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Textos del escritor aparecidos en diversas publicaciones. El cementerio de los barcos sin nombre.
El Cid ha inspirado 'Sidi', la nueva novela de Arturo Pérez-Reverte. Una historia de frontera, polvo, fatiga y sangre. En este texto, el escritor y académico evoca su figura y su relación con un personaje legendario.
En torno al siglo XI, la frontera del Duero y sus aledaños fueron
nuestro Lejano Oeste. Era aquél un territorio hostil sin ley ni amo,
despoblado y peligroso, situado entre los reinos moros y cristianos,
continuamente asolado por incursiones militares de unos y otros en busca
de esclavos, ganado y botín. Allí se instalaban para buscarse la vida, a
modo de pioneros, familias y gentes desposeídas procedentes de otros
lugares, que llegaban en busca de un trozo de tierra para cultivar y
criar algunos animales. Fueron así surgiendo granjas aisladas, humildes
monasterios, campesinos que araban su pequeño campo con un ojo en los
bueyes y otro mirando alrededor, la mano en la espada, en previsión de
algún ataque. Y también mesnadas de guerreros cristianos o musulmanes
que cabalgaban en busca de fortuna. Eran, todos ellos, gente dura en un
mundo duro.
Empecé a interesarme por ese momento y esos protagonistas hace
sesenta años casi exactos, donde suelen empezar estas cosas: en una
biblioteca. Me gustaba curiosear los libros de mis abuelos, en especial
las viejas ediciones ilustradas, y de ese modo di con uno que había sido
comprado en 1882 por mi bisabuela Adèle Replinger Gal. Era La leyenda del Cid de José Zorrilla: un volumen con bellísimos grabados del artista José
Pellicer. Al niño que yo era entonces le impresionó el realismo de
aquellas imágenes que nada tenían de románticas y mucho de crueles,
acertadamente propias de la época; y si añadimos la belleza de los
versos zorrillescos y su contenido -que hoy llamaríamos políticamente
incorrecto-, es fácil comprender la impresión que todo eso produjo en un
jovencísimo lector de ocho años; hasta el punto de que todavía puedo
recitar de memoria algunos fragmentos de lo que llegué a leer docenas de
veces: Echó pie a tierra Rodrigo / y fue con salvaje calma / a ver cómo daba el alma / al Criador su enemigo.
Tuve así muy pronto mi propio Cid Campeador en la cabeza, alimentado por la lectura y las conversaciones que en ese tiempo -no hubo televisión en casa hasta que cumplí doce años- solían mantenerse con los mayores en torno a una mesa camilla hablando de libros y de historia. La imagen del guerrero medieval que había ganado botín y prestigio en la frontera, hecho jurar a un rey, guerreado contra moros y cristianos, conquistado Valencia y realizado otras hazañas, se asentó en mi imaginario infantil muy pronto, y eso me inmunizó de algún modo contra otra imagen del Cid más sesgada y deforme: la que los libros escolares de finales de los años 50 daban de él, contaminada por la retórica patriotera del franquismo, que pretendía convertirlo, como a otros personajes de nuestra historia, en adalid de una España vanguardia de la civilización cristiana y precursor de la victoriosa cruzada de liberación nacional. Hasta camisa falangista le puso, en uno de esos libros de texto míos, un poeta cuyo nombre -piadosamente, por fortuna- no recuerdo: La hidra roja se muere / de bayonetas cercada / y el Cid con camisa azul / por el cielo azul cabalga.
De ese modo, cuando tres o cuatro años más tarde asistí al estreno de El Cid de Anthony Mann, protagonizada por un entonces espléndido Charlton Heston, el personaje estaba ya bien afianzado en mi imaginación. Tenía mi propio Cid, así que fue fácil retener lo que me era útil de la encarnadura cinematográfica y descartar el resto. Vinieron luego lecturas serias, La España del Cid de Menéndez Pidal, La España musulmana de Sánchez Albornoz, otros títulos menores de historia medieval y, sobre todo, la monumental edición anotada del Cantar de Mío Cid hecha por el que con el tiempo sería uno de mis grandes amigos: el entonces todavía genialmente joven profesor Alberto Montaner Frutos, hoy máxima autoridad en la materia. Con todo eso, como digo, comparando ediciones diversas y opiniones de historiadores, consultando fuentes cristianas tanto como musulmanas, desde el extremo de admirable patriota al de infame mercenario, construí mi propio Rodrigo Díaz de Vivar: mi idea del Cid, adobada también con una parte de experiencia vital para mí importante; pues durante las dos décadas largas que pasé como reportero en lugares en guerra tuve ocasión de conocer, de primera mano, a mucha gente de frontera: mercenarios, soldados voluntarios, buscavidas, asesinos y héroes, sin que a veces una característica excluyera otras. Gente que por diversas razones, por un sueldo o por una idea, se movía por esos territorios inciertos, hostiles, peligrosos, donde las reglas del mundo civilizado suelen irse con facilidad al diablo. Donde los códigos de lucha y supervivencia son otros, o no existen en absoluto.
Y un día, hace cosa de año y medio, lo vi. Ocurrió lo que suele
ocurrirle a un novelista. Caminas entre una nube de mundos, de historias
posibles en la cabeza, y algo, de pronto -una lectura, una imagen, una
frase escuchada, una música o un paisaje-, hace que parte de eso tome
forma en torno a una trama. Acababa de ver por enésima vez la trilogía
de la caballería de John Ford y de repente vi la historia: también los españoles tuvimos nuestra
frontera, nuestros pioneros, nuestras cabalgadas. En realidad, la España
que más tarde se haría, incluso lo imperfecto de ella, tiene mucho que
ver con ese momento y con quienes la vivieron y acuchillaron. Recordé
entonces otros versos cuyo autor desconozco: Por necesidad batallo / y una vez puesto en la silla / se va ensanchando Castilla / delante de mi caballo.
Y el Cid, pensé, explica bien esa época. Hay muchos Cid en la tradición
española, muy diferentes unos de otros. Yo también tengo el mío,
concluí, así que contaré cómo lo veo: un relato de frontera, polvo,
fatiga y sangre, donde enemigos de hoy pueden ser amigos mañana, y
viceversa. Una reflexión, también, sobre el liderazgo y la conducción de
los seres humanos en momentos críticos o singulares. Por qué medios
psicológicos, mediante qué mecanismos humanos, un modesto infanzón
burgalés puede llegar a convertirse, incluso para los musulmanes, en Sidi Qambitur:
el señor que campea, que cabalga. En personaje histórico y legendario
que oscurece a todos los de su tiempo; y cuyo aspecto y carácter quedan
admirablemente plasmados en el retrato que mi amigo Augusto
Ferrer-Dalmau, el magnífico pintor de batallas español, ha hecho para la portada del libro.
El resto fue simple oficio. Rutina y trabajo. Leer o releer las
fuentes disponibles, buscar el tono y el punto de vista narrativo,
elegir con cuidado el momento de una biografía larga y compleja como fue
la de Rodrigo Díaz de Vivar, para no convertir el relato escueto que
tenía en la cabeza en grueso novelón histórico que pretendiera abarcar
una vida inabarcable. También consulté aquellos textos, occidentales o
no (desde máximas de Napoleón y estudios sobre el combate de Ardant du
Picq o Guy Debord hasta Sun-Tzu, Taira Shigesuke o Jocho Yamamoto), que
permiten afinar la idea del mando y gobernación de los hombres en
situaciones extremas. Añadiendo, naturalmente, referencias directas y
recuerdos personales de cuando yo mismo viví en territorios parecidos. A
fin de cuentas, cuando mis personajes sufren o ejercen la violencia,
eso es algo que su autor no ha aprendido en los libros, el cine o en
disquisiciones intelectuales de barra de bar. Hay infinidad de cosas que
ignoro, naturalmente; y casi todas moriré ignorándolas. Pero cuando
hablo de eso, sé muy bien de qué hablo.
Esta vez, a diferencia de otras novelas, el trabajo no terminó con la
escritura de los doscientos siete folios de letra Rockwell en cuerpo
11 y simple espacio que contienen Sidi. El relato, que me
propuse fuera sencillo y seco, muy picado de acción y diálogos, tiene
como andamio una estructura compleja, precisamente para dotarlo de esa
aparente simpleza formal; y el lenguaje es también importante, pues
quise apuntar, aunque sin excesos, el habla de aquel territorio
impreciso donde se mezclaban castellano, latín, catalán, árabe andalusí y
árabe norteafricano. También era preciso no utilizar otros anacronismos
que los inevitables en un texto destinado a lectores del siglo XXI,
procurando mantener el aroma medieval pero sin caer en el arcaísmo
pedante o innecesario. Y, por supuesto, que el rigor documental fuese al
mismo tiempo extremo y escueto, sin entrar en digresiones históricas o
descriptivas, necesarias tal vez en tiempos de Walter Scott pero
absolutamente superfluas hoy día, cuando el lector dispone ya de
intensas referencias audiovisuales. Desempeñó aquí un papel importante
la mirada de dos buenos amigos: el mencionado profesor Montaner, que
echó un vistazo al manuscrito en busca de imprecisiones o gazapos, y mi
compañero en la Real Academia Española el profesor Federico Corriente, destacadísimo arabista que hizo una
revisión del habla andalusí y norteafricana que aparece en el relato.
Usando de la libertad y necesidades técnicas del novelista, algunas de
sus indicaciones las acaté y otras no; de modo que puedo afirmar que, si
bien los aciertos en ese aspecto se deben en buena parte a ellos dos,
los posibles errores son sólo míos.
Y, bueno. Ése es el Cid que cuento en mi relato Sidi, y ése
el paisaje por el que lo muevo con su mesnada, sus amigos y sus
enemigos, narrando el primer año de exilio en aquel lugar fascinante y
peligroso que fue la frontera de nuestro siglo XI. Imaginando cómo pudo
forjarse el hombre, y cómo nació su leyenda y la de quienes lo siguieron
al destierro y la guerra:
Rostros curtidos de viento, frío y sol, arrugas en torno a los
ojos incluso entre los más jóvenes, manos encallecidas de empuñar armas y
pelear. Jinetes que se persignaban antes de entrar en combate y vendían
su vida o muerte para ganarse el pan. Profesionales de la frontera,
sabían luchar con crueldad y morir con sencillez. No eran malos hombres,
concluyó. Ni tampoco ajenos a la compasión. Sólo gente dura en un mundo
duro.