante o innecesario. Y, por supuesto, que el rigor documental fuese al mismo tiempo extremo y escueto, sin entrar en digresiones históricas o descriptivas, necesarias tal vez en tiempos de Walter Scott pero absolutamente superfluas hoy día, cuando el lector dispone ya de intensas referencias audiovisuales. Desempeñó aquí un papel importante la mirada de dos buenos amigos: el mencionado profesor Montaner, que echó un vistazo al manuscrito en busca de imprecisiones o gazapos, y mi compañero en la Real Academia Española el profesor Federico Corriente, destacadísimo arabista que hizo una revisión del habla andalusí y norteafricana que aparece en el relato. Usando de la libertad y necesidades técnicas del novelista, algunas de sus indicaciones las acaté y otras no; de modo que puedo afirmar que, si bien los aciertos en ese aspecto se deben en buena parte a ellos dos, los posibles errores son sólo míos.

Y, bueno. Ése es el Cid que cuento en mi relato Sidi, y ése el paisaje por el que lo muevo con su mesnada, sus amigos y sus enemigos, narrando el primer año de exilio en aquel lugar fascinante y peligroso que fue la frontera de nuestro siglo XI. Imaginando cómo pudo forjarse el hombre, y cómo nació su leyenda y la de quienes lo siguieron al destierro y la guerra: Rostros curtidos de viento, frío y sol, arrugas en torno a los ojos incluso entre los más jóvenes, manos encallecidas de empuñar armas y pelear. Jinetes que se persignaban antes de entrar en combate y vendían su vida o muerte para ganarse el pan. Profesionales de la frontera, sabían luchar con crueldad y morir con sencillez. No eran malos hombres, concluyó. Ni tampoco ajenos a la compasión. Sólo gente dura en un mundo duro.