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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 04/6/2006
Hay criaturas por las que no lloraré cuando suenen las trompetas del Juicio. Niños que anuncian desde muy temprano lo que
serán de mayores. A veces uno está paseando, o sentado en una terraza,
y los ve pasar apuntando en agraz maneras inequívocas. Adivinados en
ellos la inevitable maruja de sobremesa televisiva -ayer vi
reconciliarse a dos hermanas en directo y eché literalmente la pota- o
la viril mala bestia correspondiente. Dirán ustedes que ellos no tienen
la culpa, etcétera. Que los padres, la sociedad y todo eso los malean,
y tal. Pero qué quieren que diga. En cuestiones de culpa, denle tiempo
a un niño y también él tendrá su cuota propia, como la tenemos todos.
Sólo es cuestión de plazos. De que se cumplan los pasos y rituales que
se tienen que cumplir.
El zagal que veo en el restaurante tiene nueve o diez años, que ya va siendo edad, y se parece al padre, sentado a su vera: moreno,
grandote y vulgar de modos y maneras. La madre pertenece al mismo
registro. Todos visten ropa cara, por cierto. Colorida y vistosa. Sobre
todo la madre, una especie de Raquel Mosquera vestida de Paulina Rubio
y con toquecitos de Belén Esteban en el maquillaje y en la parla. La
familia ocupa una mesa contigua a la mía, junto al gran ventanal de un
restaurante popular de Calpe, situado junto al puerto. Y al niño acaban
de traerle calamares a la romana. De no ser porque su cháchara
maleducada, chillona e interminable, a la que asisto impotente desde
hace veinte minutos, ya me tiene sobre aviso, la manera en que ahora
maneja el tenedor me dejaría boquiabierto. El pequeño cabrón -nueve o
diez años, insisto- agarra el cubierto al revés, con toda la mano
cerrada, y clava los calamares a golpes sonoros sobre el plato, como si
los apuñalara. Observo discretamente al padre: mastica impasible,
bovino, observando satisfecho el buen apetito de su hijo. Luego observo
a la madre: tiene la nariz hundida en el plato, perdida en sus
pensamientos. Tampoco sería difícil, me digo, con la edad que tiene ya
su puto vástago, enseñarle a manejar cuchara, cuchillo y tenedor. Pero,
tras un vistazo detenido al careto del progenitor, comprendo que, para
hacer que un hijo maneje correctamente los cubiertos, primero es
necesario creer en la necesidad de manejar correctamente los cubiertos.
Y por la expresión cenutria del fulano, por su manera de estar, de
mirar alrededor y de dirigirse a su mujer cuando le habla, tal afán no
debe de hallarse entre las prioridades urgentes de su vida. En cuanto a
la madre, cómo maneje el crío los cubiertos, o cómo los manejen el
padre o el vecino de la mesa de al lado, parece importarle literalmente
un huevo.
Tras un eructo infantil jaleado con suma hilaridad por el conjunto familiar -después de reír, eso sí, el papi parece
amonestarlo en voz baja, a lo que la criatura responde sacando la
lengua y poniendo ojos bizcos- llega la paella. Y, tras deleitar al
respetable con el uso del tenedor, el indeseable enano exhibe ahora su
virtuosismo en el manejo de la cuchara agarrada con toda la mano
exactamente junto a la cazoleta, alternando la cosa con tragos sonoros
del vaso de cocacola sujeto con ambas manos y vuelto a dejar sobre la
mesa con los correspondientes granos de arroz adheridos al vidrio. Tan
maleducado, tan grosero como el padre y la madre que lo parieron. Y así
continúa el dulce infante, a lo suyo, camino de los postres, en esa
deliciosa escena española de fin de semana, una familia más, media,
entrañable, con su hipoteca, y su tele, y su coche aparcado en la
puerta, como todo el mundo. Y yo, que gracias a Dios he terminado, pido
mi cuenta, la pago y me levanto mientras pienso que ojalá caiga un rayo
y los parta a los tres, y les socarre la paella. Y ustedes dirán: vaya
con el gruñón del Reverte, a ver qué le importará a él que el niño se
coma los calamares así o asá, peazo malaje. A él qué le va ni le viene.
Pero es que no estoy pensando en la paella, ni en el restaurante, ni en
los golpes del tenedor sobre los calamares. Aunque también. Lo que
pienso, lo que me temo, es que dentro de unos años ese pequeño hijo de
puta será funcionario de Ayuntamiento, o guardia civil de Tráfico, o
general del Ejército, o empleado de El Corte Inglés, o juez, o
fontanero, o político, o ministro de Cultura, o redactor del estatuto
de la nación murciana; y con las mismas maneras con las que ahora se
comporta en la mesa, cuando yo caiga en sus manos me va a joder vivo.
Por eso hoy me cisco en sus muertos más frescos. ¿Comprenden? En
defensa propia.