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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 05/3/2006
Desde hace tiempo, las cartas electrónicas sustituyen, a bordo
de muchos barcos de recreo, a las viejas cartas náuticas de toda la
vida. El espacio reducido de un velero o una embarcación a motor
plantea dificultades a la hora de manejar los grandes pliegos de papel
donde figuran los detalles de la costa, las profundidades, las luces de
los faros y otras informaciones necesarias para la navegación. Ahora,
la instalación de un plóter con la cartografía conectada a un GPS
permite al navegante conocer en todo momento su posición, punto en el
que se basa toda la ciencia de la navegación: saber dónde está el
barco, establecer la ruta y prever los peligros. Tan cómodo y fácil de
manejar es el sistema, que cada vez son más los aficionados que
prescinden de las cartas clásicas y se guían sólo por las indicaciones
de la carta electrónica, desechando papel, compás de puntas, lápices y
transportador: un vistazo a la pantalla y tira millas, sobre todo si
uno va a motor y con prisa para tomarse una copa en Ibiza. El sueño de
cualquier dominguero.
Sin embargo, el mar es muy perro y siempre te la guarda. Además de los errores que contienen hasta las mejores cartas electrónicas -un estudio reciente de la revista francesa Voiles pone los pelos de punta-, una de las peores combinaciones náuticas es
la de un GPS, un plóter, un piloto automático y un patrón estúpido que
no asoma la cabeza por el tambucho para mirar alrededor al menos cada
quince minutos: tiempo suficiente para que, por ejemplo, un mercante y
una lancha que navegan a quince nudos con rumbos opuestos franqueen
ocho millas de mar y se encuentren exactamente en el mismo lugar, o que
una punta de tierra con restinga peligrosa en marea baja, que apenas se
distinguía en la distancia, se encuentre de pronto bajo la quilla.
Además, la electrónica falla, los pilotos automáticos se vuelven
majaretas, los GPS están sujetos a averías o a errores de lectura. Y
así, cada vez con más frecuencia, marinos de pastel, seguros de que
para gobernar una embarcación basta con apretar botones, pasan apuros
serios. Mientras que una carta de papel de toda la vida, una aguja
magnética y cuatro reglas básicas, te llevan a cualquier sitio. Y si el
barco es de vela, más.
Pensaba en eso esta mañana, a causa de un asunto que, tal vez, algún simple creerá que nada tiene que ver con las cartas
náuticas: aquella idiotez propuesta por algunos políticos aragoneses de
que al escudo de Aragón se le quiten las cuatro cabezas de moros que
ostenta desde la Edad Media. Afortunadamente la cosa no prosperó del
todo, o de momento, pues creo que ese escudo deja de presidir el salón
de plenos de las cortes regionales, sustituido por un grupo escultórico
-del magnífico y llorado Pablo Serrano- hecho de círculos concéntricos
que no llegan a cerrarse, que simbolizará, puesto allí, el espíritu del
debate libre y democrático, etcétera. Dejo a juicio de cada cual
aceptar que haya relación entre una cosa y otra: escudo de Aragón y
cartas náuticas. Yo la estimo evidente. Cuando uno se sitúa ante una
carta marina clásica -hace tiempo dediqué una novela al asunto y lo
tengo muy claro-, resulta imposible sustraerse a la magia del papel
impreso, a las líneas trazadas y a todas las fascinantes referencias
que contiene. Durante siglos, hombres sabios y valerosos, conscientes
de que los barcos se pierden menos en el mar que en la tierra,
midieron, sondaron, dibujaron cada braza, cada perfil de costa. Nos
advirtieron de los peligros, sumando sobre el papel la experiencia, el
sufrimiento, la incertidumbre y la lucha de quienes navegaron aquellos
lugares difíciles y vivieron para contarlo. Una carta náutica de buen
papel impreso, además de ser la referencia más segura, no se apaga con
los fallos electrónicos, ni está sujeta a la moda o los caprichos
aleatorios de la técnica moderna. No depende más que de la
interpretación inteligente de su rico contenido: está ahí como estuvo
siempre. Hace posible que el navegante no se limite a ir de un sitio a
otro con prisas e irresponsabilidad, sino que recorra antes el camino
con la imaginación; y después, mientras navega, que registre cada
momento con la precisión y el gozo de quien transita derrotas que otros
trazaron. Que navegue sobre su propia memoria, y de ella obtenga,
heredado de quienes lo precedieron, el orgullo de sentirse marino. Se
ha escrito que las cartas náuticas no son simples pliegos de papel,
sino libros de Historia y novelas de aventuras. Hay que ser en extremo
imbécil para renunciar a ellas.