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Patente de corso

Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.

Una historia de España (XXXIX)

XLSemanal - 01/3/2015

A finales del siglo XVIII, con la desaparición de Carlos III y sus ministros ilustrados, se fastidió de nuevo la esperanza de que esto se convirtiera en un lugar decente. Habían sido casi tres décadas de progreso, de iniciativas sociales y científicas, de eficiente centralismo acorde con lo que en ese momento practicaban en Europa las naciones modernas. Aquella indolente España de misa, rosario, toros y sainetes de Ramón de la Cruz aún seguía lastrada por su propia pereza, incapaz de sacar provecho del vasto imperio colonial, frenada por una aristocracia ociosa y por una Iglesia católica que defendía sus privilegios como gato panza arriba; pero lo cierto es que, impulsada por hombres inteligentes y lúcidos que combatían todo eso, empezaba a levantar poco a poco la cabeza. Nunca había sido España tan unitaria ni tan diversa al mismo tiempo. Teníamos monarquía absoluta y ministros todopoderosos, pero por primera vez no era en beneficio exclusivo de una casa real o de cuatro golfos con título nobiliario, sino de toda la nación. Los catalanes, que ya podían negociar con América e iban con sus negocios para arriba, estaban encantados, en plan quítame fueros pero dame pesetas. Los vascos, integrados en los mecanismos del Estado, en la administración, el comercio y las fuerzas armadas -en todas las hazañas bélicas de la época figuran apellidos de allí-, no discutían su españolidad ni hartos de vino. Y los demás, tres cuartos de lo mismo. España, despacio pero notándose, empezaba a respetarse a sí misma, y aunque tanto aquí como en la América hispana quedaba tela de cosas por resolver, el futuro pintaba prometedor. Y entonces, por esa extraña maldición casi bíblica, o sin casi, que pesa sobre esta desgraciada tierra, donde tan aficionados somos a cargarnos cuanto conseguimos edificar, a Carlos III le sucedió el imbécil de su hijo Carlos IV, en Francia estalló una sangrienta revolución que iba a cambiar Europa, y todo, una vez más, se nos fue al carajo. Al cuarto Carlos, bondadoso, apático y mierdecilla como él sólo, la España recibida en herencia le venía grande. Para más inri, lo casaron con su prima María Luisa de Parma, que aparte de ser la princesa más fea de Europa, era más puta que María Martillo. Aquello no podía acabar bien, y para adobar el mondongo entró en escena Manuel Godoy, que era un guardia de palacio alto, simpático, apuesto y guaperas: una especie de Bertín Osborne que además de calzarse a la reina le caía bien al rey, que lo hizo superministro de todo. Así que España quedó en manos de aquel nefasto ménage à trois, precisamente -que ya es mala suerte, rediós- en un momento en el que habría necesitado buena cabeza y mejor pulso al timón de la nave. Porque en la vecina Francia, por esas fechas, había estallado una revolución de veinte pares de cojones: la guillotina no daba abasto, despachando primero aristócratas y luego a todo cristo, y al rey Luis XVI -otro mantequitas blandas estilo Carlos IV- y a su consorte María Antonieta los habían afeitado en seco. Eso produjo en toda Europa una reacción primero horrorizada y luego belicosa, y todas las monarquías, puestas de acuerdo, declararon la guerra a la Francia regicida. España también, qué remedio; y hay que reconocer, en honor de los revolucionarios gabachos, que cantando su Marsellesa y tal nos dieron una enorme mano de hostias en los Pirineos, pues llegaron a ocupar Bilbao, San Sebastián y Figueras. La reacción española, temiendo que el virus revolucionario contagiase a la peña de aquí, fue cerrar a cal y canto la frontera y machacar a todos cuantos hablaban de ilustración, modernidad y progreso. La Iglesia católica y los sectores más carcamales se frotaron las manos, y España, una vez más y para su desdicha, se convirtió de nuevo en defensora a ultranza del trono y de la fe. Había reformas que ya eran imparables, y hay que decir en favor de Godoy que éste, a quien el cargo venía grande pero no era en absoluto gilipollas, dio cuartelillo a científicos, literatos y gente ilustrada. Aun así, el frenazo en materia de libertades y modernidad fue general. Todos los que hasta entonces defendían reformas políticas fueron considerados sospechosos; y conociendo el percal hispano, procuraron ocultar la cabeza bajo el ala, por si asaban carne. Encima, nuestros nuevos aliados ingleses -encantados, como siempre, de que Europa estuviera revuelta y en guerra-, después de habernos hecho la puñeta todo el siglo, aprovecharon el barullo para seguir dándonos por saco en América, en el mar y donde pudieron. Y entonces, señoras y señores, para dar la puntilla a aquella España que pudo ser y no fue, en Francia apareció un fulano llamado Napoleón. [Continuará].